El mito del nacimiento de Huitzilopochtli nos habla acerca de cómo estos hombres se hallaban inmersos en un universo sobrecargado de sentido: cada respiro suyo, era una ofrenda, cada sueño un contacto místico. Espléndidamente aislados durante milenios, desarrollaron una cosmovisión muy particular y valiosa, porque nos sumerge en ámbitos asombrosos de pensamiento en Otredad, diferente por completo al desarrollado por la razón greco romana, la del cristianismo europeo, la nuestra aún hoy.
En Coatepec, la montaña sagrada, cerca de Tula ciudad imponente, una mujer admirable, Coatlicue, la de la falda de serpientes, hacía penitencia barriendo el templo. Súbitamente una pequeña bola de plumas cayó del cielo. Coatlicue la colocó en su seno, sin pensarlo. En ese justo instante quedó embarazada. Indignados, su hija Coyolxauhqui y sus demás hijos los Cuatrocientos Surianos, decidieron tomar venganza de su madre Coatlicue por esta afrentosa circunstancia. La madre se afligió mucho ante tal amenaza, empero, Huitzilopochtli, quien era el que se hallaba gestándose en su vientre, le consolaba hablándole desde allí: “-No temas; yo sé lo que tengo que hacer.”
Uno de los Surianos, Cuahuitlicac, tomó partido por su hermano nonato. Él le brindaba información acerca de los lugares a los que iban arribando Coyolxauhqui y los demás, a fin de alcanzar a su madre para castigarla. “Ya están en Tzompantitlan,ya en Coaxalpan, los veo en la propia cuesta de la montaña, ahora están aquí.”
En ese momento nació el dios Huitzilopochtli, rápidamente se procuró sus atavíos guerreros: su escudo de plumas de águila; sus dardos; su lanza-dardos azul, turquesa, su divino color. Pintó su rostro con franjas diagonales. Sobre su cabeza fijó plumas finas, además se colocó sus orejeras. En uno de sus pies, el izquierdo, que era enjuto, llevaba una sandalia cubierta de plumas. Sus piernas y brazos bañados de turquesa también.
Huitzilopochtli blandió su arma letal, la serpiente hecha de teas, la Xiuhcoatl, con ella hirió a Coyolxauhqui, le cercenó la cabeza, la cual rodó hasta quedar abandonada en la ladera de Coatepec. El cuerpo de Coyolxauhqui se disgregó hacia todos los rumbos posibles.
Luego el Dios Colibrí se irguió, persiguió a los Cuatrocientos Surianos, los acosó cual si fuesen conejos, en torno de la montaña sagrada. Cuatro veces los obligó a rodearla a fin de huir de su furia belicosa. En vano trataban de ofrecer defensa alguna contra él, ni siquiera al son de los cascabeles y ni al golpear de sus escudos.
Sólo unos cuantos pudieron escapar de su ominosa presencia, del furor de sus manos batalladoras. Se dirigieron hacia el sur, por eso se llaman los Surianos, los pocos que huyeron de Huitzilopochtli. A los fenecidos, el Dios Colibrí les quitó sus atavíos, sus adornos, su anecúyotl, se los apropió, los incorporó a su destino, hizo de ellos sus propias insignias.
“Y este Huitzilopochtli, según se decía, era un portento, porque sólo una pluma fina, que cayó en el vientre de su madre, Coatlicue, fue concebido. Nadie apareció jamás como su padre. A él lo veneraban los mexicas, le hacían sacrificios, lo honraban y servían. Y Huitzilopochtli recompensaba a quien así obraba. Y su culto fue tomado de allí, se Coatepec, la montaña de la serpiente, como se practicaba desde los tiempos antiguos.” (De los informantes de Fray Bernardino de Sahagún)
Hoy es factible comprender, en este relato mítico, una lectura de la victoria cotidiana del Sol en contra de la noche, la Luna y las estrellas del firmamento. Porque las palabras dicen al mundo de diferentes maneras, y el silencio expresa sus motivos. El silencio: la voz del dios oculto, que nunca ha terminado de relatar(nos) sus hazañas, en el corazón mismo del Ser.
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