Cinco águilas blancas volaban un día por el azul del firmamento; cinco águilas enormes, cuyos cuerpos resplandecientes producían sombras errantes sobre los cerros y montańas. Cinco águilas blancas volaban un día por el azul del firmamento; cinco águilas enormes, cuyos cuerpos resplandecientes producían sombras errantes sobre los cerros y montańas.
Venían del Norte? Venían del Sur? . La tradición indígena sólo dice que las cinco águilas vinieron del cielo estrellado en una época muy remota.
Eran aquellos los días de Caribay, el genio de los bosques aromáticos, primera mujer entre los indios Mirripuyes, habitantes del Ande empinado. Era hija del ardiente Zuhé y la pálida Chía; y remedaba el canto de los pájaros, corría sobre el césped como el agua cristalina, y jugaba como el viento con las flores y los árboles.
Caribay vio volar por el cielo las enormes águilas blancas, cuyas plumas brillaban a la luz del sol como láminas de plata, y quiso adornar su coraza con tan raro y espléndido plumaje. Corrió sin descanso tras las sombras que las aves dibujaban en el suelo; salvó los profundos valles; subió a un monte y otro monte; llegó, al fin, fatigada a la cumbre solitaria de las montańas andinas. Las pampas, lejanas e inmensas, se divisaban por un lado; y por el otro, una escalada ciclópea, jaspeada de gris y esmeralda, la escala que forman los montes, iba por la onda azul del Coquivacoa.
Las águilas blancas se levantaron perpendicularmente sobre aquella altura hasta perderse en el espacio. No se dibujaron más sus sombras sobre la tierra.
Entonces Caribay pasó de un risco a otro risco por las escarpadas sierras, regando el suelo con sus lágrimas. Invocó a Zuhé, el astro rey, y el viento se llevó sus voces. Las águilas se habían perdido de vista, y el sol se hundía ya en el ocaso.
Aterida de frío, volvió sus ojos al Oriente, e invocó a Chía, la pálida Luna; y al punto detúvose el viento para hacer silencio. Brillaron las estrellas, y un vago resplandor en forma de semicírculo se dibujó en el horizonte.
Caribay rompió el augusto silencio de los páramos con un grito de admiración. La luna había aparecido, y en torno de ella volaban las cinco águilas blancas refulgentes y fantásticas.
Y en tanto que las águilas descendían majestuosamente, el genio de los bosques aromáticos, la india mitológica de los Andes moduló dulcemente sobre la altura su selvático cantar.
Las misteriosas aves revolotearon por encima de las crestas desnudas de la cordillera, y se sentaron al fin, cada una sobre un risco, clavando sus garras en la viva roca; y se quedaron inmóviles, silenciosas, con las cabezas vueltas hacia el Norte, extendidas las gigantescas alas en actitud de remontarse nuevamente al firmamento azul.
Caribay quería adornar su coraza con aquel plumaje raro y espléndido, y corrió hacia ellas para arrancarles las codiciadas plumas, pero un frío glacial entumeció sus manos: las águilas estaban petrificadas, convertidas en cinco masas enormes de hielo.
Caribay da un grito de espanto y huye despavorida. Las águilas blancas eran un misterio, pero no un misterio pavoroso.
La luna se oscurece de pronto, golpea el huracán con siniestro ruido los desnudos peńascos, y las águilas blancas despiertan. Erizándose furiosas, y a medida que sacuden sus monstruosas alas el suelo se cubre de copos de nieve y la montańa toda se engalana con el plumaje blanco.
Este es el origen fabuloso de las Sierras Nevadas de Mérida. Las cinco águilas blancas de la tradición indígena son los cinco elevados riscos siempre cubiertos de nieve.
Las grandes y tempestuosas nevadas son el furioso despertar de las águilas; y el silbido del viento en estos días de páramo, es el remedio del canto triste y monótono de Caribay, y el mito hermoso de los Andes de Venezuela.