Se dice que en el Edén originario, debajo del Árbol del Bien
y del Mal, floreció un arbusto de rosas. Allí, junto a la primera rosa, nació
un pájaro, de bello plumaje y un canto incomparable, y cuyos principios le
convirtieron en el único ser que no quiso probar las frutas del Árbol. Cuando
Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, cayó sobre el nido una chispa de la
espada de fuego de un Querubín, y el pájaro ardió al instante.
Pero, de las propias llamas, surgió una nueva ave, el Fenix,
con un plumaje inigualable, alas de color escarlata y cuerpo dorado. Algunas
fábulas lo sitúan posteriormente en Arabia, donde habitaba cerca de un pozo de
aguas frescas y se bañaba todos los días entonando una melodía tan bella, que
hacía que el Dios Sol detuviera su carro para escucharle.
La inmortalidad, fue el premio a su fidelidad al precepto
divino, junto a otras cualidades como el conocimiento, la capacidad curativa de
sus lágrimas, o su increíble fuerza. A lo largo sus múltiples vidas, su misión
es transmitir el saber que atesora desde su origen al pie del Árbol del Bien y
del Mal, y servir de inspiración en sus trabajos a los buscadores del
conocimiento, tanto artistas como científicos.
Su cronología vital varía con la adaptación del mito. Así,
cada 100, 500, 540 (y en algunas leyendas, incluso 1461 ó 12994 años),
construye una pira funeraria en su propio nido, la rellena de inciensos y
plantas aromáticas, y al tiempo que entona la más bella de todas sus canciones,
se prende a sí mismo hasta extinguirse. No existe más que una única ave, cuya
forma de reproducción, es, precisamente, el renacimiento, del que también es
símbolo.
El mito del Ave Fénix se extendió ampliamente entre los
griegos, que le dieron el nombre de Phoenicoperus (que significa alas rojas).