domingo, 11 de agosto de 2013
El Hipocampo de Oro
Como la cabellera de una bruja tenía su copa la palmera que,
con las hojas despeinadas por el viento, semejaba un bersaglieri vigilando la
casa de la viuda. La viuda se llamaba la señora Glicina. La brisa del mar había
deshilachado las hermosas hojas de la palmera; el polvo salitroso, trayendo el
polvo de las lejanas islas, habíala tostado de un tono sepia y, soplando
constantemente, había inclinado un tanto la esbeltez de su tronco. A la
distancia nuestra palmera dijérase el resto de un arco antiguo suspendiendo aún
el capitel caprichoso.
La casa de la señora Glicina era pequeña y limpia. En la
aldea de pescadores ella era la única mujer blanca entre los pobladores
indígenas. Alta, maciza, flexible, ágil, en plena juventud, la señora Glicina
tenía una tortuga. Una tortuga obesa, desencantada, que a ratos, al medio día,
despertábase al grito gutural de la gaviota casera; sacaba de la concha
facetada y terrosa la cabeza chata como el índice de un dardo; dejaba caer dos
lágrimas por costumbre, más que por dolor; escrutaba el mar; hacía el de
siempre sincero voto de fugarse al crepúsculo y con un pesimismo estéril de
filosofía alemana, hacíase esta reflexión:
–El mundo es malo para con las tortugas.
Tras una pausa agregaba:
–La dulce libertad es una amarga mentira...
Y concluía siempre con el mismo estribillo, hondo fruto de
su experiencia.
Metía la cabeza bajo el romo y facetado caparazón de carey y
se quedaba dormida.
II
Pulcro, de una pobreza solemne y brillante, era el pequeño
rancho de la señora Glicina, cuyas pupilas eran negras y pulidas como dos
espigas, y tan grandes que apenas podía verse un pequeño triángulo convexo
entre éstas y los párpados. Sus ojos eran en suma, como los de los venados.
Blanca era su piel como la leche oleosa de los cocos verdes; mas con ser
armoniosa como una ola antes de reventar, se notaba en la señora Glicina una
belleza en camino, una perfección en proceso, algo que parecía que iba a
congelarse en una belleza concreta. Se diría el boceto en barro para una
perfecta estatua de mármol.
III
Mas la señora Glicina no era feliz: viuda y estéril. Decir
viuda no es más que decir que su amor había muerto, porque en aquella aldea de
la costa marina el matrimonio era cosa de poca importancia. Un día había
aparecido en el lejano límite del mar un barco extraño. Era como un antiguo
galeón de aquellos en que Colombo emprendiera la conquista del Nuevo Mundo.
Cuadradas y curvas velas, pequeños mástiles, proa chata y áurea sobre la cual
se destacaba un monstruo marino. La nave llegó a la orilla en el crepúsculo
pero no tenía sino un tripulante, un gallardo caballero, de brillante armadura,
fiel retrato del Príncipe Lohengrin, el rutilante hijo de Parsifal. Aquella
noche el caballero pernoctó en la casa de la señora Glicina. Durmió con ella
sin que ella le preguntara nada, porque ambos tenían la conciencia de que eran
el uno para el otro, se habían presentido, se necesitaban, se confundieron en
un beso, y, al alba, la dorada nave se perdió en la neblina con su gallardo
tripulante. Aquel amor breve fue como la realización de un mandato del Destino.
Y la señora Glicina fue desde ese momento la viuda de la aldea.
IV
Pasaron tres años, tres meses, tres semanas, tres noches. Y
al cumplirse esta fecha, la señora Glicina se encaminó por la orilla, hacia el
sur. Poco a poco fue alejándose de su vista el caserío. Las chozas de caña y
estera fueron empequeñeciéndose; las palmeras, a la distancia, parecían menos
esbeltas y se difuminaban en el aire caliente que salía del arenal brillante
como en acción de gracias al sol. Las barcas, con sus velas triangulares, se
recortaban sobre la línea del mar y parecían pequeñas sobre la rizada
extensión. La señora Glicina iba dejando sobre la orilla húmeda las delicadas
huellas de sus pies breves.
–¿A dónde vas, señora? –le dijo un viejo pescador de
perlas–. No avances más porque en este tiempo suele salir del mar el Hipocampo
de oro en busca de su copa de sangre.
–¿Y cómo sabré yo si ha salido el Hipocampo de oro? –
interrogó la señora Glicina.
–Por las huellas fosforescentes que deja en la arena húmeda,
cuando llega la noche...
Avanzaba la viuda y encontró un pescador de corales:
– ¿A dónde vas, señora? – le dijo. – ¿No tienes miedo al
Hipocampo de oro? A estas horas suele salir en busca de sus ojos – agregó el
mancebo.
–¿Y cómo sabré yo si ha salido el Hipocampo de oro?
– En el mar se oye su silbido estridente cuando cae la noche
y crece el silencio.
Caminaba la viuda y encontró a un niño pescador de carpas:
–¿A dónde vas, señora? – le interrogó –. No tardará en salir
el Hipocampo de oro por el azahar del Durazno de las dos almendras. . .
–¿Y cómo sabré yo dónde sale el Hipocampo de oro?
–En el silencio de la noche cruzará un pez con alas
luminosas antes que él aparezca sobre el mar...
Caminaba la viuda. Ya se ponía el sol. En la tarde púrpura,
su silueta se tornaba azulina. Caía la noche cuando la viuda se sentó a esperar
en una pequeña ensenada. Entonces comenzó a encenderse una huella en la húmeda
orilla. Un pez luminoso brilló sobre las olas, un silbido estridente agujereó
el silencio. La luna cortada en dos por la línea del horizonte, se veía clara y
distinta. Un animal rutilante surgió de entre las aguas agitadas y, en las
tinieblas, su cuerpo parecía nimbado como una nebulosa en una noche azul. Tenía
una claridad lechosa y vibrante. Chasqueó las olas espumosas y empezó a llorar
desconsoladamente.
–Oh, desdichado de mí – decía – soy un rey y soy el más
infeliz de mi reino. ¡Cuánto más dichosa es la carpa más ruin de mis estados!
–¿Por qué eres tan desdichado, señor? – interrogó la viuda
–. Un rey bien puede darse la felicidad que quiera. Todos sus deseos serán
cumplidos. Pide a tus súbditos la felicidad y ellos te la darán...
–Ah, gentil y bella señora – repuso el Hipocampo de oro –.
Mis súbditos pueden darme todo lo que tienen, hasta su vida que es suya, pero
no la felicidad. ¿Qué me va en estos criaderos de perlas negras que me sirven
de alfombras? ¿De qué me sirven los corales de que está fabricado mi palacio en
el fondo de las aguas sin luz? ¿Para qué quiero los innúmeros ejércitos de
lacmas que iluminan el oscuro fondo marino cuando salgo a visitar mi reino? ¿De
qué los bosques de yuyos cuyas hojas son como el cristal de mil colores? Yo
puedo hacer la felicidad de todos los que habitan en el mar, pero ellos no
pueden hacer la mía, porque siendo yo el rey tengo distintas necesidades y
deseos distintos de mis siervos; tengo distinta sangre.
–¿Y qué necesidades son esas, señor Hipocampo de oro? –
interesose la señora Glicina.
–Es el caso, señora mía –agregó éste– que tengo una
conformación orgánica algo extraña. Sólo hay un Hipocampo, es decir, sólo hay
una familia de Hipocampos. Se encuentran en el fondo del mar toda clase de
seres; verdaderos ejércitos de ostras, campas, anguilas, tortugas... Hipocampos
no habernos sino nosotros.
–¿Y vuestros siervos saben que vos padecéis tales
necesidades?
–Esa es mi fortuna; que no lo sepan. Si mis siervos supieran
que su rey podía tener deseos insatisfechos, cosas inaccesibles, perderían todo
respeto hacia la majestad real y me creerían igual a ellos. Mi reino caería
hecho pedazos. Y a pesar de todos los dolores, señora mía, ser rey es siempre
un grato consuelo, una agradable preeminencia...
Y agregó con profunda tristeza:
–No hay más grande dolor que ser rey, por la sangre y por el
espíritu, y vivir rodeado de plebeyas gentes, sin una corte siquiera, capaz de
comprender lo que es el alma de un rey.
–¿Y se puede saber, señor Hipocampo de oro, en qué consisten
esas necesidades y cuál es la causa de tan doloridas quejas?
Acercose a la orilla el Hipocampo de oro; alisóse las aletas
de plata incrustadas de perlas grandes como huevos de paloma y a flor de agua,
mientras su cola se agitaba deformándose en la linfa, dijo:
–Me ocurre, señora mía, una cosa muy singular. Mis ojos, mis
bellos ojos –y se los acarició con la cresta de una ola– mis bellos ojos no son
míos....
–¿No son vuestros, señor Hipocampo de oro? – exclamó
asustada la viuda.
–Mis bellos ojos no son míos –agregó bajando la cabeza
mientras un sollozo estremecía su dorado cuerpo–. Estos ojos que veis no me
durarán sino hasta mañana, a la hora en que el horizonte corte en la mitad el
disco del sol. Cada luna, yo debo proveerme de nuevos ojos y si no consigo
estos ojos nuevos volveré a mi reino sin ellos. No sólo es esto. Cada luna yo
debo proveerme de mi nueva copa de sangre, que es la que da a mi cuerpo esta
constelada brillantez; y si no la consigo volveré sin luz. Cada luna debo
proveerme del azahar del durazno de las dos almendras que es lo que me da el
poder de la sabiduría para mantener sobre mí la admiración de mi pueblo y si no
le consigo volveré sin elocuencia y sería el último de los peces yo que soy
primero de los reyes. Mis súbditos no necesitan la sabiduría e ignoran dónde se
nutre, de dónde viene la luz; no comprenden la belleza e ignoran dónde reside
el secreto de los ojos...
La señora Glicina guardó silencio un breve instante y el
Hipocampo continuó:
–Mi vida, señora, es una sucesión de dolor y de felicidad,
es una constante lucha. Mi placer, mi inefable placer consiste en buscar nuevos
ojos; buscarlos, mirarlos, amarlos y luego... robarlos, tenerlos para mí,
poseerlos. ¡Gozarlos durante una luna, una luna íntegra! Mas luego viene la
tortura; en los últimos días mi felicidad se opaca, tengo el temor de
perderlos, sé que van a concluirse, que sólo han de durarme un tiempo
determinado, y que tendré que sufrir, que buscar otros, que comenzar de nuevo.
¡Y si sólo fuesen los ojos! ¡Pero y la copa de sangre! ¡Y el azahar del
durazno! ¡Ya veis qué tortura! Un dolor que se renueva cada veintiocho días.
Una felicidad tan breve. Pero creedme: bien vale el placer tal sacrificio. Bien
cierto es que no hay angustia más grande que la mía mientras estoy buscando los
nuevos ojos, pero cuando los encuentro, cuando gozo con aquel estado de duda,
cuando veo los que son para mí –porque yo comprendo cuáles ojos me están
predestinados desde que los veo– cuando recibo su primera mirada, cuando a
través de la distancia los nuevos ojos clavan en los míos sus rayos
inteligentes, elocuentes, fascinantes...
–¿Habéis cambiado ya muchos ojos?
–Tantos como lunas llevo vividas. Sabed que los Hipocampos
somos más longevos que las tortugas. Yo he tenido ojos azules, azules como el
cielo, como el agua clara, como esas noches que dejan ver la vía láctea, azules
como el borde de las conchas que crecen en la desembocadura de los grandes
ríos. Con ellos veía yo todo azul, azul, azul.... ¿Os ocurre lo mismo?
–preguntó con una cortesía verdaderamente real.
–Continuad, continuad...
–He tenido ojos verdes como las algas que crecen al pie de
los muros de mi palacio y que son las que dan al mar ese color verde que
admiráis tanto, señora. Los he tenido negros, negros como el fondo del mar,
como un pecado, como la noche, como la germinación de un crimen, como una
deslealtad, como el alma de la sombra, negros como esta perla en la cual
termina mi cuerpo torneado –dijo con vanidoso acento–. Y amarillos, y pardos
y... ¡todos eran tan bellos!
Dos ojos iban sobre el motivo de estos versos:
... De un melocotonero
tal el primer y sazonado fruto,
velloso y perfumado en cuya pulpa
la fibra es miel y carne
baja la Primavera rosa y áurea!
–¡Se acostumbra uno tanto! ¡Después de haber encontrado las
pupilas nuevas ya es imposible la paz. Es tan dulce alcanzarlas, que nada
importa la angustia que cuesta conseguirlas. Pudiera sufrir diez veces más en
este empeño y siempre la felicidad excedería al sufrimiento. El mismo
sufrimiento cuando es por un par de pupilas nuevas llega a parecerme una
felicidad. Es como... no sabría deciros, señora... pero es el amor, es más que
el amor, más, mucho más. Tenéis vosotros, los seres de la tierra, un concepto
tan limitado de las cosas!...
Luego, cambiando de tono, recostaba la cabeza sobre un banco
de arena, abandonando su cuerpo al vaivén de las olas entre las cuales su cola
se movía mansa y tranquila como un péndulo, agregó, mirando fijamente a la
viuda:
– A propósito, qué ojos tan bellos tenéis, señora mía.
–Os parecen bellos – repuso la señora Glicina – porque vos
los necesitáis, pero a mí sólo me sirven para llorar. A veces pienso –agregó–
que si no tuviésemos ojos, no lloraríamos; no tendrían por dónde salir las
lágrimas...
–Oh, entonces saldrían del lado izquierdo del pecho o de
aquí, de la frente dijo señalando la suya donde brillaba una perla rosada.
–Y ¿qué haréis si mañana, a la hora en que el horizonte
corte por la mitad el disco rojo del sol, no habéis encontrado nuevos ojos,
nueva copa de sangre y nuevo azahar de durazno?
–Ya lo veis, moriré. Moriré antes de volver a mi palacio
donde no me reconocerían y donde me tomarían por un mondacarpas...
Y sollozó larga, dolorosa y conmovedoramente.
–¿Qué darías, oh rey de oro, por conseguir estas tres cosas?
–Daría todo lo que me fuera solicitado. Hasta mi reino. ¡Y
qué cosas podría dar! Podría dar el secreto de la felicidad a todos los que no
fueran de mi reino. Todo lo que los hombres anhelan está en el fondo del mar.
Del mar nació el primer germen de la vida. Aquí, un Hipocampo de oro antecesor
mío, fue rey de los hombres cuando los hombres sólo eran protozoarios,
infusorios, gérmenes, células vitales. Aquí, en el mar, están sepultadas las
más altas y perfectas civilizaciones, aquí vendrán a sepultarse las que existen
y las que existirán. El mar fue el origen y será la tumba de todo. Vuestra
felicidad, que consiste en desear aquello que no podéis obtener, existe aquí,
entre las aguas sombrías. Yo os podría dar todo lo que me pidierais. Tengo yo
en la tierra un amigo a quien mi más antiguo abuelo, hizo un gran servicio. El,
si pudiera caminar, vendría a mí y me daría lo que tengo menester cada luna.
Pero él es inmóvil y está pegado a la tierra. El debe la vida y posee una
virtud, merced a uno de mi familia. ¿Vos necesitáis algo?
–Sí, dijo la señora Glicina–. Yo amé a un príncipe rutilante
que vino del mar. Le amé una noche. Y me dijo: Cuando pasen tres años, tres
meses, tres semanas y tres noches, ve hacia el sur, por la orilla y nacerá el
fruto de nuestro amor como tú lo desees... Y he venido y aquí me veis. Y os
daría mis ojos, os llenaría la copa de sangre y buscaría el durazno de las dos
almendras, si vos me dierais el secreto para que nazca el fruto de mi amor tal
como yo lo deseo...
Brillaron en la noche los ojos ya mortecinos del Hipocampo
de oro, alegrose su faz y tembló de emoción.
–Pues bien – dijo el Hipocampo de oro–. Vuestro hijo nacerá.
Oídme y obedecedme. Iréis caminando hacia el oriente. Encontraréis un bosque,
penetraréis a él, cruzaréis un río caudaloso y terrible y cuando éste os
envuelva en sus vórtices diréis: "La flor de durazno de las dos almendras,
la copa de sangre y las pupilas mías son para el Hipocampo de oro" y
llegaréis a la orilla opuesta. Lo demás vendrá solo. Cuando tengáis la flor de
los tres pétalos, vendréis con ella, me entregaréis vuestras pupilas, me daréis
la copa de sangre y la flor del durazno, y moriréis en seguida, pero vuestro
hijo habrá nacido ya. ¿Estáis resuelta?
–Estoy resuelta, dijo la señora Glicina. Y marchó hacia el
punto señalado.
V
Tal como se lo había dicho el rey, la señora Glicina llegó a
la orilla del río caudaloso. Pero había llegado con las carnes desgarradas, con
las uñas fuera de los dedos, y apenas podía tenerse en pie. Sentose bajo la
copa de un árbol y cayeron sobre ella, como alas de mariposas blancas los
pétalos de un durazno en flor.
–¿Dónde estará el Durazno de las dos almendras? – exclamó.
–¿Quién me quiere? – susurró entre la brisa una dulce voz.
–El rey del mar, el Hipocampo de oro, me manda a ti. Vengo
por el azahar de los tres pétalos que crece en el Durazno de las dos almendras.
–Es lo más amado que tengo, dijo el Durazno, pero es para el
rey que fue bueno conmigo. ¡Córtalo!
Y la señora Glicina cortó el azahar, y el Durazno se quedó
llorando.
VI
Muy poco faltaba para que la línea del horizonte cortara por
la mitad el disco del sol cuando llegó la señora Glicina. El Hipocampo de oro
la esperaba lleno de angustia.
–¡Llena mi copa de sangre! – dijo.
Y la dama sin lanzar un grito de dolor, se abrió el pecho,
cortó una arteria y la sangre brotó en un chorro caliente haciendo espuma hasta
llenar la copa del rey que la bebió de un sorbo.
–¡Dame el azahar del Durazno de las dos almendras! – dijo.
Y la dama, sin lanzar un grito de dolor, le dio los tres
pétalos que el rey guardó en el corazón de una perla.
–¡Dame tus ojos que son míos! – dijo.
Y la dama, sin lanzar una queja, se arrancó para siempre la
luz y entregó sus ojos al Hipocampo de oro, que se los puso en las cuencas ya
vacías.
–¡Ahora dame mi hijo! – exclamó.
–Llévate el tallo del cual has arrancado los tres pétalos y
mañana tu hijo nacerá. ¿Qué quieres que le dé? Puedo darle todas las virtudes
que los hombres tienen, puedo ponerle de una de ellas doble porción, pero sólo
de una... ¿Cuál porción quieres que le duplique?
–¡La del amor! – dijo la dama.
–Sea. ¡Adiós! Tú lo quieres así. Mañana, después del
crepúsculo morirás, pero tu hijo vivirá para siempre.
–Gracias, gracias, ¡oh rey del mar! ¿Qué vale lo que te he
dado cuando tú me has dado un hijo?...
Las últimas palabras no las oyó el Hipocampo de oro porque
ya su cuerpo rollizo y torneado, se había hundido en el mar dejando una estela
rutilante entre las ondas frágiles.
Imágenes de Dolor
La devoción a los dolores de la Virgen fue impulsada en el
siglo XIII por la orden de los Servitas. Su fiesta se remonta a 1413, en
Colonia, al sustituir la celebración de la Virgen del Pasmo -cuya iconografía
suscitó polémicas al ver los teólogos poco acorde con María su síncope o
desmayo- y contrarrestar así el movimiento iconoclasta de los seguidores de
Juan Huss. El culto y la fiesta se extendieron a lo largo del Antiguo Régimen a
través de Europa e Hispanoamérica. Hasta hace unas décadas existían en el
calendario litúrgico dos festividades dedicadas a los Siete Dolores de la
Santísima Virgen: la primera en el Viernes de Pasión, llamado también Viernes
de Dolores, y la segunda el 15 de septiembre, día en que se conmemoran los
Dolores Gloriosos de Nuestra Señora. Ambas se propagaron ampliamente, aunque la
primera ya era muy popular en pleno siglo XVI. La segunda fue extendida a la
Iglesia universal por el papa Pío VII en 1815, para conmemorar su liberación de
la cautividad napoleónica. La duplicación de la m isma advocación llevó
recientemente a la supresión de la del Viernes de Dolores, aunque se mantiene
allí donde hay una devoción arraigada.
Los grandes tipos con los que los artistas figurativos
expresan los dolores de la Virgen son: Amargura, Dolorosa, Angustias , Piedad y
Soledad
1. Virgen de la Amargura: María acompañada por San Juan en
el paso, escenificando su caminar por la Vía Dolorosa al encu entro de su Hijo,
que el discípulo predilecto le señala con el dedo. Representa el momento en que
la Virgen, acompañada de San Juan, y ajena aún a la condena de su Hijo, escucha
en la llamada “Sacra Conversación” la noticia que le comunica el apóstol sobre
la situación de Jesús y ambos se dirigen a la calle de la Amargura para
contemplar el paso de Jesús cargado con la cruz camino del Gólgota. La escena
que se nos presenta no es evangélica y solamente Lucas narra el encuentro de
Jesús con las mujeres de Jerusalén (Lc 23, 27-31) pero no con su Madre. La
fuente hay que buscarla en el Evangelio de Nicodemo, donde se nos dice que Juan
había seguido el cortejo de Jesús y los soldados para luego correr en busca de
la Madre que nada sabía. Al oír ésta el relato quedó transida de dolor y
acompañada del apóstol, María Magdalena, Marta y Salomé se dirigió a la calle de
la Amargura. Es la representación mariana más frecuente en los pasos
procesionales.
2. Virgen Dolorosa: es una Virgen en el Calvario,
presenciando el suplicio y muerte de su Hijo. En este modelo iconográfico la
Virgen puede aparecer con más figuras y asimismo puede o no ir bajo palio.
También hay varias imágenes con la advocación de Mayor Dolor, que procesionan
bajo palio. La Virgen lleva un pañuelo para secar sus lágrimas y un puñal en el
pecho. El origen de esta representación es la profecía del anciano Simeón (Lc
2, 35) que anuncia a la Virgen el día de la Presentación de Jesús en el Templo,
cómo una espada de dolor le atravesará el alma. El pañuelo es un elemento
fundamental en estas Vírgenes, que suelen llevar en la mano derecha, con él se
enjugan las lágrimas, que pueden ser incipientes o, como en el caso de la
Virgen de las Lágrimas y la mayoría de ellas, surcar llamativamente sus
mejillas. En la mano izquierda pueden llevar objetos que hagan referencia a la
advocación particular de cada imagen o a la Pasión, como los Rosarios. La
Virgen de las Lágrimas, cuya advocación se recuerda en un broche de oro
prendido de su pecherín con la leyenda "Lágrimas", se ajusta al
prototipo, por lo que en su mano izquierda suele portar un Rosario o encontrarse
vacía. El atuendo quedó fijado con posterioridad para la Virgen de los Dolores,
que comenzaría a vestir saya y manto negro, circunstancia originada por un
encargo, que a finales del s. XVI realizó la reina Isabel de Valois, tercera
esposa de Felipe II. El encargo consistiría en la reproducción en escultura de
una Virgen de la Soledad o de las Angustias de un cuadro que trajo de Francia.
Esta imagen se vistió con el traje de la condesa de Ureña, viuda en esos
momentos, por lo que desde entonces, las Vírgenes de las Angustias, Dolores y
de la Soledad, suelen vestir de negro sustituyendo al traje hebreo. Sin
embargo, a partir de finales del s. XIX, se introdujeron otros colores como el
verde, morado, granate, el azul y el blanco para su indumentaria.
Otra variedad de la Virgen dolorosa es la Verónica. Al
principio, la palabra indicaba una efigie, un rostro de Jesús viviente y
glorioso, más tarde sangriento y coronado de espinas, reproducción del supuesto
sudario de la Verónica. Pronto a la verónica del Señor se unió la verónica de
la Virgen, reproducción de la vera efigie de María pintada por San Lucas. La
verónica de Jesús tenía ya un carácter doloroso cuando surgieron las verónicas
de María, y así se explica que éstas tuvieran siempre el mismo carácter
aflictivo. El detalle que más lo revela es la toca con que siempre aparece
retratada la Virgen. Por lo regular ambas verónicas iban separadas, y así se
prestaban mejor para ser colocadas sobre los altares, tal como era costumbre,
entre las velas, relicarios y floreros. También eran llevadas en las
procesiones.
3. Virgen de las Angustias: Representa el momento del
descendimiento de la cruz para ser colocado el cuerpo del Hijo en el regazo de
la madre. La devoción y la iconografía de la Virgen de las siete espadas nacieron
en Flandes a fines del siglo XV. Fue Juan de Coudenberghe quien organizó la
primera cofradía de la Virgen de los Siete Dolores; y Margarita de Austria,
gobernante de los Países Bajos, quien fundó también en Brujas, el primer
convento consagrado a Nuestra Señora de los Siete Dolores, y quien ofreció a la
iglesia de Brou-en-Bresse un cuadro votivo que la menciona. Finalmente, es en
un grabado dedicado a Carlos V, y publicado en Amberes en 1509, donde se ven
por primera vez las siete espadas dispuestas en abanico. Este tema correspondía
muy bien a las tendencias generales del arte patético de finales de la Edad
Media. De Flandes marítimo, que fue su cuna, pasó a Francia y a la Alemania
renana. Pero no se mantuvo inmutable: experimentó una evolución en las que se
pueden detallar las sucesivas etapas. Suele aparecer sentada al pie de la cruz,
con las manos juntas o cruzadas sobre el pecho, con ambos brazos abiertos y
como exclamando: "Oh vosotros, que camináis, atended y ved si hay dolor
semejante al mío." La imagen suele tener en su corazón siete espadas,
representando los dolores que ha fijado la tradición. En España se le llama en
algunos sitios la Quinta Angustia. El número simbólico de siete espadas es el
que ha predominado sobre todo a partir del s. XV. La devoción a los Siete
Dolores aparece en 1423, cuando el sínodo de Colonia agregó a las fiestas de la
Virgen "la fiesta de las angustias de Nuestra Señora". Al principio
se veneraban sólo cinco dolores de la Virgen, pero a partir de ese momento la
devoción quedó fijada en Siete Dolores, que se oponen simétricamente a los
Siete Gozos de la Virgen y se corresponden con las Siete Caídas de Cristo en el
camino del Calvario. Otros investigadores, como J. Baltrusaitis, han reconocido
en el tema de la Virgen de los siete Dolores la transposición o adaptación de
un tema planetario. Los círculos astrológicos de los siete planetas habrían
comenzado por engendrar el tema de los siete dones del Espíritu Santo
irradiando alrededor del pecho de Cristo. De allí se habría pasado con toda
naturalidad a la representación de los Siete Dolores de la Virgen. Para ello
bastaba transformar los rayos de la Sabiduría Divina en haz de espadas, y
reemplazar en el interior de los tondos las palomas del Espíritu Santo por los
Dolores de Nuestra Señora. Los Siete Dolores de la Virgen en principio están
representados simbólicamente por siete espadas. Luego, cada espada tuvo un pomo
ornamentado con un tondo que representa uno de los Dolores. La agrupación de
las espadas comporta numerosas variantes. En la mayoría de los casos las siete
espadas reunidas en haz atraviesan el corazón de la Virgen. Pueden estar
dispuestas en círculo o agrupadas lateralmente, tres en un lado y cuatro en
otro. Pero al final las espadas desaparecieron y la Virgen apareció rodeada
sólo por una aureola de siete tondos.
4.- Virgen de la Piedad: Se representa a María sentada en el
suelo o sobre una piedra, al pie de la cruz y con el Hijo muerto en su regazo.
Esto distingue este tema del de la Lamentación al pie de la cruz, que tiene
numerosos personajes. En algunos casos pueden aparecer figuras de donantes,
pero sin intervención de otros personajes que aparecen usualmente en las
escenas al pie de la cruz. El origen del tema, que parece derivar del tipo
tradicional de la Virgen sentada, por simple sustitución del Niño Jesús por el
Crucificado, se encuentra en los conventos de monjas del valle del Rin hacia
1320. El tema se difundió más tarde en Francia gracias a las numerosas
cofradías de Nuestra Señora de la Piedad que encargaron grupos para la
decoración de sus capillas. Aunque este tema sea designado frecuentemente con
el término italiano de Pietá, en lugar de las viejas expresiones alemanas y
francesas, el tema no llegó a Italia sino muy tardíamente, y nunca gozó allí de
la misma popularidad que en Francia y Alemania. El tema ha evolucionado a lo
largo de los siglos. De un Cristo adulto se pasó a un Cristo representado con
la estatura de un niño, como la propia Virgen en brazos de Santa Ana. Esta
desproporción no se debe a la torpeza de los artistas, sino a una concepción de
los místicos franciscanos. Según San Bernardino de Siena, la Virgen, extraviada
por el dolor, sueña que tiene a su Hijo sobre las rodillas, y que lo acuna
envuelto en la mortaja como antes en los pañales. En el siglo XV se volvió a la
representación de Cristo adulto, pero si se mantienen las proporciones muchas
veces resulta forzada la imagen de la Virgen que sostiene sobre sus rodillas un
cuerpo más grande incluso que el de ella misma. En el Renacimiento impuso el
que el cuerpo de Jesús estuviera sólo apoyado contra las rodillas de María.
Esta preceptiva que reemplaza al esquema gótico no es una innovación
introducida después del concilio de Trento por la iconografía revisada y
corregida por la Contrarreforma, ya que pueden citarse ejemplos desde el siglo
XV. Esta fórmula fue adoptada por el arte barroco italiano, desde donde pasó a
España y los Países Bajos.
5.- Virgen de la Soledad: Esta advocación tiene su origen en
la capilla frente al Calvario en que, según una tradición, María se quedó
viviendo hasta que Jesús resucitó; contemplando los clavos y la corona de
espinas... en triste soledad. Las características de esta imagen son ropas
negras y llanto silencioso y las manos atenazadas por el sufrimiento, no
necesita espada para declarar el dolor. La Virgen aparece sola al pie de la
cruz. La Virgen Afligida tiene una iconografía semejante, pero en este caso
representa el momento la traslación al Sepulcro del cuerpo de Cristo. El tema
tiene una ascendencia muy remota, y su gran tradición se sitúa topográficamente
en la "Estación de María", es decir, en una capilla dedicada a la
Virgen, frente al Calvario, donde según la leyenda la Virgen residió desde el
momento en que fue consumada la Pasión hasta la Resurrección. La capilla de
Santa María en el Calvario era propiedad de los etíopes desde el siglo XIV.
Este monumento debió producir honda impresión en el ánimo de los devotos
peregrinos que visitaban los Santos Lugares. Fueron ellos quienes transmitieron
a Occidente el piadoso recuerdo de la desolación de María.
Los Orígenes Iconográficos del Dragón Medieval
De entre los animales del bestiario, sin duda es el dragón
el que presenta más problemas para el estudioso de zoología fantástica: su
oscuro origen -casi por generación espontánea-, su compleja taxonomía, su
evolución desordenada, con acentuado polimorfismo en subespecies y razas, y su
asombrosa expansión por tierras y mares, convierten este ser, así como su
estudio, en algo profundamente seductor a la par que inquietante.
El comienzo de la existencia del dragón se centra en su
nombre: drákon en griego, draco en latín, de donde derivarán, con escasas
variantes, todas las denominaciones comunes en las lenguas europeas (dragón,
dragon, Drache, dragio, dragone, drac, etc.). Resulta asombroso que, bajo
palabra tan inmutable, fluya y palpite una realidad visual tan variante y
sujeta a metamorfosis. Si a un griego, a un romano o a una persona culta de la
Antigüedad Tardía -e incluso del siglo VIII- se le preguntase qué aspecto tiene
un dragón, su respuesta sería clara y unívoca: un dragón es un tipo de
serpiente. Habría quien dijese que la palabra «dragón» ha de aplicarse a las
serpientes que aparecen en un contexto religioso; o, por el contrario, quien
nos hablase de dos tipos de dragones -uno terrestre y otro marino-, que se
distiguen de las demás culebras por su enorme tamaño; pero eso es todo. Quizá,
si aún se insistiese más, inquiriendo sobre ciertas deformidades del dragón, y
repasando el arte antiguo para ver si, anatómicamente, el dragón es algo más
que una serpiente común gigantesca, podría descubrirse que, según ciertos
artistas, hay serpientes -o dragones que se adornan con aditamentos tales como
orejas, cuernos, cresta, barba, varias cabezas, y hasta, en casos aislados, con
magníficas alas de ave (recuérdense las serpientes que llevan el carro de Medea
en ciertos sarcófagos), o con la extraña melena que colocó Apolonio de Tiana a
su serpiente adivina Glicón. Sin embargo, ahí se detiene la fantasía de los
antiguos: por lo común, sólo uno o dos de estos elementos antinaturales adornan
el cráneo o las espiras de la sierpe, y, aunque también es posible ver cómo sus
facciones se transforman en una cabeza de cuadrúpedo o de pájaro, lo que nunca
aparece, desde luego, es el menor esbozo de patas, ni, por tanto, un engrosamiento
del cuerpo para poderlas engarzar en él mediante hombros o caderas.
En este contexto, no cabe duda de que corresponde
morfológicamente a un ofidio la descripción que hace San Isidoro en sus
Etimologías: «El dragón es la mayor de todas las serpientes, e incluso de todos
los animales que habitan en la tierra ... Con frecuencia, saliendo de sus
cavernas, se remonta por los aires y por su causa se producen ciclones. Está
dotado de cresta, tiene la boca pequeña, y unos estrechos conductos por los que
respira y saca la lengua. Pero su fuerza no radica en los dientes, sino en la
cola, y produce más daño cuando la emplea a modo de látigo que cuando se sirve
de su boca para morder. Es inofensivo en cuanto al veneno, puesto que no tiene
necesidad de él para provocar la muerte: mata siempre asfixiando a su víctima.
Ni siquiera el elefante, a pesar de su magnitud, está a salvo del dragón: éste
se esconde al acecho cerca de los caminos por los que suelen transitar los
elefantes, y se enrosca a sus patas para hacerlos perecer por asfixia. Se crían
en Etiopía y en la India, viviendo en el calor en medio del incendio que
provocan en las montañas (XII, 4, 4-5)». Las líneas que acabamos de transcribir
en la traducción de J. Oroz y M.A. Marcos3 constituyen un buen resumen de lo
que habían dicho sobre los dragones los naturalistas antiguos, y servirán de
fuente básica para los posteriores bestiarios en latín o en lenguas romances.
Pero también tienen interés otros datos que, en párrafos diversos y como de
paso, nos proporcionan las propias Etimologías: así, nos enteramos de que
existe un «dragón marino”-de escaso éxito en la literatura posterior- y de que
hay dragones terrestres en Mauritania Tingitana, en Ethiopia y en la India,
aparte del que vigilaba las manzanas de oro en las Islas de las Hespérides. Su
afición por guardar, e incluso por contener tesoros, queda manifiesta en la
leyenda de una piedra preciosa, la dracontites: esta gema, según San Isidoro,
«se extrae del cerebro del dragón. Ahora bien, la gema no llega a formarse a no
ser que se le corte la cabeza cuando todavía está vivo; por eso los magos
decapitan a los dragones cuando éstos están dormidos. Hay hombres audaces que
exploran las guaridas de los dragones, en las que esparcen hierbas drogadas
para provocar el sueño del dragón, y así, cuando está dormido, le cortan la
cabeza y extraen de ella las gemas. Son de un brillo transparente. Sobre todo
los reyes de Oriente se ufanan de que disfrutan de ellas (XVI, 14, 7)».
Fácil es de comprender que un ser de tales características
apareciese cargado, y aun sobrecargado de sugerencias: es enorme, está
íntimamente unido a la tempestad y al incendio, habita cavernas de países
exóticos y guarda tesoros, concentrando además la carga maléfica de su poder
letal. Pero, por si fuese poco, de un campo ajeno al de los naturalistas le
vienen otras connotaciones aún más negativas: la Biblia lo presentaba como
símbolo del mal y del demonio, y los Santos Padres insistían constantemente en
la misma idea. Para las mentes paleocristianas era imposible dejar de fundir
las visiones zoológica y doctrinal: para el fiel, el dragón concentra toda la
brutalidad de los elementos naturales desencadenados (tierra, aire, fuego,
acaso agua), y se presenta como el obstáculo para hallar el bien; constituye
por tanto un símbolo vivo de la fuerza animal de la materia con la que debe
enfrentarse el espíritu para hallar el tesoro del Bien y de la Salvación. Fruto
de esta mentalidad, las distintas versiones del Fisiólogo, ese bestiario
primitivo compuesto a partir del siglo II d.C., se ocupan del dragón tan sólo
en cuanto enemigo perverso de distintos animales considerados positivos. En
diversos pasajes, asistimos a sus derrotas contra el ichneumon, que le vence
ocultándose en el barro; o a su odio y miedo frente a la pantera, cuyo rugido y
cuyo perfume le aterran; o a sus asechanzas para matar a las palomas de cierto
árbol de la India, cuya sombra le atemoriza; o a su odio por el elefante, que
obliga a la hembra del proboscidio a parir dentro del agua para evitar sus
ataques6. Es un ser tan perverso, en una palabra, que debe considerársele el
enemigo perfecto a batir por los hombres valientes y virtuosos.
Un paso de importancia en este sentido, a la vez que una
recuperación de enfrentamientos míticos antiguos, es el que presenciamos, por
ejemplo, en el poema de Beowulf, del siglo VIII. Así como Apolo o Jasón se
enfrentaron a terribles serpientes, Beowulf acomete al dragón que, sobre un
alto túmulo, defiende un tesoro. Por muchos conceptos, el animal se parece al
descrito por San Isidoro -es «el nocturno enemigo, el reptil fogueante que
hurga las tumbas, el torvo dragón que en las noches revuela entre llamas
horribles»-, pero se refuerza con armas nuevas -vomita «cálidas llamas y
pútrido aliento», es capaz de morder y de inocular veneno-, y, sobre todo, ve
recalcado su sentido moral: es perverso, y causa males sin cuento a las gentes
que habitan en su entorno y al monarca que las rige. Nada en el poema
anglosajón permite suponer que su autor hubiese dejado de concebir el dragón
como una gran serpiente, pero es probable que su bestia, infinitamente mejor
dotada para la lucha que la serpiente Pitón y sus congéneres, sugiriese en
muchos oyentes una mayor complejidad anatómica, un escalón más en la evolución
de la especie. Al fin y al cabo, nadie había visto el dragón-serpiente
recordado por la tradición, y su iconografía, por lo demás, debía de resultar
escasa en una época muy pobre en imágenes accesibles. Por otra parte, aunque la
Biblia y sus comentaristas insistían también en la equivalencia
«serpiente-dragón», a la vez sugerían el carácter monstruoso del animal al
describirse en el Apocalipsis, por ejemplo, «un gran dragón rosado que tenía
siete cabezas y diez cuernos y siete coronas en cada una de sus cabezas (12, 3
) ~ . Además, hubo de contar una razón de gran peso psicológico: en sus
combates, el dragón se presenta como un animal fuerte y poderoso; por tanto,
hay tendencia a imaginarlo de cierta altura, y no oculto entre la maleza como
la cautelosa serpiente. Si a eso se añaden sus revoloteos aéreos, que sugieren,
como es lógico, su carácter alado, parece abrirse sin dificultad el paso para
una revolución iconográfica de nuestro animal.
Sin embargo, esta revolución surgió, según parece deducirse
de los datos que conocemos, por un cauce muy peculiar. La nueva iconografía del
dragón nació, en efecto, en un campo artístico ajeno a las ilustraciones de la
Biblia, del bestiario o de los cantares de gesta, ajeno incluso a toda temática
narrativa: será en los entrelazos figurados que decoran varios manuscritos u
otros objetos del siglo VIII donde, por primera vez, haga su aparición el nuevo
monstruo. Por curioso que resulte, parece que la vía hacia la formación del
dragón medieval se esboza simultáneamente en dos regiones bien diversas: el sur
de Francia e Italia, por un lado, y las Islas Británicas, por el otro. En la
primera de estas zonas, podemos mencionar un manuscrito italiano con las obras
de Euquerio de Lyon, fechado en torno al 750, que muestra en algunas iniciales
curiosos seres dragoniformes aún no totalmente formados; también cabe recordar,
en el Museo Lapidario de Narbona, una placa ornamental de fecha incierta, en la
que parece mover su triste corpachón un gran monstruo bípedo, de cola en
espiral y pesado morro, con una especie de cresta (o de ala esquemática) sobre
la espalda". Ahora bien, ¿podemos asegurar que se trata de un dragón?
Más segura es la vía creativa que recorren Irlanda e
Inglaterra. Allí, en el hormigueo de trazos sinuosos que se anudaban desde
siglos antes siguiendo viejas tradiciones nórdicas, se multiplican
estilizaciones filiformes de cuadrúpedos y de aves; y allí, en un momento
concreto a fines del siglo VIII, algún miniaturista ensaya, junto a otras
ideas, la de colocar en un extremo de un trazo una cabeza de cuadrúpedo, y, a
lo largo de la línea, un par de alas o de patas: estamos ante lo que vamos a
llamar propiamente un «dragoniforme», un embrión gráfico de nuestro monstruo.
Para explicar con ejemplos concretos esta evolución teórica, podríamos tomar
como punto de partida los entrelazos figurados del conocido Libro de Kells,
que, aunque miniado hacia el 800, puede ser considerado como la síntesis de
toda una tradición figurativa anterior. En varias miniaturas de esta obra
irlandesa -tomemos por ejemplo la que representa a Jesús con el libro- se
multiplican en los márgenes trazos en espiral rematados con cabezas y provistos
de patas; si se analizan muy bien, revelan su carácter de simples aves con pico
y alas o de mamíferos cuadrúpedos estilizados, pero la impresión que dan a
primera vista les hace parecer reptiles.
El paso de esta impresión a la realidad concreta del
«dragoniforme», reptil bípedo, podemos ejemplificar en una cubierta de libro
realizada en plata y atribuible también a un taller irlandés de fines del siglo
VIII. Aquí, en los entrelazos que encuadran la gran cruz central, se retuercen
y anudan todo tipo de lagartos con dos patas y con cabezas de los animales más
variados (cánido, cabra, saurio, etc.). Para ver superada esta indefinición de
la cabeza, y para, a la vez, contemplar la aparición de unas alas en los
costados del animal, no hemos de alejamos de esta época y ambiente, pues nos
basta abrir el manuscrito Barberini Lat. 570 de la Biblioteca Apostólica
Vaticana o el Evangeliario de Cutbercht: en la tabla de cánones y en la
miniatura de San Mateo del primero, así como en varios frisos del segundo,
aparecen ya dragones perfectamente conformados, aunque puramente decorativos:
su cabeza de cánido, con o sin cresta, remata un largo y flexible cuello; el
cuerpo se ensancha en la base de este cuello para permitir la articulación de
unas alas de ave y de unas patas que, más o menos largas, pueden calificarse
también como propias de un cánido o de un felino; y el cuerpo concluye
afinándose en una larga cola que, al parecer, lleva en su punta un adorno.
Caben variantes -hay dragones sin alas, y las cabezas son tan diversas como las
de perros de distintas razas-, pero la coherencia del animal, dentro de su
carácter fantástico, resulta manifiesta (...)
viernes, 9 de agosto de 2013
La Fuente de la Eterna Juventud
Durante milenios, el sueño de hechiceros, magos y
alquimistas ha sido el de encontrar el elixir de la eterna juventud. Y leyendas
llegadas de los rincones de la tierra hablan de ríos, fuentes, árboles, frutos
y pócimas con poderes para rejuvenecer a los hombres.
En Babilonia ya se consideraba el agua como símbolo de la
vida, por su poder curativo y fertilizante. Se decía que la fuente y manantial
de toda el agua se encontraba en el Golfo Pérsico y en remotos tiempos fue
personificado como Ea "la casa del agua", dios de las aguas dulces,
que surtía las corrientes, canales y ríos.
En el epílogo del Código de Hammurabi se invoca al dios Adad
para que prive a los enemigos de la lluvia del cielo y de las aguas de las
fuentes.
Los asirios rendían culto a Ishtar, diosa del amor,
purificadora de las aguas y patrona de los manantiales "que traen la
vida".
En Egipto se divinizaba al Nilo en el dios Hapi, abastecedor
de fuentes y manantiales, y era representado sosteniendo dos plantas: el
"papyrus" y el "lotus", o bien dos vasos de los que manaban
sendos ríos. Posteriormente y hasta el fin de las dinastías faraónicas, se
consideró a Isis como el espíritu de las aguas, diosa de los ríos y de las
fuentes que los alimentan o de las que nacen. Se la consideraba la madre
bienhechora, esposa fiel y procreadora de Horus, el dador de vida y alimento a
los difuntos, la esposa del dios de las inundaciones que con su légamo
fertilizaba las tierras y la creadora del caudal del río Nilo.
En la India, aparte de los dioses acuáticos de los Vedas,
están las Apsaras, ninfas que habitan las aguas, fuentes, lagos y ríos,
especialmente el Ganges. Se les atribuía la misión de conducir las almas de los
guerreros muertos en los campos de batalla a la mansión del Sol.
Los griegos, desde los albores de su cultura, consideraron
que el agua que manaba de las fuentes, corredora y murmuradora, poseía un
espíritu personal inmanente, "daimon" o "numen", al que
dieron una forma concreta definida, relacionándolo con divinidades superiores
como Hermes, Apolo, Artemisa y Dionisios.
En el Templo de Apolo, en Delfos, desde la roca Nimpea,
manaba la Fuente Castalia, hasta hoy recordada por la literatura.
Junto a fuentes o manantiales se ha ubicado a la Acacia, que
recuerda a Hiram, el constructor del Templo de Salomón, y símbolo de la
masonería hasta nuestros días; al loto, de la religión egipcia; el mirto, de
los ritos iniciáticos de Eleusis, en Grecia; y, al muérdago, planta sagrada de
los sacerdotes druidas.
Entre los romanos, "Fons" (Fontus o Fontanus) era
una personificación de la divinidad de las fuentes y manantiales. Hasta hoy
día, Roma es conocida como la ciudad de las Fuentes. En los tiempos antiguos ya
existía la Fuente Lupercal en la colina del Palatino. Al pie del Aventino
estaba la Fuente de Picus. Otra al pie del monte Caelius. En el centro de la
ciudad, las fuentes "Lautolae", la fuente de Mercurio y la fuente de
Catus (Fons Cati).
Los romanos atribuían a las fuentes una virtud profética.
Así puede recordarse al rey Latinus acudir a la Fuente Albunea a consultar el
oráculo de Fauno.
Con la invasión de los bárbaros y las expediciones de las
legiones romanas, llegó también el culto que a las fuentes y manantiales
rendían los celtas y los francos.
Al ocaso del Imperio Romano, llega el Cristianismo con el
bautismo de Cristo por San Juan con el agua del río y con las "Fuentes
Bautismales" para sus seguidores.
Así pues, desde la mitología griega que contaba que los
dioses bebían un elixir para ser inmortales, que la maga Medea mediante
hechizos rejuvenecía a Esón, Padre de Jasón, el jefe de los Argonautas, pasando
por el mito de Peter Pan hasta llegar al "Retrato de Dorian Grey" y
las películas de ciencia-ficción con extraterrestres que conocen el don del
rejuvenecimiento, la humanidad conoce estas leyendas.
Podría hablarse de que nos encontramos ante un mito atávico
intrínseco a todas las culturas humanas. Por tal motivo no debe extrañar que
los españoles que llegaron al Nuevo Mundo confundieran el verde exuberante de
los trópicos con el jardín del Edén y confundidos sus propios mitos con las
historias que les contaban los indios, emprendieran la búsqueda de míticas
fuentes de la eterna juventud o de ríos que arrastraban oro y hasta de un árbol
de la vida.
América fue una tierra fértil para fundir los mitos de los
europeos con los autóctonos de las tierras recién descubiertas.
Los europeos, por ejemplo, llegaban cargados de historias
como las que narró Juan de Bourgogne, bajo el nombre de Juan de Mandeville que
circulaba en el viejo continente desde 1356 en que describió imaginarios viajes
a extraños países en que conoció gigantes, enanos, y sobre todo, la fuente de
la eterna juventud. Textualmente había escrito: "Junto a una selva estaba
la ciudad de Polombé, y junto a esta ciudad, una montaña de la que tomaba su
nombre la ciudad. Al pie de la montaña hay una gran fuente, noble y hermosa; el
sabor del agua es dulce y olorosa, como si la formaran diversas maneras de
especiería. El agua cambia con las horas del día; es otro su sabor y otro su
olor. El que bebe de esa agua en cantidad suficiente, sana de sus enfermedades,
ya no se enferma y es siempre joven. Yo, Juan de Mandeville, vi esa fuente y
bebí tres veces de esa agua con mis compañeros, y desde que bebí me siento
bien, y supongo que así estaré hasta que Dios disponga llevarme de esta vida
mortal. Algunos llaman a esta fuente "Fons Juventutis", pues los que
beben de ellas son siempre jóvenes".
Sin embargo, Juan de Mandeville murió en Lieja en 1372, pero
se le rindieron múltiples homenajes a sus pretendidos e imaginarios viajes.
La Fuente de la Vida, de la Juventud o de la Inmortalidad
está muy entremezclada en su mítico origen con el Río de la Inmortalidad, el
Árbol de la Vida, etc...
El Río de la Inmortalidad
En verdad, este mito tiene un origen distinto al de la
Fuente de Vida. Su origen es semítico. El Río o manantial de vida perpetua, en
el relato legendario tenía como misión conservar la vida en forma permanente, o
sea, otorgar la inmortalidad.
La mitología sobre el río de la vida semítico parte, seguramente,
del río descrito en el Génesis y se prolonga en otros ríos y en otras culturas.
Así encontraremos el Jordán, el río del bautismo, que da la
vida eterna en un sentido espiritual; el río Nilo, que da la vida material; el
río Ganges, en la India, que limpia y purifica. El río de Gautama-Buda y de
Sidharta.
Se estima que al llegar Colón al Golfo de Paria y contemplar
el gran río Orinoco y escuchar las leyendas de los indios, creyó que había
encontrado el paraíso terrenal y el río que bañaba el jardín edénico: "Y
así afirma y sostiene (Cristóbal Colón) que en la cima de aquellos tres montes
que hemos dicho que vio desde lejos el marino vigía desde la atalaya, está el
paraíso terrenal, y que aquel ímpetu de aguas dulces que se esfuerza en salir
desde la ensenada y garganta sobredichas al encuentro del flujo del mar que
viene, es de aguas que se precipitan de aquellos montes" (Cita de Pedro
Mártir de Anglería).
Así como la desembocadura del Orinoco hizo pensar a Colón
que se encontraba frente al Paraíso Terrenal, las leyendas y consejos de los
indios contribuyeron a confundir más aún a los descubridores de América y a
perseguir míticos ríos de la Inmortalidad y a encontrar la Fuente de la Eterna
Juventud, como se verá más adelante.
El Mito de la Fuente de Vida
Así como el mito del Río de la Inmortalidad tiene un origen
semítico, la Fuente de Vida tiene un indudable origen en la India. Su misión, a
diferencia del Río de la Inmortalidad, no era hacer inmortal al hombre, sino
renovar su vigor, rejuvenecerlo. Sin embargo, ambos mitos, al extenderse por el
mundo, se confundieron y se complementaron.
La Fuente de Vida aparece en la India en la primitiva
tradición brahmánica y ha perdurado hasta hoy. Muchas de la Fuentes de Vida
tienen, sin embargo, este nombre sólo en boca de los europeos, mientras que
muchas de ellas son conocidas por los nativos sencillamente como aguas
medicinales o curativas, como se vio en la Conquista de América. Fue la
tradición traída por los europeos la que les dio el cariz que ellos querían
inconscientemente que tuviesen.
La existencia de estas aguas curativas, se piensa, pudo
haber sido el origen de la leyenda tanto en la India como en la Florida.
El poder del rejuvenecimiento, ya fuese en virtud de una
fuerza sobrenatural, ya por efecto de la composición por drogas, sortilegios,
etc., se creyó que era posible mucho antes de introducir en la leyenda de la
Fuente este elemento de rejuvenecimiento. Siempre se tuvo el agua por recurso
medicinal, y los hombres eran rejuvenecidos por la voluntad de los dioses; pero
ambas ideas no se amalgamaron hasta más tarde.
En el pensamiento íntimo de griegos y romanos, no había
fuente de juventud y de vida al alcance del hombre en este mundo, sino que el
manantial de remozamiento sólo se hallaba en la vida futura o mundo espiritual.
Al igual que el agua de inmortalidad de los semitas sólo se había hallado en el
Paraíso, no en cualquier parte de la tierra y al alcance de cualquiera...
La leyenda de la fuente de vida no se conoció en Francia y
Alemania hasta que se introdujo en dichos países procedente de Oriente, por lo
que se estima que no hay razón para creer que se trate de un mito indoeuropeo.
En la leyenda francesa se la conoce como "La Fontaine de Jovent", y
en la alemana como "Jungbrunnen". En cuanto a las versiones populares
en que se mezcla con la leyenda semítica del agua de inmortalidad, hay que
considerarlas como de origen oriental.
La leyenda de Alejandro Magno viajando a la India en busca
del agua de inmortalidad, contribuyó en gran medida a la amalgama de la leyenda
semita con la india. A esto contribuyó no poco la historia contada por Juan de
Mandeville que ubicó el Manantial de Inmortalidad en la India. Otros
escritores, por su parte, la ubicaron vagamente en algún lugar del Oriente.
En resumen, podría asegurarse que la leyenda de la fuente
rejuvenecedora tuvo su origen en la India. Que ésta, en el simbolismo europeo
se combinó con el "agua de vida", de origen semítico, y con el
"manantial inmortal" de origen clásico, el que confiere vida eterna a
los que han atravesado la frontera de la que ya no se regresa. Y que en América
no hubo Fuente de Vida y sí sólo manantial medicinal, hasta que la leyenda
traída por los europeos contó con las creencias de los nativos para formar un
sincretismo del que nació la Fuente de la Eterna Juventud, que con tanto ahínco
trataron de encontrar, sin saber que sólo perseguían una atávica ilusión: Más
aún si se piensa que el mito original ubicaba a la Fuente de Vida en la India,
y los descubridores del Nuevo Continente pensaban y creían sinceramente estar
en las Indias...
Tras la Fuente de la Eterna Juventud
Enrique de Gandía es quien mejor nos ubica en el origen
mismo de esta saga: "Al arribar los españoles al Nuevo Mundo hallaron que
los indios profesaban cierta veneración a unos árboles de extrañas virtudes
curativas, llamados "de la vida", "de la inmortalidad",
"xagua", "palo santo", o "guayacán".
Estos árboles tenían la propiedad de transmitir sus
maravillosas cualidades a los ríos y fuentes que se deslizaban junto a ellos.
De allí nació la fama, divulgada por los indios, de un río lejano cuyas aguas
rejuvenecían a los que se bañaban en ellas.
En busca de ese río – sobre cuya existencia ellos no se
engañaban – partieron muchos indios de la isla de Cuba antes de que llegasen
los españoles en un periplo que los llevó a través de las Bahamas o Lucayas
hasta la Florida.
Ponce de León que oyó esta historia de un río rejuvenecedor,
se interesó en encontrarlo – él ya era viejo – pues soñaba con la clásica
"Fons Juventutis" de las narraciones escuchadas en la vieja Europa.
"Desde entonces, agrega Gandía, los eruditos,
olvidándose de los ríos que se deslizaban por entre bosquecillos de xaguas,
palo santo y árboles de la inmortalidad, hablaron siempre de una fuente
imaginaria, tan maravillosa y fantástica como la que había descrito el farsante
caballero inglés Juan de Mandeville".
Fueron los cronistas Fernández de Oviedo y López de Gomara
los que se refirieron a "la fuente que tornaba mozos a los viejos",
cuya fama se extendió después del descubrimiento de las islas Bimini. Dicen
textualmente las crónicas: "Juan Ponce de León acordó armar y fue con dos
carabelas por la banda del norte y descubrió las islas de Bimini que están en
la parte septentrional de la isla Fernandina. Y entonces se divulgó aquella
fábula de la fuente que hacía rejuvenecer y tornar mancebos los hombres viejos.
Esto fue el año de mil quinientos doce. Y fue esto tan divulgado y certificado
por indios de aquellas partes, que anduvieron el capitán Juan Ponce de León y
su gente y carabelas perdidos y con mucho trabajo por más de seis meses por
entre aquellas islas a buscar esta fuente...".
Un año más tarde, el 27 de marzo de 1513, finalmente, Juan
Ponce de León descubrió la Florida.
Por su parte, el cronista Herrera, que conoció los
documentos originales de la expedición efectuada por Juan Ponce de León, recoge
en su relato lo histórico y lo fantástico, representado uno por el río que
rejuvenece y el otro por la fuente de la eterna juventud. Su crónica nos
informa: "Es cosa cierta, que además del principal propósito de Juan Ponce
de León, para la navegación que hizo (...) que fue descubrir nuevas Tierras
(...) fue a buscar la Fuente de Bimini, y en la Florida un río, dando en esto
crédito a los Indios de Cuba, teniendo por cierto que había este no, pasaron, no
muchos años antes que los Castellanos descubriesen esa Isla, a las Tierras de
la Florida, en busca de él, y allí se quedaron y poblaron un Pueblo, y hasta
hoy dura aquella generación de los de Cuba. Esta fama de la causa que movió a
éstos para entrar en la Florida, movió también a todos los reyes y Caciques de
aquellas comarcas, para tomar muy a pechos, el saber qué río podría ser aquel,
que tan buena obra hacía, de tornar los viejos en mozos; y no quedó Río, ni
Arroyo en toda la Florida hasta las Lagunas y Pantanos, adonde no se bañasen; y
hasta hoy porfían algunos en buscar este misterio; el cual, vanamente algunos
piensan, que es el Río que ahora llaman Jordán, en la punta de Santa Elena, sin
considerar que fueron Castellanos los que dieron el nombre el Año de veinte,
cuando se descubrió la Tierra de Chicora..."
Es curioso observar cómo algunos cronistas captaban la
ingenuidad que padecían algunos buscadores incansables de míticas fuentes que
proporcionaran la eterna juventud.
La mezcla confusa de río o fuente rejuvenecedora, queda aún
más clara en la relación que hace Washington Irving respecto de los viajes de
Juan Ponce de León. En su obra "Viajes y Descubrimientos de los compañeros
de Colón", dice: "Aseguráronle que muy lejos hacia el Norte, había un
país abundantísimo en oro y en toda clase de delicias; pero lo más sorprendente
que poseía era un río con la singular virtud de rejuvenecer a todo el que se
bañaba en sus aguas...". La Fuente de Bimini, "que poseía las mismas
maravillosas y apreciables cualidades" del río, se hallaba en cierta isla
del archipiélago de las Bahamas o Lucayas.
Se dice que Juan Pérez de Ortubia, comisionado por Juan
Ponce de León para buscar la isla de Bimini, al volver a Puerto Rico para dar
cuenta que la había encontrado al seguir las indicaciones de una anciana que
vivía solitariamente en una islita de las Bahamas, "dijo que era grande,
fértil y cubierta de magníficos arbolados; que tenía hermosas y cristalinas
fuentes y abundantes arroyos que la mantenían en perpetua verdura; pero que no
había agua ninguna con la virtud de transformar los entorpecidos miembros de un
anciano en los vigorosos de un joven".
El Árbol de la Vida
Tal como Colón contempló en la desembocadura del Orinoco la
Palmera Moriche, a quien los indígenas daban el nombre de árbol de vida, otros
españoles escucharon versiones similares. El nombre "moriche" es de
origen tupí, corrupción de "muriti", palabra compuesta de
"mbur", alimento, e "iti", árbol alto, o sea: árbol de
alimento o de la vida.
Además de la palmera moriche, encontraron el "árbol de
la inmortalidad", el "palo santo", llamado guayacán por los
nativos, y el árbol de Xagua, que comunicaba propiedades curativas a los ríos
que lamían sus raíces.
Estos árboles de "vida" se multiplicaban en tierra
firme y ya no era sólo la Palma Moriche en que Colón creyó reconocer el árbol
del paraíso.
El hecho de que estos árboles comunicasen sus propiedades a
los ríos a cuyas orillas crecían hizo, por tanto, que existieran no uno, sino
muchos ríos cuyas aguas tenían virtudes sobrenaturales, según los nativos y
según la credibilidad de los europeos. Se oía hablar de aguas maravillosas en
la isla Boyuca, en la isla Trinidad y en la Florida.
El padre Bernabé Cobo, en su "Historia del Nuevo
Mundo", habla del "árbol de la inmortalidad": "Este nombre
dan en la Nueva España a un árbol grande que se hacen bordones y vasos al torno
en que beber, por la virtud que comunica al agua, que es ésta. En henchiendo de
agua un vaso de éstos, en menos de una hora se tiñe de azul, la cual agua
bebida aprovecha contra la retención de orina; por lo cual, los que padecen
este mal; suelen beber en vasos de esta madera; y el mismo efecto de teñir el
agua hace una raja de este árbol echada en ella. La madera de este árbol es muy
buena para labrar, de un color morado y linda tez, y así es tenida y contada
entre las más preciosas de esta tierra". El padre Cobo escribió su libro
después de permanecer en tierras americanas por cincuenta y siete años.
Por su parte, Hernández de Oviedo, en su "Sumario de la
Natural Historia de Indias", dice al respecto: "La principal virtud
de este madero es sanar el mal de las buas, y es cosa tan notoria, no me
detengo mucho en ello, salvo que del palo de él toman astillas delgadas, y algunos
las hacen limar, y aquellas limaduras cuécenlas en cierta cantidad de agua, y
según el peso o parte que echan de este leño a cocer; y desque ha desmenguado
el agua en el cocimiento las dos partes o más, quítanla del fuego y repósase, y
bébenla los dolientes ciertos días por las mañanas en ayunas, y guardan mucha
dieta, y entre día han de beber de otra agua cocida con el dicho guayacán y
sanan sin ninguna duda muchos enfermos de aqueste mal".
Respecto de la fruta del Xagua dice: "sacan agua muy
clara, con la cual los indios se lavan las piernas, y a veces toda la persona,
cuando sienten las carnes relajadas o flojas, y también por su placer se pintan
con esta agua; la cual, demás de ser su propia virtud apretar y restringir,
poco a poco se torna tan negro todo lo que dicha agua ha tocado como un muy
fino azabache, o más negro, la cual color no se quita sin que pasen doce o
quince días o más...".
Los propagadores primitivos del mito
Por estudios efectuados con posterioridad a la Conquista de
América, se ha estimado que quienes propagaron el mito del árbol de la vida
fueron las tribus migratorias conocidas como "caribes-tupí-guaraní",
que recorrían desde las márgenes del Río de la Plata por el sur hasta la
Florida por el norte.
A estos Caribes se han referido numerosos cronistas e
historiadores, según el investigador Enrique de Gandía: "El Padre Gumilla,
en el "Orinoco Ilustrado" decía: La nación sobresaliente y dominante
en Oriente es la nación Caribe, que se extiende por la costa oriental hasta la
Cayayana (Guyana), y aún hoy vive mucha gente de ellos en la Trinidad de
Barlovento y en las tres islas de Colorados que están junto a la Martinica...
La existencia de los Caribes o Guaranís en las Antillas y Sur de la Florida ha
sido igualmente atestiguada por Hervás Varnhagen, en su "Historia General
del Brasil", escribe que los Caribes o Guaranís extendieron sus conquistas
hasta la isla de Cuba y Honduras. Pruébalo en las Antillas el nombre inca dado,
como entre los Caribes, a la "farinha", lo mismo que
"mandioca", algo degenerada, y a la abundancia de "guas"
con que terminan los nombres de las bahías de Cuba y Honduras. No sólo había
nombres geográficos idénticos, sino también de plantas y animales.
"Guazzáguara", el grito de guerra de los indígenas, que los españoles
hicieron sinónimo de ataque o combate, era común a los indios que se extendían
desde el Golfo de México al Río de la Plata".
La ferocidad de los Caribes era tan grande que muchos la han
comparado con las invasiones de los bárbaros en tiempos del Imperio Romano.
Estiman que fueron los enemigos declarados de los imperios precolombinos,
Incas, Mayas, Aztecas, etc., que conocieron de su acometividad y salvajismo.
Pedro Mártir de Anglería los describe así: "...los
nuestros encontraron gente que se dedica a la caza de hombres y si les faltan
enemigos con quien guerrear vuelven contra sí mismos su crueldad, y se
destruyen o se ponen en fuga. De ahí provino plaga grande sobre los miserables habitantes
del continente y las islas".
La Fuente se interna en la Leyenda
Sin tregua ni descanso, los descubridores del Nuevo
Continente, siguieron en pos de los mitos y allegando nuevas tierras a los
reyes de Castilla y de León.
Tal vez muchas veces atravesaron ríos que nacían en
manantiales bordeados de xaguas, palo santo, árboles de la inmortalidad y no
reconocieron en ellos las aguas de la eterna juventud, pues no buscaban la
humilde y curativa agua de los indígenas, sino que corrían tras la ilusión de
una mítica inmortalidad.
Las palmeras moriches, desde su altura, vieron pasar a estos
hombres desde la desembocadura del Orinoco, otras los vieron recorrer Puerto
Rico, Cuba y las Antillas Menores. Las Bahamas o Lucayas conocieron su paso
hacia la isla Bimini y la Península de la Florida los vio recorrer sus pantanos
e internarse en sus ríos hacia la profundidad del subcontinente norteamericano.
La hermosa leyenda de la fuente encantada se fue perdiendo
en medio de los avatares de la Conquista del Nuevo Mundo y sólo nos ha llegado
por medio de los cronistas y por eruditos que en sus estudios e investigaciones
no se cansan de volverla a contar: La ilusión de los hombres por no morir nunca
y ser siempre jóvenes...
La Leyenda del Doctor Velasco
El doctor don Pedro González de Velasco, nació en un pequeño
pueblo muy próximo a Segovia llamado Valseca de Boones (actualmente Valseca),
un 23 de octubre de 1815. Sus padres fueron humildes labradores, como la
mayoría de los habitantes del pueblo. Desde pequeño se vio obligado a ayudar a
su familia, trabajando en una porqueriza. Marchó muy joven a Segovia, donde,
realizando todo tipo de trabajos, consiguió aprender algo de latín y de
filosofía, y sirvió también como soldado. A la muerte de sus padres, decide
trasladarse a Madrid. Tras tres años de estudio intensivo, logra el título de
practicante y cinco años después obtiene el de cirujano. Ya era bachiller por
oposición en la Facultad de Medicina y más tarde, con la nota de sobresaliente
en todos los cursos ganó el titulo de Licenciado.
Conquistó la borla de doctor
poco después. Todo ello mientras realizaba los más duros trabajos. Recibió la
Cátedra de Operaciones de la Facultad de Medicina. Gran trabajador, pronto la
fortuna le sonrió y comenzó a ganar dinero en abundancia que dedicó a ampliar
sus estudios y a viajar, así como a coleccionar piezas de antropología o
etnografía, sin olvidar las antigüedades. Tal llego a ser su colección que
decidió edificar un magnífico palacete, a modo de templo del saber. De esta
manera en 1873, se construyó un edificio proyectado por Francisco de Cubas, en
estilo neoclásico y ubicado en las proximidades del Observatorio y de la
Facultad de Medicina de San Carlos, frente a la recién inaugurada estación del
Ferrocarril de Atocha. El proyecto original presentaba una fachada con un
pórtico de columnas jónicas, que se remataba por un frontón recto. Desde el
pórtico se accedía a dos amplias salas iluminadas por una cubierta a cuatro
aguas de hierro y cristal. Se inauguró el edificio el 23 de abril de 1875 con
la presencia del rey Alfonso XII. Se trataba del "Museo Anatómico",
aunque popularmente se le conocerá como Museo Antropológico. A la muerte de su
propietario, el edificio y su importante colección fueron cedidos al Estado,
que destinó los fondos a las distintas secciones dependientes del Museo de
Ciencias Naturales.
Hasta aquí la historia de un gran hombre, que fue reconocido
y admirado por sus coetáneos por su afán de trabajo y por su amor al
conocimiento. Lo que sigue es una mezcla de verdad y leyenda, que los
madrileños de finales del diecinueve sintieron como propia, hasta tal punto que
escritores famosos y famosillos le dedicaron gran cantidad de páginas.
Dice la leyenda que la única hija del doctor G. Velasco,
Conchita, siendo muy joven enfermó, según unos de tisis, según otros de
tuberculosis, y que los médicos poco pudieron hacer para curarla, muriendo al
poco con la edad de 15 años. Tanta fue la tristeza de su padre y la impotencia
por no haber podido salvar su vida que pide y obtiene un permiso en base a su
prestigio como científico, para embalsamar a su hija y retener su cadáver en su
domicilio. En todo el proceso de embalsamiento es ayudado por su discípulo el
doctor Teodoro Núñez Sedeño, al parecer, prometido de la joven difunta. A las
pocas semanas del fallecimiento, comienza a correrse por Madrid la noticia que
el doctor Velasco y su ayudante sientan a su mesa el cadáver de su hija, como
si de un vivo se tratara, hablando con ella. Algunos llegan a decir que han
vestido a la difunta de novia, o que la cambian de ropa varias veces.
"Cada día al volver del laboratorio la sacamos de la vitrina y la sentamos
a comer con nosotros. Digo en la comida de la tarde, para lo cual nos vestimos
de gala. Lo mismo el doctor Núñez que yo dirigimos a ella en la conversación y
en nuestra mente le atribuimos las respuestas que ella nos daría. Después
salimos de paseo los tres igual que antes. La única diferencia consiste en que
ahora en lugar de salir a plena luz salimos al oscurecer entre dos
luces(Sender, "La llave y Otras Narraciones, 1960")". Los
rumores van corriendo cada vez más. Algunos afirman que al atardecer el doctor
Velasco saca a pasear a su hija en el coche de caballos y que la sienta
enfrente de él, al lado de la ventanilla. La leyenda crece y un cierto temor se
va apoderando de los madrileños, que no se atreven a pasar por delante de la
casa del doctor o por sus cercanías. Algunos periódicos se hacen eco del rumor
y en los mentideros y cafés de Madrid no se habla de otra cosa. Nadie confirma
o desmiente los rumores, el pánico esta latente y así se mantiene durante
muchos años hasta que de vez en cuanto vuelve la historia a la luz, cuando
algún escritor reescribe esta leyenda madrileña. Valga como ejemplo el cuento
que redactó el escritor aragonés Ramón J. Sender muchos años después del
suceso.
Una investigación que llevan a cabo Jesús Callejo Cabo y
Clara Tahoces en 1998 sirvió para dilucidar algunos aspectos oscuros de esta
historia. La realidad fue que la hija había fallecido de fiebres tifoideas, no
de tuberculosis pulmonar. El Dr. Arturo Perera y Prats en una comunicación de
29 páginas, enviada a la Real Academia Nacional de Medicina en mayo de 1967,
"La vida del Dr. Velasco, creador de un Museo" suministra varios
aspectos biográficos de este hombre de ciencia. Como, por ejemplo, que al
llegar el doctor Velasco a Madrid, pobre de solemnidad, empezó a servir en una
aristocrática mansión y allí conoció a una agraciada, "pero humilde
joven", compañera de servidumbre, llamada Engracia Pérez de los Cobos, de
la que se enamoró y fruto de sus amores nació Conchita. Se casó con la madre de
su hija y ésta fue legitimada.Todos coinciden en afirmar que el doctor Velasco
tuvo dos querencias en su vida: la creación del Museo Antropológico, inaugurado
el 29 de abril de 1875, y su delicada hija Conchita. Cuando ésta murió, su recuerdo
se convirtió en obsesión. Apenas trascurrido un año de su viaje a Roma y de su
posterior casamiento, una epidemia de tifoidea asoló Madrid y Conchita cayó
enferma. Fue asistida por el amigo de Velasco, el Dr. Mariano Benavente, que le
recomendó reposo, atentos cuidados y un estricto régimen. Al parecer, al
impulsivo doctor Velasco no le gustó este diagnóstico. Un aciago día -nos dice
el Dr. Peralta- no pudo reprimirse, pudo más su impaciencia que la confianza y
amistad con Benavente y ni corto ni perezoso, hizo beber a su hija un vomitivo
o purgante con el fin de que se restableciera cuanto antes.
Fue peor el remedio
que la enfermedad. Al poco de suministrarle la pócima, una hemorragia
fulminante acababa con la vida de la pobre Conchita y aquí empieza parte de la
funesta leyenda negra...El doctor Velasco, con un complejo de culpabilidad que
le pesaba como una losa (pedía a gritos al doctor Benavente que le matase a él
por ser el asesino de su propia hija), no podía soportar que su adorada hija
sufriera la descomposición de su muerte y él mismo procedió a embalsamarla con
la mayor celeridad. Su pasión empezaba a ser enfermiza. En su propia alcoba de
médico colocó las muñecas de su hija, prodigó sus retratos y uno de ellos lo
llevaba en su coche con dos candelillas encendidas, como si se tratara de la
imagen de una Virgen.
La verdad parece ser que el doctor G. Velasco embalsamó a su
hija al fallecer y que su cadáver permaneció en su casa hasta la muerte del
doctor. ¿Qué fue de la momia de Conchita? Sabemos que Velasco, cuando diseñó su
Museo, tenía previsto hacer en el centro del salón de honor un monumento en
donde descansarían los restos suyos, de su mujer y de su hija (de hecho, hoy se
puede ver en el Museo Antropológico la lápida funeraria que él mismo diseñó y
redactó); pero al fallecer el doctor 21 de octubre de 1882, el malogrado
prometido, Dr. Núñez, depositó la momia en la Facultad de Medicina de la
Universidad Complutense de Madrid, la cual seguía siendo objeto de un escondido
culto. Afirma Perera que todas las tardes, sin faltar una el prometido
"antes de cerrar el local, desaparecía un rato, bajaba a un sótano y
volvía muy otro y con los ojos enrojecidos y llorosos...¡Y todo hay que
decirlo! Los mozos del local aseguraban que ante aquella urna misteriosa
lloraba, hablaba y ¡bebía!". Sin seguridad de que sea esa la verdadera
momia, hoy descansa en una de las aulas de dicha facultad.
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