El 12 de noviembre de 1945 cuatro cazadores caminaban tras su guía por las laderas del monte Glastenbury, situado en el condado de Bennington, Vermont (Estados Unidos). El hombre que los llevaba de vuelta al campamento se llamaba Maddie Rivers, conocía a la perfección cada palmo del terreno y, a sus 75 años, conservaba una perfecta forma física, tanta que poco a poco fue dejando a sus acompañantes atrás, hasta que lo perdieron de vista en las revueltas que el camino describía entre la espesa arboleda.
Algo picados en su orgullo, los cuatro aceleraron el paso. Pero, a pesar de avanzar cada vez más deprisa, no daban alcanzado a Maddie, aun cuando la lógica les decía que ya debían de haberlo hecho. Llegaron así al campamento, y una vez allí descubrieron que, al contrario de lo que suponían, no había llegado antes que ellos. Alarmados, avisaron a las autoridades, que en cuestión de horas organizaron un dispositivo de búsqueda que se prolongaría durante un mes sin que en ese tiempo apareciese la menor pista sobre el paradero de Maddie. El viejo guía se había desvanecido en el bosque.
La de Maddie Rivers fue la primera de cinco desapariciones inexplicables que se produjeron en el monte Glastenbury y sus cercanías entre 1945 y 1950. La zona era conocida ya desde mucho tiempo antes por sus extraños sonidos, olores y efectos lumínicos, siendo escenario de terribles leyendas. El pueblo fundado a la sombra de la montaña había languidecido poco a poco, marcado siempre por la desgracia: enfermedades, asesinatos, suicidios… Se puede decir que influjo maligno que sufría el lugar venía de antiguo. Sin embargo, el pequeño ciclo de desapariciones misteriosas que se iban a producir no tenía precedente conocido.
Apenas un año después, el 1 de diciembre de 1946 desaparecía una estudiante de la Universidad de Bennington, Paula Welden, mientras llevaba a cabo una solitaria excursión por la montaña. Antes de adentrase en el bosque fue vista, entre otras personas, por el empleado de una gasolinera, al que preguntó por la dirección a seguir, por varios compañeros de clase y por un contratista de fincas local. A la mañana siguiente todavía no había regresado. Ni lo haría nunca.
La tercera persona en desaparecer lo haría justo tres años después de que Paula Welden se esfumase en el bosque, y de una manera aun más misteriosa. El 1 de diciembre de 1949, James E. Tetford se subía a un autobús en South Albans con destino al Hogar del Soldado de Bennington, en donde residía. Sin embargo, no llegó allí. Numerosos testigos lo vieron subir al autobús, pero nadie, incluido el conductor, le vio bajarse de él.
El 12 de octubre de 1950, Paul Jepson, de ocho años, viajaba en una camioneta conducida por su madre, cuando esta se detuvo para recolocar la carga de la parte trasera. Al regresar a la cabina su hijo ya no estaba. No pudo verlo en los alrededores ni obtuvo respuesta al llamarlo a gritos. Tiempo después, cuando la tragedia era ya irreparable, el padre de Paul Jepson declararía que en los días previos a la desaparición su hijo había mostrado un misterioso interés por ir a las montañas.
Dos semanas más tarde, el 28 de octubre, una mujer llamada Frieda Langer, experta tiradora y campista, paseaba por el bosque junto a su primo. Traes caerse a un arroyo, emprendió el camino de regreso al campamento familiar, apenas a kilómetro y medio de distancia, para cambiarse de ropa. Su primo la esperó junto al riachuelo, pero ella no regresó. Cuando, cansado de esperar, volvió a la tienda de campaña, le dijeron que Frieda nunca había salido del bosque.
Tras cada una de estas desapariciones, las autoridades organizaron espectaculares dispositivos de búsqueda que contaron con la participación del FBI, las policías de varios estados, el cuerpo de bomberos y decenas de voluntarios. Se emplearon aviones, helicópteros y perros especialmente adiestrados, además los servicios de varios videntes, aunque todo sin resultado. En el caso de Frieda el esfuerzo fue incluso más espectacular. Merritt Edson, director estatal de seguridad pública, ordenó a sus oficiales que siguiesen buscando hasta que la mujer apareciese viva o muerta. No obstante, dos semanas más tarde, tras una infructuosa batida en la que participaron trescientas personas se vieron obligados a abandonar. Al menos, no tendrían que volver a repetir el operativo.
Algunos autores añaden a la lista de víctimas a una mujer llamada Frances Christman, desaparecida mientras iba a visitar a una amiga, y a una joven, Martha Jones, amabas desaparecidas poco después de Frieda Langer, pero Frances lo hizo a bastante distancia del área de Glastenbury y Martha resultó haberse fugado con su novio. Por tanto, Frieda Langer fue la última. La historia tuvo un macabro epílogo con la reaparición de su cadáver el 12 de mayo de 1951, en un lugar por el cual meses antes los grupos de búsqueda habían pasado varias veces sin haberlo visto. ¿Tal vez porque entonces no estaba allí? Lamentablemente, el cuerpo se encontraba demasiado deteriorado como para proporcionar información sobre lo que sucedió.
Se han propuesto numerosas teorías de carácter fantástico para explicar estas desapariciones. La más realista las supone fruto de la actuación de un asesino en serie, anónimo o no tanto. Algunos dicen que se trataría de Henry McDowell, ingresado en el manicomio de Waterbury por asesinar a un vecino, aunque se fugó de él para posteriormente desaparecer del mapa. Dicen que habría regresado a las laderas de Glastenbury, en donde todavía permanecería durante los años 50. Sin embargo, el internamiento de McDowell tuvo lugar en 1892, por lo que ya contaría con una edad demasiado avanzada en aquella época, si es que seguía vivo.
Se habla también de platillos volantes, de puertas interdimensionales o de un extraño ser conocido como el Monstruo de Bennington que a finales del siglo XIX vieron los pasajeros de un carruaje que circulaba por las cercanías del monte Glastenbury.
Los indios Abnaki nos proporcionan también alguna teoría para explicar las desapariciones. Sus leyendas hablan de una piedra encantada que en algún lugar de Glastenbury se traga a todos los que caminan sobre ella. Simplemente se abre para cerrarse después sobre el infeliz como si nada hubiera pasado.
Según los Abnaki toda la zona está maldita. Para ellos, los fríos vientos que soplan en torno al monte y cambian de dirección casi como si tuviesen voluntad propia eran los mensajeros del Demonio y la Muerte. Intentaron disuadir a los colonos blancos de instalarse en las cercanías del monte, aunque estos no les escucharon, fundando en las faldas de la montaña el pueblo de Glastenbury, hoy poco más que una ciudad fantasma.