Un día Iguá, que se había alejado más que lo de costumbre de su tribu, pudo ver a la orilla del río, a una joven de increíble belleza de la que quedó enamorado al instante. La mujer se llamaba Porá-sí. Cegado del corazón, Iguá continuó yendo día tras días al mismo lugar donde estaba Porá-sí, para poder verla, e incluso hablar con ella. Poco a poco, ambos jóvenes se fueron conociendo y así fue que entre ellos nació el amor.
Pero el padre de Porá-sí, que era el cacique de otra tribu, tenía pensado casar a su hija con uno de los más bravos guerreros de su clan. Los jóvenes estaban conscientes de esta situación y sus corazones, si bien estaban felices por estar enamorados, también sentían la amargura del destino imposible.
Un día, Iguá encontró a Porá-sí llorando a la vera del río. Su padre había decidido que se casase la próxima luna llena con un guerrero de su tribu. Los jóvenes, ciegos de amor, decidieron escapar. No podían ir a la tribu de Iguá porque eso significaba una guerra entre las dos tribus. Tampoco podían internarse en la selva porque iba a ser demasiado peligroso para Porá-sí. Por lo que la única opción posible era cruzar el gran río y alejarse para siempre de la tierra guaraní.
Iguá y Porá-sí se tomaron de la mano y comenzaron a cruzar las aguas en la que creían que era una de las partes menos duras para pasar.
Pero no estaban solos. Los guerreros de la tribu del padre de la chica llegaron hasta donde estaban los enamorados profiriendo gritos y atacándolos con flechas. Asustados, los jóvenes intentaron ir más aprisa hasta la lejana orilla, pero las flechas caían cada vez más cerca y el peligro era mayor.
Las aguas del río eran tan intensas que Iguá y Porá-sí apenas podían avanzar. Los guerreros estaban por alcanzar la orilla y las flechas caían ya muy cerca de los jóvenes. Estos vieron que ya no podían alcanzar la orilla. En medio de una lluvia de flechas, se miraron a los ojos y, sin decir palabra, en ese mismo momento, prefirieron morir juntos que vivir separados. Se abrazaron y se dejaron llevar por las aguas del furioso río.
Pero Tupá, el máximo dios guaraní, que todo lo ve, se apiadó de los jóvenes. Guió un gran tronco hasta ellos para que pudieran aferrarse, y elevó las orillas del río hasta formar grandes barrancos por los que el agua caía a torrentes, cortándoles el paso a los guerreros que tuvieron que desistir en su persecución.
Cuando Iguá y Porá-sí alcanzaron la otra orilla, pudieron ver como el río había cambiado. A sus espaldas se habían formado gigantescas cataratas por donde el agua caía, despidiendo espuma y tronando como sólo lo pueden hacer los dioses.
Así fue como, gracias al amor de dos jóvenes y según esta leyenda, se formaron las cataratas más lindas del planeta. Con el tiempo se las llamó las cataratas del Iguazú, que en idioma guaraní significa “agua grande”.
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