Por encima de los sombríos chapiteles y de las relucientes
torres se extendía la oscuridad y el silencio previo al amanecer. En una oscura
callejuela, en un complicado laberinto de tortuosos caminos, cuatro figuras
enmascaradas salieron apresuradamente por una puerta que ha abierto
furtivamente una mano morena. Salieron a toda prisa a la noche cubiertos con
sus capas y desapareciendo con sigilo como si hubieran sido fantasmas. Detrás
de ellos, un rostro de expresión burlona se dejaba ver en la puerta entreabierta,
y unos ojos diabólicos brillaban con malevolencia en la oscuridad.
—Entrad en la noche, criaturas de la oscuridad —dijo una voz
burlona—. Oh, estúpidos, la muerte os persigue como un perro ciego, y ni
siquiera lo sospecháis.
El que había pronunciado aquellas palabras cerró la puerta
con cerrojo, y luego se dirigió hacia el pasillo, llevando una vela en la mano.
Era un gigante sombrío; su piel oscura revelaba su origen estigio. Entró en una
habitación interior, donde un hombre alto y enjuto, vestido con un traje de
terciopelo, se arrellanaba como un gato enorme y holgazán en un sofá de seda, y
bebía vino de una enorme copa de oro.
—Bien, Ascalante —dijo el estigio, al tiempo que dejaba en
su sitio la vela—, tus rufianes han salido sigilosamente a la calle como ratas
de sus ratoneras. Te vales de extrañas herramientas.
—¿Herramientas? —repuso Ascalante—. ¿Cómo? Eso es lo que
ellos me consideran a mí. Durante meses, desde que los cuatro conspiradores me
hicieron venir del desierto del sur, he vivido entre mis enemigos, ocultándome
durante el día en esta oscura casa y acechando en siniestros pasadizos cada
noche. Y he conseguido lo que los nobles rebeldes no pudieron lograr. A través
de ellos y de otros agentes que jamás me han visto, he llenado el imperio de
malestar y de sedición. En suma, trabajando en la sombra he preparado el
terreno para la caída del rey que reina en la luz. Por Mitra, fui estadista
antes de ser un proscrito.
—¿Y esos embaucadores que se creen tus maestros?
—Seguirán creyendo que les obedezco hasta que logremos
nuestro objetivo. ¿Quiénes son ellos para igualar el talento de Ascalante?
Volmana, el conde enano de Karaban. Gromel, el caudillo gigante de la Legión
Negra. Dion, el obeso barón de Attlus. Rinaldo, el atolondrado juglar. Yo soy
la fuerza que ha amalgamado el acero de cada uno de ellos, y les aplastaré
cuando llegue el momento. Pero eso forma parte del futuro, y el rey, en cambio,
morirá esta misma noche.
—Hace algunos días vi salir de la ciudad a los escuadrones
imperiales —dijo el estigio.
—Cabalgaban hacia la frontera invadida por los pictos, que
se han vuelto locos con el fuerte licor que les he dado. La enorme riqueza de
Dion lo hizo posible. Y Volmana hizo posible que dispusiéramos del resto de las
tropas imperiales que quedan en la ciudad. Por medio de sus nobles parientes de
Nemedia, fue fácil convencer al rey Numa para que requiera la presencia del
conde Trocero de Poitain, mariscal de Aquilonia. Y, debido a su rango, además
de su propio ejército le acompañará una escolta imperial, y, Próspero, el
hombre de confianza del rey Conan. Sólo queda la guardia personal del rey en la
ciudad... además de la Legión Negra. A través de Gromel he corrompido a un
oficial derrochador de esa guardia y le he sobornado para que aleje a sus
hombres de la puerta del rey a medianoche. Entonces, con dieciséis granujas
sanguinarios a mis órdenes, nos introduciremos en el palacio por un túnel
secreto. Cuando hayamos conseguido nuestro objetivo, aunque el pueblo no se
alce para aclamarnos, la Legión Negra de Gromel será suficiente para controlar
la ciudad y la corona.
—¿Y Dion cree que le vais a dar la corona a él?
—Sí. El muy estúpido la reclama por unas gotas de sangre
real que corren por sus venas. Conan comete un grave error al dejar vivos a
hombres que presumen de descender de la antigua dinastía a la que él arrebató
la corona de Aquilonia. Volmana desea volver a gozar de la protección de la
corona como en el antiguo régimen, para poder devolver a su arruinada hacienda su
antiguo esplendor. Gromel odia a Palantides, el capitán de los Dragones Negros,
y ansia el mando de todo el ejército con la tenacidad de un bosonio. De todos
ellos, el único que no tiene ambiciones personales es Rinaldo. Considera a
Conan un bárbaro asesino y tosco que vino del norte para saquear una tierra
civilizada. Idealiza al rey que Conan asesinó para conseguir la corona,
recordando únicamente que aquél protegía de vez en cuando las artes, olvidando
las vilezas de su reinado, y haciendo que la gente también olvide. Ya entonan
públicamente el Lamento por el rey en el que Rinaldo alaba al infame difunto y
describe a Conan como "un salvaje de negro corazón procedente del
abismo". Conan no hace caso, pero la gente le maldice.
—¿Por qué odia a Conan?
—Los poetas siempre odian a los que ostentan el poder. Para
ellos la perfección está siempre del otro lado de la última revuelta, o más
allá de la siguiente. Huyen del presente con sueños acerca del pasado y del
futuro. Rinaldo es una llama de idealismo que él cree que se eleva para
destruir al tirano y liberar al pueblo. En cuanto a mí... bueno, hace unos
meses no tenía más ambición que asaltar caravanas durante el resto de mi vida.
Ahora, en cambio, los viejos sueños reviven. Conan morirá. Dion subirá al trono.
Después, también él morirá. Uno a uno, todos los que se oponen a mí morirán por
el fuego o el acero, o por medio de esos mortíferos vinos que tú preparas tan
bien. ¡Ascalante, rey de Aquilonia! ¿No te parece que suena muy bien?
El estigio se encogió de hombros.
—Hubo un tiempo —dijo con amargura— en que también yo tenía
mis ambiciones, a cuyo lado las vuestras parecen ridículas e infantiles. ¡Qué
bajo he caído! Mis viejos amigos y rivales quedarían horrorizados si pudieran
ver a Toth-Amon el del Anillo, sirviendo de esclavo a un proscrito, y
proscribiéndose él mismo. ¡Envuelto en las mezquinas ambiciones de nobles y
reyes!
—Tú confías en tu magia y en tus ridículas ceremonias
—repuso Ascalante—. Yo confío en mi ingenio y en mi espada.
—El ingenio y la espada no sirven de nada contra los poderes
de la Oscuridad —gruñó el estigio, de cuyos negros ojos se desprendían
destellos amenazadores—. Si yo no hubiera perdido el Anillo, nuestra situación
sería muy diferente.
—Sin embargo —contestó impaciente el proscrito—, llevas las
marcas de mis latigazos en la espalda, y probablemente seguirás llevándolas.
—¡No estés tan seguro! —El diabólico rencor del estigio
brilló por un instante en sus ojos iracundos—. Algún día, de algún modo,
encontraré el Anillo otra vez, y entonces, por los colmillos de la serpiente
Set que me las pagarás...
El aquilonio se levantó enojado y le golpeó brutalmente en
la boca. Toth retrocedió; la sangre le mojaba los labios.
—Eres demasiado osado, perro —gruñó el proscrito—. Ten
cuidado, aún soy tu amo y conozco tu terrible secreto. Delátame si te atreves.
Grita por ahí que Ascalante está en la ciudad conspirando contra el rey.
—No lo haré —murmuró el estigio, limpiándose la sangre de
los labios.
—No, no te atreverás —dijo Ascalante con siniestra sonrisa—.
Porque si muero por tus malas artes o por traición, un sacerdote ermitaño que
vive en el desierto del sur se enterará y romperá el sello del manuscrito que
le entregué. Y cuando lo haya leído, mandará un mensaje a Estigia, y un viento
se levantará desde el sur, a medianoche. ¿Y dónde te esconderás entonces
Toth-Amon?
El esclavo se estremeció, y su oscuro rostro palideció.
—¡Basta! —Ascalante cambió el tono repentinamente—. Tengo
trabajo para ti. No me fío de Dion. Le ordené que se fuera a su hacienda en el
campo y que permaneciera allí hasta que el trabajo de esta noche estuviera
terminado. El gordo estúpido jamás pudo disimular su nerviosismo ante el rey.
Síguele, y si no le alcanzas en el camino ve hasta su hacienda y quédate con él
hasta que mandemos llamarle. No le pierdas de vista. Está ofuscado por el
miedo, y podría acabar desertando... puede incluso revelarle a Conan lo que se
trama contra él, con la esperanza de salvar así el pellejo. ¡Vete!
El esclavo hizo una reverencia, ocultando el odio que
sentía, y obedeció. Ascalante volvió a su vino. Sobre las brillantes torres se
reflejaba un amanecer rojo como la sangre.
La habitación era amplia y vistosa, con ricos tapices sobre
las paredes, mullidas alfombras sobre el suelo de marfil y un alto techo
adornado con tallas de plata. Detrás de un escritorio de marfil incrustado en
oro había un hombre de hombros anchos y piel bronceada, que no parecía estar en
consonancia con aquel lujoso aposento. Pertenecía más bien al sol y a los
vientos de la montaña. Hasta el más mínimo movimiento revelaba unos músculos de
acero y una mente aguda, así como la coordinación propia del hombre nacido para
el combate. No había nada pausado ni moderado en sus acciones. O estaba
completamente quieto —inmóvil como una estatua de bronce— o en continuo
movimiento, pero no con las sacudidas espasmódicas de unos nervios en tensión,
sino con la rapidez de un felino que nublaba la vista de quien intentara seguir
sus movimientos.
Sus ropas eran de telas caras pero sencillas. No llevaba
anillos ni adornos, y se sujetaba la negra cabellera únicamente con una cinta
de tela plateada. Dejó la pluma dorada con la que había estado garabateando
algo sobre unas tablas cubiertas de cera, apoyó la barbilla en la mano y clavó
sus ojos azules en el hombre que estaba de pie frente a él. Éste estaba ocupado
en sus propios asuntos, arreglando los cordones de su armadura engastada en oro
y silbando distraído. Un comportamiento bastante extraño si tenemos en cuenta
que se hallaba delante de un rey.
—Próspero —dijo el hombre de la mesa—, estos asuntos de
estado me agotan más que todas las batallas juntas.
—Es parte del juego, Conan —respondió el poitanio de ojos
oscuros—. Eres rey y debes interpretar tu papel.
—Ojalá pudiera ir contigo a Nemedia —dijo Conan con
envidia—. Parece que hace siglos que no monto a caballo... pero Publius dice
que hay asuntos en la ciudad que requieren mi presencia. ¡Maldito sea! Cuando
destroné a la antigua dinastía —siguió diciendo con la confianza que existía
entre el poitanio y él—, todo fue muy fácil, aunque parecía muy duro entonces.
Recordando ahora la época violenta que vino después, aquellos días de fatigas,
intrigas, matanzas y tribulaciones no parecen más que un sueño. Y soñé hasta el
final, Próspero. Cuando el rey Numedides yacía muerto a mis pies y arranqué la
corona de su ensangrentada cabeza para ponerla sobre la mía, sentí que había logrado
todos mis sueños. Me había preparado para conseguir la corona, no para
mantenerla. En aquellos días lejanos lo único que quería era una espada afilada
y un camino directo hacia mis enemigos. Ahora, ningún camino es recto y mi
espada es inútil.
»Cuando derroqué a Numedides, entonces yo era el
libertador... y ahora escupen a mis espaldas. Han erigido una estatua de ese
canalla en el templo de Mitra y la gente se lamenta ante ella, aclamándola como
a la efigie sagrada de un monarca sagrado al que un bárbaro sanguinario
asesinó. Cuando, siendo mercenario, guiaba a sus ejércitos a la victoria, a
Aquilonia no le preocupaba que fuera extranjero, pero ahora no me lo perdona.
Ahora van al templo de Mitra para quemar incienso a la memoria de Numedides
hombres que fueron mutilados y torturados por sus verdugos, hombres cuyos hijos
murieron en sus mazmorras, y cuyas esposas e hijas fueron arrastradas a su
harén. ¡Los muy olvidadizos y estúpidos!
—Rinaldo tiene la culpa —repuso Próspero, haciendo otra
muesca en el cinturón del que pendía la vaina de su espada—. Canta canciones
que vuelven locas a las gentes. Cuélgalo con su traje de bufón de la torre más
alta de la ciudad. Déjalo que componga rimas para los buitres.
Conan negó con su cabeza de felino.
—No, Próspero. No está en mis manos. Un gran poeta es más
grande que cualquier rey. Sus canciones son más poderosas que mi cetro; casi se
me salía el corazón del pecho cuando cantaba para mí. Yo moriré y seré
olvidado, pero las canciones de Rinaldo vivirán por siempre. No, Próspero
—siguió diciendo el rey, mientras una sombra de duda oscurecía sus ojos—, hay
algo oculto, alguna conspiración de la que no estamos enterados. Lo presiento,
tal como en mi juventud presentía al tigre oculto entre la hierba. Un malestar
latente recorre todo el reino. Soy como un cazador que se protege cerca de su
pequeña hoguera en la selva y oye pasos sigilosos en la oscuridad y casi puede
ver el brillo de unos ojos ardientes. ¡Si tan sólo pudiera enfrentarme con algo
tangible, algo en lo que pudiera clavar la espada! Te lo he dicho, no es
casualidad que los pictos hayan atacado las fronteras tan violentamente en
estos últimos días, de modo que los bosonios se han visto obligados a pedir
ayuda para rechazar su ataque. Debí haber ido allí con mis tropas.
—Publius temía una confabulación para atraparte y asesinarte
al otro lado de la frontera —replicó Próspero, al tiempo que arreglaba la
sedosa cubierta de la cota de malla y admiraba su esbelta figura en un espejo
plateado—. Por eso te recomendó permanecer en la ciudad. Estos temores nacen de
tus instintos bárbaros. ¡Deja que la gente critique! Los mercenarios están con
nosotros, y los Dragones Negros y todos los rufianes de Poitain confían
ciegamente en ti. El único peligro es que te asesinen, y eso es imposible con
los hombres de la guardia imperial protegiéndote día y noche. ¿Qué estás
haciendo?
—Un mapa —respondió Conan, ufano—. Los mapas de la corte
señalan claramente los territorios del sur, del este y del oeste, pero en el
norte son confusos e incompletos. Yo mismo estoy añadiendo las tierras del
norte. Aquí está Cimmeria, donde yo nací. Y... Asgard y Vanaheim
Próspero echó un vistazo al mapa.
—Por Mitra, casi había creído que esos países eran una
fantasía.
Conan rió a carcajadas, tocando sin querer las cicatrices de
su rostro moreno.
—¡Pensarías de otro modo si hubieras pasado tu juventud en
las fronteras del norte de Cimmeria! Asgard está situada al norte, y Vanaheim
al noroeste de Cimmeria, y siempre hay guerras a lo largo de las fronteras.
—¿Cómo son esos hombres del norte? —preguntó Próspero.
—Altos y rubios, de ojos azules. Adoran al dios Ymir, el
gigante de hielo, y cada tribu tiene su propio rey. Son rebeldes y salvajes.
Combaten durante el día y beben cerveza y entonan canciones soeces por la
noche.
—Entonces tú eres como ellos —se burló Próspero—. Te ríes a
carcajadas, bebes bastante y cantas bellas canciones; aunque no conozco ningún
otro cimmerio que beba nada que no sea agua o que ría o entone otra cosa que no
sean cantos tristes.
—Puede que sea a causa de la tierra en la que viven
—contestó el rey—. No existe una tierra más triste... de montañas, de bosques
sombríos, cubierta por cielos casi siempre grises y fuertes vientos recorren
sus lóbregos valles.
—No es de extrañar que sus hombres sean tristes —dijo
Próspero encogiéndose de hombros, al tiempo que pensaba en las alegres y
soleadas llanuras y en los azules y tranquilos ríos de Poitain, la provincia
más meridional de Aquilonia.
—No tienen esperanza en esta vida ni en la otra —repuso
Conan—. Sus dioses son Crom y su oscura estirpe, que reinan sobre un lugar
tenebroso de tinieblas eternas que es el mundo de los muertos. ¡Mitra! Prefiero
a los aesires.
—Bueno —sonrió Próspero—, los sombríos montes de Cimmeria
están muy lejos de aquí. Y ahora debo irme. Beberé a tu salud una copa de vino
blanco nemedio en la corte de Numa.
—Muy bien —gruñó el rey—, ¡pero besa a las bailarinas de
Numa sólo en tu propio nombre, no vayas a crear complicaciones diplomáticas!
Su sonora carcajada se oyó fuera de la habitación.
El sol se ponía, y se fundía el verde brumoso de la floresta
con un fugaz tono dorado. Sus débiles rayos se reflejaban en la gruesa cadena
de oro que Dion de Attalus hacía girar sin cesar entre sus gruesos dedos,
sentado en medio del vistoso conjunto de flores y árboles de su jardín. Movió
su pesado cuerpo en el asiento de mármol y miró furtivamente en derredor, como
buscando un enemigo al acecho. Estaba sentado dentro de un círculo de árboles
de delgado tronco, cuyas ramas entrecruzadas proyectaban una espesa sombra
sobre él. Muy cerca se oía una fuente, y otras, ocultas en varias partes del
jardín, susurraban una melodía eterna.
Sólo acompañaba a Dion una oscura figura instalada en un
banco de mármol, que observaba al barón con ojos sombríos. Dion prestaba poca
atención a Toth-Amon. Sabía que era un esclavo en el que Ascalante confiaba,
pero, al igual que muchos hombres ricos, ignoraba a los de menor rango social.
—No tienes por qué estar tan nervioso —dijo Toth—. El plan
no puede fracasar.
—Ascalante puede cometer errores igual que cualquiera
—contestó bruscamente Dion, estremeciéndose ante la sola idea del fracaso.
—Él no —repuso el estigio, riendo a carcajadas—, de otro
modo yo no sería su esclavo, sino su amo.
—¿De qué hablas? —preguntó Dion malhumorado, poco atento a
la conversación.
Toth-Amon se mordió los labios. A pesar del dominio que
tenía de sí mismo, su odio, rabia y vergüenza reprimidas estaban a punto de
estallar a la primera oportunidad. No había contado con que Dion no le viera
como a un ser humano con cerebro e inteligencia, sino como a un simple esclavo,
y, como tal, una criatura despreciable.
—Escúchame —dijo Toth—. Tú serás rey. Pero no conoces a
Ascalante. No debes fiarte de él después de que Conan sea asesinado. Yo puedo
ayudarte. Si me proteges cuando llegues al poder, te ayudaré. Escucha, señor.
Fui un gran hechicero en el sur. Los hombres consideraban a Toth-Amon igual a
Rammon. El rey Ctesphon de Estigia me hizo un gran honor rebajando a los otros
brujos para elevarme a mí por encima de ellos. Me odiaban, pero me temían, pues
yo controlaba a los seres de otro mundo, que acudían a mi llamada y obedecían
mis órdenes. ¡Por Set, mis enemigos sabían que podían despertar a medianoche y
sentir las garras de un horror insondable en la garganta! Practiqué magia negra
y terrible con el Anillo de Set, que encontré en una oscura tumba bajo tierra,
olvidada ya antes de que el primer hombre saliera arrastrándose del mar.
»Pero un ladrón me robó el Anillo, y mis poderes
desaparecieron. Los brujos quisieron matarme, mas logré huir. Yo viajaba con
una caravana por las tierras de Koth, disfrazado de pastor de camellos, cuando
los salteadores de Ascalante nos atacaron. Asesinaron a todos los miembros de
la caravana, excepto a mí mismo; me salvé al revelarle mi identidad a Ascalante,
jurando servirle. ¡Ha sido una amarga esclavitud! Para tenerme en sus manos,
escribió mi historia en un manuscrito sellado y se lo entregó a un eremita que
vive en la frontera meridional de Koth. No puedo asesinarle mientras duerme, ni
entregarle a sus enemigos, pues entonces el ermitaño abriría el manuscrito y lo
leería... eso es lo que Ascalante le ordenó. Y luego haría correr el rumor en
Estigia...
Toth se estremeció, y una palidez cenicienta tino su piel
oscura.
—Los hombres de Aquilonia no me conocen —dijo—. Pero si mis
enemigos de Estigia supieran mi paradero, medio mundo sería insuficiente para
librarme de una muerte que haría estremecerse a una estatua de bronce.
Solamente un rey con castillos y ejércitos de hombres armados podría
protegerme. Y algún día encontraré el Anillo...
—¿Anillo? ¿Anillo?
Toth había subestimado el enorme egoísmo de aquel hombre.
Dion ni siquiera había escuchado las palabras del esclavo, tan ensimismado como
estaba en sus propios pensamientos, pero la última palabra le sacó de su
distracción.
—¿Anillo? —repitió—. Eso me recuerda... mi anillo de la
buena suerte. Se lo compré a un ladrón shemita que juró habérselo robado a un
brujo del sur, y aseguró que me traería suerte. Le pagué lo suficiente, bien lo
sabe Mitra. Por los dioses, ahora necesito suerte, pues con Volmana y Ascalante
mezclándome en sus malditas intrigas... buscaré el anillo.
Toth dio un salto, la sangre le subió a la cabeza, mientras
arrojaba llamas por los ojos con la furia pasmosa de un hombre que de pronto
comprende la completa estupidez de un imbécil. Dion no le prestó atención.
Levantando una tapa secreta en el asiento de mármol, rebuscó entre un montón de
adornos de todas clases —amuletos bárbaros, trozos de hueso, bisuterías—,
amuletos de la buena suerte que su naturaleza supersticiosa le había incitado a
coleccionar.
—¡Ah, aquí está! —dijo triunfante mientras sacaba un extraño
anillo.
Era de un metal parecido al cobre, y tenía la forma de una
serpiente enroscada con la cola en la boca. Sus ojos eran unas piedras
amarillas que brillaban siniestramente. Toth-Amon gritó como si lo hubiera
golpeado, y Dion se volvió y miró boquiabierto su pálido rostro. Los ojos del
esclavo ardían, tenía la boca completamente abierta, y las enormes y oscuras
manos extendidas como garras.
—¡El Anillo! ¡Por Set! ¡El Anillo! —gritó—. Mi Anillo... el
que me robaron...
El acero brilló en la mano del estigio, y con un movimiento
de sus anchos y oscuros hombros clavó una daga en el grueso cuerpo del barón.
El agudo quejido de Dion devino en gorgoteo, y su fofo cuerpo se desplomó como
mantequilla disuelta. Estúpido hasta el final, murió aterrado, sin comprender
por qué. Apartando el cadáver que yacía en el suelo, Toth aferró el anillo con
las dos manos: de sus oscuros ojos se desprendía una aterradora avidez.
—¡Mi Anillo! —murmuró regocijado—. ¡Mi poder!
Ni siquiera el propio estigio supo cuánto tiempo había
permanecido inclinado sobre el funesto objeto, inmóvil como una estatua,
absorbiendo su aura maligna. Cuando despertó de su ensueño y alejó su mente de
los negros abismos en los que había estado, la luna brillaba, proyectando
largas sombras sobre el banco del jardín a cuyos pies se extendía la oscura
forma del que había sido señor de Attalus.
—¡Ya se terminó, Ascalante, se acabó! —murmuró el estigio, y
sus ojos enrojecieron como los de un vampiro en la oscuridad.
Cogió un puñado de sangre coagulada del charco en el que
yacía su víctima y lo frotó contra los ojos de la serpiente de cobre, hasta que
los destellos amarillos quedaron cubiertos por una máscara de color
carmesí.—Cierra los ojos, serpiente mística —pronunció con espeluznante
susurro—. ¡Cierra los ojos a la luz de la luna y ábrelos a los abismos más
oscuros! ¿Qué ves, oh serpiente de Set? ¿A quién llamas en los abismos de la
Noche? ¿De quién es la sombra que cae sobre la pálida luz? ¡Tráemelo, oh
serpiente de Set!
Mientras acariciaba las escamas rítmicamente con la mano,
trazando sobre el anillo un círculo que siempre volvía al punto de partida, su
voz se atenuó aún más, y susurraba oscuros nombres y horripilantes conjuros
olvidados en la faz de la tierra, pero no en los siniestros territorios de la
oscura Estigia, donde formas monstruosas se agitan en la oscuridad de las
tumbas. Una corriente de aire sopló a su alrededor, como el remolino que se
produce en el agua cuando se sumerge una criatura. Un viento insondable y
gélido —como si se hubiera abierto una puerta— le sopló en la cara. Toth sintió
una presencia a sus espaldas, pero no se volvió para mirar. Mantuvo los ojos
fijos en el mármol iluminado por la luna, sobre el que flotaba inmóvil una
tenue sombra. Mientras continuaba susurrando sus conjuros, la sombra creció
hasta convertirse en una forma clara y horripilante.
Parecía un mandril gigante, pero no un mandril de los que
habitan en la tierra, ni siquiera en Estigia. Sin mirar, pero sacando de su
cinto una sandalia de su amo —que siempre llevaba consigo con la débil
esperanza de poder utilizarla cuando llegara el momento—, Toth la arrojó.
—¡Has de conocerle, esclavo del Anillo! —exclamó—. ¡Busca al
que lo usó, y destrúyele! ¡Mírale a los ojos e incéndiale el alma antes de
cortarle el cuello! ¡Mátale! Sí —agregó en una ciega explosión de ira—, a él y
a todos los demás!
Recortada su figura contra el muro que iluminaba la luna,
Toth vio que el monstruo inclinaba su deforme cabeza y lo olía como si hubiera
sido un abominable sabueso. Entonces la siniestra cabeza se echó hacia atrás,
la cosa se dio media vuelta y se fue como un viento entre los árboles. El
estigio extendió los brazos con loco frenesí, y sus ojos y dientes brillaron a
la luz de la luna. Un soldado que estaba de guardia fuera de las murallas gritó
de horror al ver la enorme sombra negra con ojos ardientes que se alejaba de la
muralla y pasaba a su lado como un huracán. Pero se alejó tan rápidamente que
el atónito guerrero se quedó pensando si se habría tratado de un sueño o
alucinación.
El rey Conan se encontraba solo en sus aposentos de cúpula
dorada, durmiendo y soñando. A través de la bruma gris oyó una extraña llamada,
débil y remota, y, aunque no la entendió, atravesó la bruma como un hombre que
camina a través de las nubes. La voz se fue haciendo más nítida a medida que se
acercaba, hasta que entendió lo que decía. Le estaba llamando a él a través de
los abismos del Espacio o del Tiempo. Entonces la bruma se hizo menos densa, y
vio que se encontraba en un enorme corredor oscuro que parecía hecho de sólida
piedra negra. Estaba en penumbras, pero por alguna extraña razón, tal vez
mágica, podía ver con claridad. El suelo, el techo y las paredes estaban
pulidos y brillaban tenuemente, y en ellas habían sido talladas las figuras de
héroes antiguos y de dioses casi olvidados.
Se estremeció al ver el contorno en sombras de los Ancianos
Innominados, e intuyó que ningún pie mortal había pisado aquel corredor en
siglos. Llegó hasta una amplia escalera tallada en la sólida roca, cuyos lados
estaban adornados con símbolos esotéricos tan antiguos y terribles que al rey Conan
se le erizó el cabello. Los peldaños estaban adornados con la figura tallada de
Set, la Antigua Serpiente, de modo que a cada paso que daba apoyaba su pie en
la cabeza de éste, tal como había ocurrido desde la antigüedad. El cimmerio se
sentía desasosegado.
Pero la voz siguió llamándole, y finalmente, en una
oscuridad impenetrable para sus ojos humanos, llegó hasta una extraña cripta y
vio una figura de barba blanca sentada sobre una tumba. Conan se estremeció y
aferró su espada, pero la figura le habló con voz sepulcral.
—Oh, humano, ¿me conoces?
—¡Por Crom que no! —juró el rey.
—Hombre —dijo el anciano—, soy Epemitreus.
—¡Pero Epemitreus el Sabio murió hace quince siglos!
—balbució Conan.
—¡Escucha! —ordenó el otro—. Así como una piedra que se
arroja a un lago envía ondas a la costa, los acontecimientos del Mundo
Invisible han irrumpido como olas en mi sueño. Te he marcado, Conan de
Cimmeria, y el sello de hechos fundamentales y trascendentes ha sido estampado
sobre ti. Pero los demonios andan sueltos en la tierra, y tu espada no puede
nada contra ellos.
—Hablas de forma enigmática —dijo Conan, inquieto—. Déjame
ver a mi enemigo y le destrozaré el cráneo.
—Dirige tu furia bárbara contra tus enemigos de carne y
hueso —repuso el anciano—. No es contra los hombres que he de protegerte. Hay
mundos oscuros que el hombre desconoce, por los que andan monstruos informes;
se trata de demonios que pueden ser atraídos desde los Vacíos Exteriores para
que adopten una forma material y destrocen y devoren bajo las órdenes de magos
malignos. Hay una serpiente en tu casa, oh rey, hay un reptil en tu reino, que
ha venido de Estigia con la oscura sabiduría de las sombras en su alma lóbrega.
Al igual que un hombre que sueña con una serpiente que se arrastra hacia él, he
sentido la presencia maligna del acólito de Set. Está borracho de poder, y,
cuando ataca a su enemigo, es capaz de destruir un reino. Te he llamado a fin
de entregarte un arma para que luches contra él y contra su banda infernal.
—Pero ¿por qué? —preguntó Conan desconcertado—. Se dice que
tú descansas en el negro corazón del Golamira, desde donde has enviado a tu
fantasma de alas invisibles para ayudar a Aquilonia en épocas de necesidad,
pero yo... soy un extranjero y un bárbaro.
—¡Paz! —repuso el otro, y su fantasmagórica voz resonó en la
enorme caverna llena de sombras—. Tu destino y el de Aquilonia están unidos.
Tremendos acontecimientos se están tejiendo en las entrañas del Destino, y un
hechicero sediento de sangre no ha de interponerse ante el destino imperial.
»Hace siglos, Set rodeó el mundo como una serpiente pitón
abraza a su presa. Toda mi vida, que duró lo que la vida de tres hombres
corrientes, he luchado contra él. Le arrastré hasta las sombras del misterioso
sur, pero en la oscura Estigia los hombres todavía veneran a quien nosotros
consideramos el archidemonio. De la misma manera que he luchado contra Set,
ahora peleo contra sus adoradores y acólitos. Dame tu espada.
Conan, asombrado, se la dio, y el anciano trazó en la hoja
un extraño símbolo que brillaba como el fuego entre las sombras. Y al instante
la cripta, la tumba y el anciano desaparecieron, y Conan, desconcertado, se
levantó de un salto del lecho que se encontraba en la enorme habitación de
cúpula dorada. Y cuando se levantó, todavía aturdido por el extraño sueño, se
dio cuenta de que estaba sosteniendo la espada en la mano. Y se le erizó el
cabello al notar que en la hoja había un símbolo grabado; se trataba de la
silueta de un fénix.
Recordó que en la tumba vista en sueños le había parecido
ver una figura similar, tallada en la piedra. Ahora se preguntaba si se
trataría de una figura de piedra, y se estremeció al pensar lo extraño que era
todo aquello. Entonces un sonido furtivo que oyó en el pasillo lo hizo volver
en sí, y sin detenerse a averiguar de qué se trataba comenzó a ponerse la
armadura. Volvía a ser el bárbaro receloso y alerta como un lobo acorralado.
En el silencio que reinaba en el corredor del palacio del
rey, acechaban veinte siluetas furtivas. Sus sigilosos pies, descalzos o
cubiertos con sandalias de suave cuero, no hacían ningún ruido sobre la gruesa
alfombra que cubría el suelo de mármol. Las antorchas que había en la pared
arrojaban destellos rojizos sobre las dagas, espadas y hachas de combate.
—¡Silencio! —susurró Ascalante—. ¡No respiréis tan
pesadamente, quienquiera que sea el que lo esté haciendo! El oficial de la
guardia nocturna ha dejado muy pocos centinelas en el palacio, y los ha
emborrachado, pero de todos modos debemos andarnos con cautela. ¡Atrás! ¡Aquí
vienen los guardias!
Se apiñaron detrás de unas columnas talladas, e
inmediatamente diez gigantes con armadura negra pasaron a su lado. Miraron
extrañados al oficial que se los llevaba de sus puestos. Éste estaba pálido en
el momento en que los guardias pasaron junto al escondite de los conspiradores,
y se secaba el sudor de la frente con mano temblorosa. Era joven, y no le
resultaba fácil traicionar a un rey. Maldijo mentalmente sus extravagancias,
que le habían endeudado con los prestamistas, convirtiéndolo en juguete de
políticos intrigantes. Los guardias siguieron de largo y desaparecieron en el
corredor.
—¡Muy bien! —dijo Ascalante sonriendo—. Conan está durmiendo
sin protección. ¡De prisa! Si nos cogen mientras le matamos, estamos
perdidos... pero nadie abrazará la causa de un rey muerto.
—¡Sí, daos prisa! —ordenó Rinaldo cuyos ojos azules
centelleaban bajo el brillo de la espada—. ¡Mi sable está sediento de sangre!
¡Escucho el ruido de los buitres! ¡Adelante!
Avanzaron rápidamente por el corredor y se detuvieron ante
una puerta dorada, que tenía grabado el símbolo del dragón real de Aquilonia.
—¡Gromel! —gritó Ascalante—. ¡Tira abajo esta puerta!
El gigante respiró hondo y se abalanzó sobre la puerta, que
chirrió y se combó ante el impacto. El hombre dio un paso atrás y volvió a la
carga. La puerta se hizo pedazos con ruido de goznes salidos y de madera
destrozada, y cayó hacia adelante.
—¡Entrad! —bramó Ascalante, inflamado de odio.
—¡Adelante! —gritó Rinaldo—. ¡Muerte al tirano!
Al entrar, se detuvieron en seco. Conan estaba frente a
ellos, despierto y al acecho, con la armadura puesta y su enorme espada en la
mano, y no desnudo y dormido como ellos esperaban.
Durante un instante, la escena se congeló —los cuatro nobles
rebeldes al lado de la puerta destrozada, y la horda de salvajes que les
seguía— y todos se quedaron paralizados al ver al gigante de ojos fogosos de
pie, con la espada en la mano, en el centro de la habitación iluminada por las
velas. En aquel momento Ascalante vio sobre una pequeña mesa que había en el
lecho real el cetro de plata y la pequeña corona dorada de Aquilonia, y sintió
que enloquecía de deseo.
—¡Adelante, bribones! —gritó el proscrito—. ¡Somos veinte
contra uno, y él no lleva casco!
Era cierto; no había tenido tiempo de ponerse el pesado
casco ni las placas laterales de la coraza, ni de coger el enorme escudo de la
pared. Pero aun así, Conan estaba mejor protegido que cualquiera de sus
enemigos, salvo Volmana y Gromel, que llevaban armadura completa. El rey les
miró, sin saber quiénes eran. No conocía a Ascalante, y Rinaldo llevaba la cara
cubierta con la armadura. Pero no había tiempo para conjeturas. Dando gritos
que se elevaban hasta el techo, los asesinos entraron en la habitación, con
Gromel a la cabeza. Éste entró embistiendo como un toro, espada en mano para
dar la primera estocada. Conan se acercó a él de un salto, blandiendo la espada
con todas sus fuerzas. El enorme sable trazó un arco en el aire y golpeó el
casco del bosonio. La hoja y el casco vibraron, y Gromel cayó al suelo, muerto.
Conan dio un paso atrás, aferrando la empuñadura rota.
—¡Gromel! —exclamó al tiempo que escupía, con los ojos
centelleando de asombro, cuando el casco hendido dejó ver la cabeza destrozada.
En ese momento, el resto del grupo se abalanzó sobre él. La
punta de una daga le rozó las costillas a través de la armadura. El filo de una
espada brilló delante de sus ojos. Apartó al hombre que empuñaba la daga con la
mano izquierda, y le golpeó la sien con la empuñadura rota. Los sesos del
hombre le salpicaron la cara.
—¡Cinco de vosotros, vigilad la puerta! —gritó Ascalante,
que se debatía en medio de un remolino de acero, pues temía que Conan huyera.
Los bribones se quedaron inmóviles, mientras su jefe cogía a
algunos de ellos y los empujaba hacia la puerta. En aquel preciso instante,
Conan saltó en dirección a la pared y cogió un hacha que colgaba allí. Con la
espalda contra la pared, se enfrentó a los hombres y saltó en medio del círculo
formado por éstos. El cimmerio nunca peleaba a la defensiva; aun en la
situación más desventajosa y desesperada, no permitía que el enemigo tomara la
iniciativa. Cualquier otro hombre hubiera muerto en aquellas circunstancias y,
a decir verdad, Conan no tenía muchas esperanzas de sobrevivir, pero deseaba
con todas sus fuerzas infligir el mayor daño posible antes de que le mataran.
Su espíritu de bárbaro estaba lleno del ardor de la batalla, y los cantos de
guerra de los antiguos héroes resonaban en sus oídos.
Cuando saltó desde la pared, su hacha derribó, hizo que un
enemigo cayera con el brazo cercenado, y de un terrible revés aplastó el cráneo
de otros. Las espadas gemían vengativas a su alrededor, pero la muerte sólo le
rozaba a una distancia de milímetros. El cimmerio se movía con cegadora
velocidad. Parecía un tigre rodeado de simios, y al saltar, esquivar y atacar
ofrecía un blanco en perpetuo movimiento al tiempo que su hacha tejía un manto
de muerte a su alrededor.
Durante unos instantes, los asesinos le rodearon con
fiereza, atacando, pero su mismo número era una desventaja, porque chocaban
unos contra otros; luego retrocedieron. Los dos cadáveres que había en el suelo
daban fe de la furia del rey, si bien Conan sangraba por varias heridas que
tenía en el brazo, el cuello y las piernas.
—¡Bellacos! —gritó Rinaldo, quitándose el casco emplumado—.
¿Estáis acobardados? ¿Es que el déspota ha de seguir viviendo? ¡Acabad con él!
Y se lanzó hacia adelante, dando estocadas como un loco,
pero Conan, al reconocerle, le quitó la espada de un hachazo, y le arrojó al
suelo con un fuerte empujón. El rey recibió una estocada de Ascalante en el
brazo izquierdo, pero éste a duras penas logró salvar la vida, amenazada por el
hacha del cimmerio. Uno de los bribones se arrojó a los pies de Conan; después
de luchar por un momento con lo que parecía una sólida torre de hierro, levantó
la mirada y vio el hacha, pero fue tarde para eludirla. En el ínterin, uno de
sus compañeros levantó la espada con ambas manos y atravesó la placa que cubría
el hombro izquierdo del rey, hiriéndole. En un segundo, la coraza de Conan
quedó cubierta de sangre. Volmana, incitando a los atacantes con su salvaje
impaciencia, avanzó con una expresión asesina en el rostro e intentó hundir su
arma en la cabeza, descubierta de Conan. El rey se agachó rápidamente y el
sable le cortó un mechón de pelo negro. El cimmerio giró sobre sus talones y
atacó. El hacha se clavó a través de la coraza de acero, y Volmana cayó al
suelo con una herida en el costado.
—¡Volmana! —dijo Conan sin aliento—. Vete a conspirar al
infierno...
Inmediatamente se aprestó a enfrentarse a Rinaldo, que
atacaba con salvaje furia, armado tan sólo con una daga. Conan saltó hacia
atrás, levantando el hacha.
—¡Rinaldo! —dijo con desesperación—. ¡Atrás! No quiero
matarte...
—¡Muere, tirano! —gritó el enloquecido juglar, abalanzándose
sobre el rey.
Conan demoró el golpe que estaba a punto de descargar hasta
que ya fue tarde. Pero cuando sintió el acero en el costado, atacó con ciega
desesperación. Rinaldo cayó al suelo con el cráneo destrozado, y Conan
retrocedió hasta la pared, cubierto con la sangre que manaba de sus heridas.
—¡Ataca ahora, y mátale! —gritó Ascalante.
Conan apoyó la espalda contra la pared y levantó el hacha.
Estaba de pie, como la imagen del primitivo indomable —las piernas separadas,
la cabeza echada hacia adelante, una mano apoyada en la pared, la otra
aferrando el hacha, con los enormes músculos en tensión, como cuerdas de hierro,
y el rostro congelado en una furiosa mueca—, y los ojos le centelleaban a
través de la nube de sangre que estaba velándolos. Los hombres titubearon...
aunque fueran salvajes, criminales y disolutos, pertenecían a la llamada
civilización, y frente a ellos estaba el bárbaro... el hombre que tenía el
hábito de matar. Se acobardaron al verlo... el tigre moribundo aún podía darles
muerte. Conan percibió su incertidumbre y sonrió con una mueca feroz.
—¿Quién ha de morir primero? —musitó con la boca herida y
los labios cubiertos de sangre.
Ascalante saltó como un lobo con increíble rapidez y se
agachó para eludir la muerte que se le acercaba siseando. Giró frenéticamente
sobre sus talones para esquivarla y rodó por el suelo, mientras Conan se
recuperaba del golpe fallido y atacaba de nuevo. Esta vez el hacha se hundió
varias pulgadas en el suelo, cerca de las piernas de Ascalante. Otro forajido
eligió aquel momento para atacar, seguido por sus compañeros. Trató de matar a
Conan antes de que el cimmerio pudiera arrancar el hacha del suelo, pero
calculó mal. El bárbaro cogió el hacha manchada de sangre y le asestó un golpe
a su enemigo. Una caricatura de hombre de color carmesí fue arrojada hacia
atrás entre las piernas de los atacantes.
Entonces, un grito terrible surgió de labios de los bribones
que estaban en la puerta, pues habían visto una negra sombra deforme sobre la
pared. Ascalante se dio media vuelta al oír el grito, y aullando y blasfemando
como perros, salieron corriendo por el pasillo. Ascalante no miró en dirección
a la puerta; sólo tenía ojos para el rey herido. Suponía que el ruido de la
batalla habría despertado a la gente del palacio, y que los guardias leales
estarían a punto de prenderle, aunque le resultaba extraño que sus bribones
gritaran de aquella manera al huir. Conan no miró hacia la puerta, porque
estaba contemplando al proscrito que tenía los ojos ardientes del lobo
moribundo. Ni siquiera en aquel momento abandonó a Ascalante su cínica
filosofía.
—Todo parece estar perdido, especialmente el honor
—murmuró—. Sin embargo, el rey se está muriendo de pie... y...
No se sabe qué otros pensamientos le pasaron por la cabeza,
porque en mitad de la frase se acercó a Conan, en el preciso instante en que el
cimmerio se limpiaba con una mano la sangre que le cubría la cara. Pero en el
momento en que atacó, hubo un extraño movimiento en el aire, y sintió una cosa
terriblemente pesada entre los hombros. Cayó al suelo, y unos enormes colmillos
se hundieron dolorosamente en su carne. Retorciéndose con desesperación, volvió
la cabeza y vio el rostro de la Pesadilla y de la locura. Encima de él había
una enorme cosa negra, que él sabía que no había nacido en un mundo humano.
Tenía los negros colmillos de la cosa cerca de su garganta, y la mirada de sus
ojos amarillos le quemó las extremidades como un viento mortífero quema la mies
en el campo.
Su rostro abominable trascendía la mera animalidad. Podía
tratarse del rostro de una momia antigua y maligna, animada con demoníaca vida.
En aquellos rasgos repelentes, los ojos desorbitados del proscrito creían ver
una especie de sombra en medio de la locura que le rodeaba, una cierta
similitud terrible con el esclavo Toth-Amon. Entonces, la filosofía cínica y
autosuficiente de Ascalante le abandonó, y murió con un grito aterrador antes
de que los babeantes colmillos lo tocaran. Conan, limpiándose la sangre que le
cubría la cara, miraba atónito. Al principio pensó que lo que había sobre el
cuerpo retorcido de Ascalante era un enorme sabueso negro, pero luego se dio
cuenta de que no se trataba de un perro sino de un mono.
Con un aullido que parecía el eco del grito de agonía de
Ascalante, se alejó de la pared y se enfrentó a la cosa con un golpe de hacha
en el que se había concentrado toda la fuerza desesperada de sus electrizados
nervios. El arma que había arrojado brilló desde el cráneo que habría tenido
que destrozar, y el rey fue arrojado a través de la habitación por el impacto
del gigantesco cuerpo. Las mandíbulas babeantes se cerraron sobre el brazo con
el que Conan se protegía la garganta, pero el monstruo no hizo ningún esfuerzo
por matarle. Lanzó una mirada demoníaca por encima de su brazo destrozado y la
clavó en los ojos de Conan, en los que comenzaban a reflejarse el horror que se
expresaba en los ojos muertos de Ascalante. Conan sintió que el alma le ardía y
comenzaba a salirse de su cuerpo para hundirse en los abismos amarillos del
horror cósmico que brillaban con fantasmagórico resplandor en el caos informe
que crecía a su alrededor. Aquellos ojos crecían y crecían, y Conan vislumbró
en ellos la realidad de todos los horrores abismales y blasfemos que acechan en
la oscuridad exterior del vacío informe, y de los negros abismos siderales.
Abrió su boca manchada de sangre para gritar su odio y su repugnancia, pero de
sus labios sólo le surgió un chasquido.
Pero el horror que había paralizado y destruido a Ascalante
inflamó al cimmerio con una terrible furia similar a la locura. Con un impulso
volcánico de todo su cuerpo, saltó hacia atrás, indiferente al dolor que sentía
en el brazo destrozado, arrastrando al monstruo. Y su mano fue a dar con algo
que su aturdido cerebro reconoció como la empuñadura de su espada rota. La
aferró instintivamente y la empuñó con todas sus fuerzas, como si se hubiera
tratado de una daga. La hoja rota se hundió profundamente, y el brazo de Conan
quedó libre cuando la repelente boca se abrió en un último suspiro de agonía.
El rey fue arrojado a un lado, y, apoyándose en una mano, vio las terribles
convulsiones del monstruo, de cuyas heridas brotaba sangre espesa. Y mientras
todavía le observaba, sus movimientos cesaron y se quedó tendido en el suelo,
sacudiéndose con espasmos, al tiempo que miraba hacia arriba con sus ojos
muertos. Conan parpadeó y se limpió la sangre de la cara. Le parecía que la
cosa se derretía y se desintegraba, convirtiéndose en una masa viscosa e
informe.
Entonces llegó a sus oídos una confusión de voces, y la
habitación se llenó de gente del palacio —caballeros, nobles, damas, hombres de
armas, consejeros— que balbucían, gritaban y chocaban unos con otros. Allí
estaban los Dragones Negros, enloquecidos de ira, maldiciendo, con las manos en
las empuñaduras y juramentos en los labios. No se veía al joven oficial de la
guardia por ningún lado, a pesar de que le buscaron afanosamente.
—¡Gromel! ¡Volmana! ¡Rinaldo! —exclamaba Publius, el consejero
jefe, metiendo sus manos regordetas entre los cadáveres—. ¡Negra traición!
¡Alguien ha de pagar por esto! Llamad a los guardias.
—¡La guardia está aquí, viejo estúpido! —dijo imperiosamente
Palantides, el comandante de los Dragones Negros, olvidando el rango de Publius
en aquel tenso momento—. Será mejor que dejes de chillar y nos ayudes a vendar
las heridas del rey. Da la impresión de que va a morir desangrado.
—¡Sí, sí! —gritó Publius, que era un hombre de ideas más que
de acción—. Debemos vendarle las heridas. ¡Manda a buscar a todos los médicos
de la corte! ¡Oh, mi señor, qué vergüenza para la ciudad! ¿Estás completamente
muerto?
—¡Cerdo! —dijo el rey desde el lecho en el que le habían
colocado.
Le acercaron una copa a los labios manchados de sangre y
bebió como un hombre medio muerto de sed.
—¡Bien! —dijo con un gruñido—. Matar reseca la garganta.
Los hombres consiguieron detener la hemorragia, y la
vitalidad innata del bárbaro se puso de manifiesto una vez más.
—Curad primero las heridas del costado —dijo a los médicos
de la corte—. Rinaldo me escribió una canción de muerte allí, y la pluma estaba
muy afilada.
—Deberíamos haberle ahorcado hace tiempo —farfulló Publius—.
No se puede esperar nada bueno de los poetas... ¿quién es éste? Tocó con nerviosismo
el cadáver de Ascalante con el pie.—¡Por Mitra! —exclamó el comandante—. ¡Es
Ascalante, el conde de Thune! ¿Qué diablos le trajo aquí desde el desierto?
—Pero ¿por qué tiene esa expresión en el rostro? —preguntó
Publius con un susurro, alejándose, con los ojos desorbitados y erizado el
cabello.
Los demás permanecieron en silencio mientras contemplaban al
proscrito muerto.
—Si hubieras visto lo que él y yo vimos —gruñó el rey,
incorporándose a pesar de las protestas de los médicos—, no te sorprenderías.
Lo verás con tus propios ojos si miras...
Se interrumpió en mitad de la frase, boquiabierto, señalando
con un dedo el vacío. En el lugar en el que había estado el monstruo muerto, no
se veía más que el suelo de mármol.
—¡Por Crom! —juró—. ¡La cosa se ha hundido con la materia
hedionda de la que surgió!
—El rey está delirando —susurró un noble. Conan le oyó y
profirió un juramento bárbaro.
—¡Por Badb, por Morrigan, por Macha y por Nemain! —dijo
furioso—. ¡Estoy cuerdo! Era como una mezcla de momia estigia y mandril. Entró
por la puerta, y los bribones de Ascalante huyeron al verle. Mató a Ascalante,
que estaba a punto de atravesarme con la espada. Entonces vino hacia mí y lo
maté... no sé cómo, porque mi hacha rebotó como si se hubiera tratado de una
roca. Pero creo que el Sabio Epemitreus tuvo algo que ver con esto...
—¡Escucha cómo pronuncia el nombre de Epemitreus, muerto
hace mil quinientos años! —se decían unos a otros en voz baja.
—¡Por Ymir! —exclamó el rey con voz tronante—. ¡Esta noche
hablé con Epemitreus! Me llamó en sueños, y yo avancé por un corredor de piedra
negra en el que había tallas de antiguos dioses, en dirección a una escalera
también de piedra, en cuyos peldaños había figuras de Set, hasta que llegué a
una cripta en la que había una tumba con un fénix tallado...
—¡En nombre de Mitra, mi señor! ¡Calla! —dijo el sumo
sacerdote de Mitra, con el rostro ceniciento.
Conan sacudió la cabeza como un león agita la melena, y
habló como un gruñido de bestia salvaje.
—¿Acaso soy un esclavo, para callarme porque tú me lo
ordenes?
—¡No, no, mi señor! —repuso el sumo sacerdote temblando,
pero no de miedo, ante la cólera del rey—. No tenía intenciones de ofenderte.
Luego se acercó a Conan y le dijo algo al oído.
—Mi señor, esta cuestión está más allá de la comprensión
humana. Sólo un pequeño grupo de sacerdotes conoce el secreto del corredor de
piedra negra que manos desconocidas esculpieron en el negro corazón del monte
Golamira, o acerca de la tumba protegida por el fénix en la que fue enterrado
Epemitreus hace mil quinientos años. Y desde entonces ningún ser humano ha
entrado allí, porque los elegidos, después de colocar al Sabio en la cripta,
cerraron la entrada del corredor de modo que nadie pudiera encontrarla, y hoy
en día ni siquiera los sumos sacerdotes saben dónde está. El pequeño grupo de
acólitos de Mitra conoce sólo de oídas, por boca de los sumos sacerdotes, el
lugar del reposo eterno de Epemitreus en el negro corazón de Golamira, y
guardan celosamente el secreto. Éste es uno de los Misterios en los que se basa
el culto de Mitra.
—No sé por medio de qué artes mágicas Epemitreus me llevó
hasta él —repuso Conan—. Pero yo he hablado con él, y me hizo una marca en la
espada. No sé por qué esa señal resultó mortífera para los demonios, ni qué
magia había en ella, pero aunque la espada se rompió al golpear el casco de
Gromel, el fragmento que quedó fue lo bastante largo como para matar al
monstruo.
—Déjame ver tu espada —susurró el sumo sacerdote con la
garganta seca.
Conan le enseñó la espada rota, y el sumo sacerdote lanzó un
grito y se puso de rodillas.
—¡Mitra nos proteja contra el poder de las tinieblas! —dijo
jadeando—. ¡En la espada está grabado el emblema del fénix inmortal que se
cierne eternamente sobre su tumba! ¡Es el signo secreto que sólo él puede
hacer! ¡Rápido, una vela! ¡Mirad otra vez en el lugar donde el rey dice que
murió el demonio!
Éste había yacido a la sombra de un biombo roto. Arrojaron
el biombo a un lado y alumbraron el suelo con la luz de la vela. En la
habitación reinaba un silencio estremecedor mientras buscaban la señal. Poco
después algunos caían de rodillas al suelo invocando a Mitra, y otros huían
gritando de la habitación. Allí en el suelo, en el lugar donde había muerto el
monstruo, yacía una sombra tangible, una enorme mancha oscura que no se podía
borrar; la cosa había dejado su contorno claramente marcado con su sangre, y
aquel contorno no se parecía al de ningún ser conocido en el mundo. Estaba
allí, terrible y siniestro, como la sombra de uno de los dioses mono que se
agazapan en los sombríos altares de los oscuros templos de Estigia.