Esto sucedió hace mucho, cuando los españoles descubrieron
lo lindo de las sierras de Córdoba y el Valle de Calamuchita, y quisieron
quedarse con todo sin reconocer a sus verdaderos dueños: la conquista de
América había comenzado.
Una tarde destemplada, los comechingones que trataban como
siempre con mucha dedicación y cuidado en sus tierras, intentaban preservar sus
cultivos del inesperado ventarrón. Desde muy lejos, casi al final del valle,
observaron un tumulto de polco y bestias que avanzaban hacia ellos. Se
asustaron muchísimo, nunca habían visto nada igual. Al acercarse el belicoso
grupo vieron que eran hombres de piel blanca, sobre animales parecidos a sus
llamas pero diferentes, con pelo en lugar de lana y cuello más corto. Mientras
intentaban mirar bien de que se trataba se dieron cuenta de que esos extraños
venían cargados de armas y avanzaban con cara de poco amigos sobre ellos. Con
una gran fuerza de voluntad, vencieron su miedo y como hombres del cacique
comechingón Ipachi Naguan, lucharon contra los blancos.
El combate duró mucho, demasiado, y el hambre y el cansancio
fueron agotando a los comechingones. Ipachi Naguan consultó a los sabios y
estos le aconsejaron que otorgara descanso a su pueblo, de lo contrario, todo
se perdería. El cacique decidió guiar a su gente hacia un bosque de algarrobos.
Les costó mucho llegar, no solo estaban exhaustos y hambrientos sino tristes y
desolados.
¿Cómo podrían vencer a estos extraños invasores si ni
siquiera entendían sus modos de atacarlos con esas sofisticadas y totalmente
desconocidas armas?
Ipachi Niaguan resultaba un buen jefe, y bajo ninguna
circunstancia iba a dejar que su pueblo sucumbiera ante el primer gran escollo,
entonces, recién llegados a aquel bosque frondoso, protegidos momentáneamente
de los ataques pero no del hambre que los carcomía, el cacique pidió a los
dioses, con toda humildad pero con gran firmeza que cuidaran a sus mujeres y
niños.
El tiempo transcurría y nada pasaba, todo parecía perdido,
los comechingones sentían la proximidad de la muerte. ¿Era posible que esto
sucediera sin que los dioses se apiadaran de ellos?. Entonces ocurrió lo
inesperado: las ramas de los algarrobos comenzaron a sacudirse de tal modo que
en un principio hubo quien pensara en el posible enojo de las divinidades; pero
vieron fascinados que desde las alturas comenzaban a caer una maravillosa
lluvia de frutos que se abrieron, y obsequiosos, dejaron ver sus semillas.
Esas algarrobas fueron el mejor alimento para los indígenas,
con el mismo respeto que tenían por todos los frutos de la tierra, tomaron con
sus aún doloridas manos el regalo divino. Y, luego de compartir sus rezos de
agradecimiento, comieron hasta que la fuerza volvió a sus debilitados cuerpos.
Después rieron y cantaron: se sintieron plenos de confianza. Entonces, volvieron a la batalla y vencieron a los españoles: el fruto de los algarrobos había salvado, al menos esa primera vez, a los habitantes de aquella tierra.
Fuente: REMEMBRANZAS DE CORDOBA SOBRE MITOS Y LEYENDAS
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