Las maldiciones tienen un papel destacado en las creencias populares de muchos pueblos (supersticiones), así como en sus mitos y leyendas. Por ejemplo, en el folclore hispánico se cree que la sirena era una muchacha hermosa a la que le gustaba mucho bañarse. Un día su madre la maldijo por ello, diciendo que, ya que le gustaba tanto el agua, ojalá nunca saliera de ella —y así fue.
Según estas creencias, en ocasiones familias enteras son víctima de una maldición, cuyas consecuencias alcanzan a todos los descendientes de la persona maldita. Así, en la mitología griega, todo el linaje de Atreo y Edipo es víctima del destino adverso de estos personajes.
Con frecuencia se atribuye una capacidad especial para arrojar maldiciones a colectivos marginados, como los gitanos en España, cuyas maldiciones gitanas causaban pavor.
Objetos malditos
El poder de la maldición se extiende en ocasiones a determinados objetos. Así, el poeta griego Nikos Kavvadías cuenta en uno de sus poemas más conocidos la historia de un cuchillo maldito: todos los que lo compraban acababan utilizándolo para matar a una persona querida. El vudú afroamericano afirma que es posible dañar a una persona colocando en su camino ciertos objetos malditos, que se activarán cuando la víctima camine sobre ellos.
Según la creencia popular, las maldiciones pueden también afectar a edificios (por lo que se habla de casas encantadas, embrujadas o malditas).
Maldiciones en la Antigua Grecia y Roma
Las maldiciones en Grecia y Roma eran un tanto formales y oficiales. Llamadas katadesmoi («ataduras») por los griegos y tabulae defixiones por los romanos, eran escritas en tablillas de plomo u otros materiales. Generalmente, invocaban la ayuda de un espíritu (una deidad, un demonio o uno de los muertos) para cumplir con su objetivo, y eran colocadas en algún lugar considerado eficaz para su activación, como en una tumba, cementerio, pozo o manantial sagrado.
En el texto de la maldición, el peticionario expresaba su deseo de que el enemigo sufriese daño de alguna forma específica. Con frecuencia se añadía la falta que había cometido la persona maldita: un robo, una infidelidad, no haber correspondido al amor del maledicente, haberle faltado al respeto, haberle robado el amor de su vida, etc.
Los romanos, etruscos y griegos practicaban con frecuencia este tipo de maldiciones. Los griegos tenían en la edad heroica unos sacerdotes especiales llamados areteos o sea maldecidores.
Conservamos un corpus importante de este tipo de textos, que nos permite saber cómo lo hacían. Abundan en la Ilíada estas imprecaciones, como la de Crises contra Agamenón y los griegos en el canto I. También abundan en las tragedias de Sófocles. Cuando Alcibíades fue desterrado después de la mutilación de Hermes, todos los sacerdotes del Ática excepto uno lanzaron contra él las más terribles imprecaciones.
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