viernes, 5 de junio de 2020
El Hijo Que Regreso Del Mas Allá
En una ranchería
del municipio de Cuauhtémoc, muy cerquita ya de las tierras de
Jalisco, vivía Doña Chonita, una viejecita viuda y muy querida que,
en esos días, por enorme desgracia estaba moribunda. Su comadre,
doña Panchita, era la única que la acompañaba, con una vela de
sebo encendida en sus manos y con rezos, la dura agonía de aquella,
su comadrita querida, a quien en cada sollozo y resoplido se le
escapaba un pedacito de su cansada vida, y pedía con sus ultimas
fuerzas, enorme fe y lagrimas en los ojos, que alguna vez fueron tan
claros como la mielecita silvestre, lo siguiente:
- ¡Por favor dios
mío! ¡déjame verlo por última vez! ¡Déjame tocar su cara, ver
sus ojos traviesos! ¡Decirle cuanto le quiero es lo único que te
pido dios mío!… ¡Solo eso!… ¡Nadita más!… ¡Solo así, me
podré ir en paz!…
Así pasan dos días
mas, los dolores, en el estomago de aquella mujer ¡cada vez son mas
fuertes!, los olores que salían de su boca ¡cada vez mas fétidos!,
sus ojos, ¡día a día reconocían menos a la gente que entraba a su
jacal a visitarle! Y, ahí, en un rincón, como siempre, su comadre
Panchita, pidiendo, con rosario en mano, un poco de piedad para que
ella, su comadrita, pueda morir en paz:
- ¡Tú sabes que
ella fue siempre buena! ¡tú sabes que jamás hizo daño alguno!
¡por favor señor mío déjala verlo por última vez! ¡déjale
partir en paz!… ¡Quítale este enorme sufrimiento!...
Esa tarde, mientras
doña Chonita sufría más y más dolores, de esos que restriegan las
tripas a las costillas y a los huesos de la espalda, un hombre,
montado a caballo llego al pueblo…
El sol se escondía
entre los cerros coloreando de un rojo sangre los montes y los valles
del lugar, las patas del enorme alazán, retumbaban en el empedrado
levantando remolinos de polvo en su andar firme y seco. El viento,
comenzó a silbar una canción triste, como melodía andina, como
música de violín o canción de “quena”…
Los perros, de forma
extraña, por no ser noche, recibieron con lánguidos, agudos y
lastimeros aullidos, que se perdían entre los ecos de las casuchas
de aquel pueblo, a aquel hombre, que con su sombrero negro galoneado
con piezas que parecían de oro, se abría paso entre las calles…
Iba decidido, sabia
cual era su destino, y el cuaco, parecía saberlo también, a su
paso, mientras los perros seguían aullando y una que otra gallina,
apesadumbrada, escapaba “cacaraquera” entre la polvorienta calle,
la gente, que en ese momento estaba en las callejuelas, como cuando
por la cabeza pasa un peine y los piojos huyen a esconderse, se
resguardaron, se metieron a sus casas ¡como si algo maldito los
llenara de miedo y les robara la tranquilidad!, y es que, el
ventarrón y el polvo que precedían a aquel hombre no era nada
normal, ¡todo lo movían!, ¡todo lo tiraban!… ¡lo arrebataban!…
¡lo ensuciaban!…
El hombre, siguió
avanzando arropado por el sarape negro con bordaduras de plata que le
cubría el pecho y la espalda, y así, con paso firme y en medio de
un halo de misterio y terror, llego frente a la casa de aquella pobre
mujer agonizante…
Se bajo de su enorme
cuaco, que resoplaba y resoplaba nervioso, se ladeo el sombrero para
cubrirse del polvo y entro arrastrando sus espuelas gastadas a
aquella casita de pajarete, lodo y otate…
Nadie estaba
presente, ningún ojo curioso fue testigo cuando el extraño,
llevando entre sus manos un ramo de flores silvestres sin gracia,
secas de su endeble y breve tallo por donde el fuereño las sostenía,
se postro de hinojos, frente aquella mujer que, en las oscuridades de
su agonía, solo atino a tocarle el rostro y quitarle el sombrero…
Al sentir aquellas
facciones que la oscuridad y los claroscuros de un “aparato” de
petróleo a medio acabar ocultaban, musito emocionada y con los ojos
anegados:
- ¡Eres tu Tomas!
¡Eres tú!... ¡Gracias dios mío!... ¡Gracias santo señor de la
expiración!... ¡Gracias por hacerlo regresar para verlo por ultima
vez antes de morir!... ¡Ahora si puedo partir en paz!...
El extraño, sin
decir ni una palabra, tomo las manos de la viejecita entre las suyas
y, besándolas, espero un instante, luego, agacho sus labios sobre la
frente de la mujer y, con sus callosas manos, cerro sus cansados
ojos…
El hombre, se
levanto entonces, dio media vuelta y descubrió en el fondo del
jacal, postrada en sus rodillas y con la cara desgajada de la
impresión, a su madrina Panchita, el extraño la acaricio con su
mirada profunda y triste, y le dijo con una voz cavernosa y hueca:
- ¡La fe, el amor y
las suplicas de una madre mueven montañas, infiernos e imposibles!…
Adiós madrinita…
En ese instante,
cuando el fuereño montaba su caballo, la orquesta de perros
famélicos le acompaño de nuevo con sus tristes y patéticos
aullidos, así, entre chillidos y una nube de polvo oscuro, el
fuereño se marcho, tal como llego…
Al otro día, a doña
Chonita la enterraron, su cajón fue sencillo, de madera de pino y
asegurado con clavos de tres por un peso.
Mientras la última
palada de tierra caía sobre aquella tumba, su comadrita, confesaba
con voz apagada, como ida, al sacerdote del lugar:
- ¡Se lo juro
padre! ¡Era mi ahijado el Tomas!... ¡El mismo que hace mas de tres
años mataron queriendo asaltar a la cuadrilla que llevaba la “raya”
de los trabajadores del ingenio!... ¡Yo lo “vide” padrecito! ¡Se
lo juro por mi madrecita que no miento! ¡era él! ¡Hasta me llamo
madrinita!...
Como suele suceder
en estos casos, nadie creyó a la pobre mujer…
Lo que sí, es que,
dicen los que acomodaron en la caja a doña Chonita, que una leve,
pero inmensa sonrisa de paz iluminaba su rostro a la hora de partir…
Otra cosa que
cuentan los que saben de esta historia, es que esa misma noche que
doña Chonita falleció, unos arrieros que venían de Tonila, por el
camino real, vieron a un extraño jinete que entre las sombras de la
noche ¡parecía irse descarnando! ¡Dejando ver entre la luz de los
cocuyos un rostro parecido al que dicen que carga la muerte calaca!…
Pero lo más
impactante, a decir de los arrieros, fue que el mentado jinete iba
montado en un potro alazán que, bufando, aventando fuego por las
narices y con el hocico espumeante, ¡parecía no tocar el suelo!
¡Sino que iba suspendido entre una nube de oscuro polvo!…
¿Verdad o mentira?
¿Sueño o solo ilusión de una desesperada madre?… No lo sabremos…
El secreto se lo llevara a la tumba la comadre Panchita, que una
noche, entre miles de estrellas como testigo, me relato esta
apasionante y misteriosa historia…
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