martes, 9 de junio de 2020
Macabro Cirujano Plastico
El cirujano plástico
Tomás era un genio en lo que hacía. Cientos de ricachonas
satisfechas que salían de su clínica más tersas que la superficie
de un melón le dejaban una buena factura y sus lorzas en sus manos.
Desfiguraciones por accidente, injertos de quemados, trasplantes de
piel, liposucciones… Era un buen maestro en todo lo que hacía…
Su carrera no le
había dejado espacio para tener hijos, pero lo compensaba con
cochazos de competición, mansiones, chalets a pie de playa.
Su mujer era la más
bella de la ciudad según las revistas de moda… Claro que la
belleza no escondía secretos para el buen doctor e hizo de su mujer
la musa de muchos y la envidia de muchas.
Tomás sentía como
el reloj de la vida no se podía detener. Arrugas, flaccidez, caída
de las carnes y recolocamiento natural de las grasas. Cada vez que la
miraba sentía la necesidad de completar su obra, de ganar en el
pulso al paso del tiempo.
Una buena mañana,
después de que la cafeína del café se hubiera ido por el retrete
para que su pulso como siempre fuera perfecto, volviendo a operar la
nariz de su esposa se percató que con cada respiración, con cada
latido, las microimperfecciones de cada golpe de bisturí afeaban el
acabado de su trabajo.
Al terminar la nariz
se dio cuenta que la operación de orejas realizada unos años atrás
estaba desplazada de la proporción exacta con sus ojos tal y como la
había dejado, así que decidió repuntarlas.
Las venas y
capilares de su cuello, por muy lento que bombearan no dejaban de
hacerlo, y con cada latido el cirujano se ponía aún más nervioso,
tan nervioso que en un ataque de ira la apuñaló con el bisturí muy
firmemente y varias veces en el corazón, hasta que este dejó por
fin de latir.
… Que maravilla…
Todo salía perfecto, cada corte, cada puntada, cada injerto… Fría
como el mármol y ya sin ningún tipo de sábana protectora de
infecciones o tubos de mantenimiento vital era como la jodida arcilla
de Donatello antes de finalizar sus obras de noble bronce…
No tenía que
limpiar después los cortes ni las heridas con yodo y la falta de
sangrado hacía que el trabajo fuera impecable.
Gracias al rigor
mortis de los músculos pudo moldearlos a placer y sujetarlos en su
posición perfecta al hueso. Cuando el rigor mortis pasó podía
doblar las articulaciones para dejar un acabado perfecto.
De pies a coronilla.
Su esposa de 40 años parecía tener 20.
La completó con
tejidos desechados de otras pacientes que guardaba congelados en la
cámara de donantes. Ni se notaba las puñaladas en el corazón, no
se veía ni un solo punto de sutura… pero que haría ahora con su
obra.
Otro genial momento
de inspiración rápida, le llevó a conservarla con nitrógeno en su
clínica.
Tenía una cámara
estanca que podía albergar un cuerpo entero. Tomás era consciente
de que un solo fallo en aquella cámara supondría el fin de su obra
maestra.
A sí que con las
mismas decidió encontrar el método de conservación perfecto y
estático que colocara a su obra a la altura de la Gioconda o El
David.
Desgraciadamente la
ciencia aún no podía darle lo que buscaba. Ningún método la
mantendría para siempre así de perfecta. Con la fortuna ganada de
toda una vida extirpando impurezas empezó a recorrer el mundo
hablando con científicos de buena y mala praxis. Químicos, físicos,
otros médicos…
Incluso matemáticos…
Nada. Nadie tenía respuesta.
Cada vez más
agotado y más loco debido a los años de intensa búsqueda de su
obsesión, empezó a consultar antiguos manuscritos. Y otra mañana,
en la que la cafeína del café se fue evaporada por la arena del
desierto, la expedición arqueológica que financiaba dio su fruto en
Egipto.
Unas momias
perfectas le llevaron a la pista de un antiguo manuscrito, más
antiguo que las pirámides. Era difícil de traducir por los expertos
pero era muy claro.
Una vez reunidos los
ingredientes que llevaron varios años en reunirlos, sacó del
congelador a su mujer perfecta y una vez descongelada embadurnó su
cuerpo con el extraño potingue…
Nada. No pasaba
nada. Como podía haber caído tan bajo. Fiarse de un mejunje de
vieja brujería había estropeado el logro que lo completaba, el
logro de su orgullo.
Con el cuerpo
empezándose a descomponer en la mesa de operaciones envuelto en una
masa azul que olía a cilantro, el buen doctor Tomás se reía a
carcajadas totalmente borracho en la esquina de la sala de
operatorios.
Se reía de como se
había dejado seducir por un cuento de hadas, y con las mismas,
riéndose notó que tenía en el bolsillo una copia traducida del
antiguo manuscrito.
Con la carcajada de
su metedura de pata se levantó tambaleante y medio vomitando y puso
las manos encima del cuerpo de su esposa mientras recitaba a modo de
chiste las palabras traducidas del manuscrito.
Ya daba igual todo,
ahora era un hombre destrozado.
Tomás perdió el
equilibrio cuando la masa azul se calentó tanto que empezó a humear
y a convertirse en una especie de resina negra que empezaba a
derretirse en el cuerpo de su difunta esposa que empezaba a
convulsionarse.
El doctor
estupefacto retrocedió muy despacio hasta dar con la pared y luego
se dejó caer sentado en el suelo mientras no dejaba de mirar lo que
pasaba y de escuchar los grotescos sonidos de un cuerpo que parecía
estar empezando a funcionar de nuevo.
Así es como su
esposa con movimientos suaves y gráciles volvió a ponerse en pié
con su cuerpo cubierto de humeante materia negra que goteaba.
Tomás no se lo
podía creer… Su esposa era la mujer más bella y hermosa que el
mundo jamás podría copiar.
El doctor estaba
sentado en el suelo tranquilo, sonriente, realizado mientras su mujer
se acercaba a él con los pasos más lindos jamás vistos por el ser
humano y dejando unas huellas negras como el alquitrán, y en su
oído, con la voz más dulces que unas cuerdas vocales perfectas
pueden ofrecer, muy pegada a la yugular, le dijo:
“… Gracias por
darme la vida de nuevo… Ahora necesito la tuya para seguir
viviendo…
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