miércoles, 3 de junio de 2020
Jikininki
Una vez, Musõ
Kokushi, sacerdote de la secta zen que viajaba solo por la provincia
de Mino, se perdió en una comarca montañosa donde no había nadie
que lo guiara. Erró sin rumbo durante largo tiempo; y ya desesperaba
de hallar refugio durante la noche, cuando vislumbró, en lo alto de
una colina iluminada por los últimos rayos del sol, una de esas
pequeñas ermitas llamadas anjitsu, que suelen construir los monjes
solitarios. Aunque parecía estar derruida, Musõ se apresuró a
acercarse a ella; descubrió que la habitaba un anciano monje, a
quien rogó que le concediera alojamiento por esa noche. El anciano
rehusó con hosquedad, pero le indicó a Musõ la situación de una
aldea, en un valle próximo, donde hallaría alojamiento y comida.
Musõ se encaminó
hacia la aldea, compuesta por menos de una docena de granjas; el jefe
del villorrio lo recibió en su casa con suma afabilidad. A la
llegada de Musõ había cuarenta o cincuenta personas reunidas en el
aposento principal; a él lo guiaron hasta un cuarto pequeño y
apartado, donde pronto le ofrecieron cama y alimento. Vencido por la
fatiga, Musõ se acostó muy temprano; pero poco antes de medianoche
su sueño se vio interrumpido por un llanto que provenía del
aposento contiguo. Deslizáronse entonces las puertas correderas; y
un joven, que llevaba una lámpara encendida, entró al cuarto, lo
saludó con una reverencia y le dijo :
-Venerable señor,
es mi penoso deber informaros que ahora soy el responsable de esta
casa. Ayer no era sino el hijo mayor. Pero cuando vos llegasteis
aquí, vencido por la fatiga, no queríamos incomodaros de ningún
modo: no os anunciamos, pues, que mi padre había muerto hacía
apenas unas horas. Aquellos a quienes visteis reunidos en el aposento
contiguo son los habitantes de esta aldea; se han congregado aquí
para rendirle al muerto un póstumo homenaje; y pronto se marcharán
a otra aldea que dista tres millas de aquí, pues nuestra costumbre
nos prohíbe permanecer en la aldea la noche que sucede a la muerte
de alguien. Hacemos nuestras ofrendas, elevamos nuestras plegarias, y
luego nos retiramos, dejando solo al cadáver. En la casa donde queda
el cadáver suelen suceder cosas extrañas: pensamos, pues, que sería
mejor que nos acompañarais. En la otra aldea hallaréis buen
alojamiento. Aunque, quizá, siendo un sacerdote, no temáis a los
demonios y a los espíritus malignos; y, si no os inquieta quedaros
solo con el muerto, sois bienvenido a nuestro humilde hogar. No
obstante, debo advertiros que nadie, salvo un sacerdote, se atrevería
a pernoctar aquí.
Musõ respondió :
-Vuestras cordiales
intenciones, así como vuestra generosa hospitalidad, merecen mi más
profunda gratitud. Pero lamento que no me hayáis anunciado la muerte
de vuestro padre en cuanto llegué, pues, aunque estaba algo
fatigado, por cierto que no lo estaba al punto de hallar dificultades
en cumplir con mis deberes sacerdotales. Si me lo hubierais dicho,
habría administrado el servicio antes de que todos partieran. Así
las cosas, lo administraré una vez que os retiréis, y permaneceré
con el cuerpo hasta la mañana. Ignoro a qué os referís al
mencionar el peligro que entraña quedarse aquí a solas; pero no
temo a demonios ni espectros: os ruego, por tanto, que no abriguéis
temor alguno por mi persona.
Estas declaraciones
parecieron regocijar al joven, quien manifestó su gratitud con las
palabras pertinentes. Después, los otros miembros de la familia, así
como los aldeanos reunidos en el aposento contiguo, enterados de las
promesas del sacerdote, acudieron a darle las gracias, y luego dijo
el dueño de la casa :
-Ahora, venerable
señor, aunque mucho deploremos dejaros a solas, debemos despedirnos.
Las normas de nuestra aldea nos impiden quedarnos aquí después de
medianoche. Os imploramos, amable señor, que en todo punto cuidéis
de vuestro honorable cuerpo mientras no estemos aquí para serviros.
Y si acaso oyerais o escucharais algo extraño durante nuestra
ausencia, no olvidéis referírnoslo cuando regresemos por la mañana.
Todos dejaron la
casa salvo el sacerdote, quien se dirigió al aposento donde yacía
el cadáver. Habían depositado ante éste las habituales ofrendas;
ardía un tõmyõ, una pequeña lámpara budista. El sacerdote recitó
las correspondientes plegarias, ejecutó las ceremonias fúnebres, y
entró luego en profunda meditación. Así permaneció durante varias
horas; ni un sonido alteró la paz de la aldea desierta. Pero en lo
más hondo de la nocturna quietud, una Forma, vaga y de gran tamaño,
entró sigilosamente; y en ese mismo instante Musõ se vio privado
del habla y el movimiento. Vio que la Forma se apoderaba del cadáver,
como si tuviera manos, y lo devoraba con más rapidez que un gato al
comer una rata; comenzó por la cabeza y luego prosiguió por partes:
el pelo, los huesos y aun el sudario. Y esa Criatura monstruosa, tras
consumir el cadáver, se volvió hacia las ofrendas y también las
devoró. Luego se fue tan misteriosamente como había venido.
Los aldeanos, al
regresar por la mañana, hallaron al sacerdote ante las puertas de la
casa. Todos lo saludaron; y al entrar y mirar en torno, nadie expresó
sorpresa alguna ante la desaparición del cadáver y las ofrendas.
Pero el dueño de la casa le dijo a Musõ:
-Venerable señor,
acaso hayáis visto cosas desagradables durante vuestra estancia:
temimos todos por vos. Pero ahora nos place hallaros sano y salvo. De
buena gana nos habríamos quedado, de haber sido posible. Pero las
leyes de nuestra aldea, según os informé anoche, nos ordenan
abandonar las casas después de un fallecimiento y dejar el cadáver
a solas. Cada vez que se infringió esta ley, sobrevino una enorme
desgracia. Cada vez que se la obedece, hallamos que el cadáver y las
ofrendas desaparecen durante nuestra ausencia. Acaso hayáis visto la
causa.
Entonces Musõ le
habló de la Forma tenue y horrible que había entrado en la cámara
mortuoria para devorar el cuerpo y las ofrendas. A nadie pareció
sorprender esta narración; y el dueño de la casa señaló :
-Lo que nos acabáis
de referir, venerable señor, coincide con cuanto se ha dicho al
respecto desde antiguo.
Musõ entonces
preguntó :
-¿El monje de la
colina no suele realizar los servicios fúnebres para vuestros
muertos?
-¿Qué monje ?
-preguntó el joven.
-El monje que ayer
por la noche me indicó esta aldea -respondió Musõ-. Llegué hasta
su anjitsu, que está en la colina. Rehusó alojarme, pero me dijo
cómo llegar aquí.
Todos se miraron
entre sí con expresión atónita; y, tras un instante de silencio,
el dueño de la casa declaró :
-Venerable señor,
en la colina no hay monje ni anjitsu alguno. Hace muchas generaciones
que ningún monje reside en esta comarca.
Musõ no dijo nada
más al respecto, pues era evidente que sus amables anfitriones lo
juzgaban víctima de alguna ilusión sobrenatural. Pero en cuanto se
despidió, no sin procurarse la información necesaria para proseguir
su camino, decidió buscar la ermita de la colina para confirmar si
había sufrido o no un engaño. Halló el anjitsu sin dificultad; y
esta vez el anciano lo invitó a acompañarlo. En cuanto Musõ entró,
el eremita hizo una humilde reverencia y exclamó :
-¡Ah! ¿Vergüenza
de mí…! ¿Gran vergüenza sobre mí…! ¡Terrible vergüenza
sobre mí!
-No debéis
avergonzaros por haberme negado alojamiento -dijo Musõ-. Me
indicasteis la aldea vecina, donde fui recibido con suma amabilidad;
y os agradezco ese favor.
-A nadie puedo
ofrecer alojamiento -respondió el recluso-, y no es mi negación lo
que me avergüenza. Me avergüenza que me hayáis visto en mi
verdadera forma… pues fui yo quien devoró el cadáver y las
ofrendas ante vuestros propios ojos… Sabed, venerable señor, que
soy un jikininki, un devorador de carne humana. Compadecedme y
permitidme confesar la secreta falta que me redujo a esta condición.
“Hace mucho, mucho
tiempo, yo era sacerdote en esta desolada región. No había otro
sacerdote en leguas a la redonda. De modo que, en esa época, los
montañeses solían traer aquí los cuerpos de los que habían muerto
(a veces desde parajes distantes) para que yo cumpliera con los
servicios sagrados. Pero yo no cumplía estos servicios y no
realizaba los ritos sino por afán de lucro; sólo pensaba en la
comida y las vestimentas que podía obtener mediante mi sacra
profesión. Y a causa de este impío egoísmo volví a nacer,
inmediatamente después de mi muerte, como jikininki. Desde entonces
estoy obligado a alimentarme de los cadáveres de la gente que muere
en esta comarca: a todos debo devorarlos del modo que anoche
presenciasteis… Ahora, venerable señor, permitidme que os ruegue
que realicéis un sacrificio Ségaki para mí: ayudadme mediante
vuestras plegarias, os lo imploro, para que no tarde en liberarme de
esta espantosa existencia…”
En cuanto el eremita
hizo esta solicitud desapareció; y también desapareció la ermita,
en el mismo instante. Y Musõ Kokushi se halló a solas, de rodillas
en el pastizal, junto a un sepulcro antiguo y enmohecido, con la
forma que llaman go-rin-ishi, que parecía ser la tumba de un
sacerdote.
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