En aquel ambiente marinero, en el que los intereses y los sueños seguían las rutas de las velas, vivía la mujer más bella de Colchagua. Una mujer que, así como los barcos van dejando una estela de espumas, iba dejando a su paso una siembra de apasionados adoradores.
A pesar de ser tantos sus pretendientes y enamorados, ningún hombre podía vanagloriarse de haber obtenido de ella algo más que la flor de su sonrisa en un saludo y la mareante visión de su hermosura al pasar. Le habían ofrecido tentadores tesoros, y había rechazado todo con amables y discretas palabras. Como no había favorecido ni preferido a nadie, tampoco existían despechados ni ofendidos.
No la ilusionaba el lujo de trajes ni de joyas. Tan bella como su cuerpo era su alma. Un alma soñadora que quería escaparse por los caminos del mar hacia la lejanía.
Y sucedió que un atardecer llegó a Matanzas desde lejanas tierras un barco. Su capitán, quemado por el sol y la sal de todos los mares, había visto muchísimas mujeres, había tenido amores pasajeros en todos los puertos, pero nunca se había sentido verdaderamente enamorado.
Se sintió por primera vez tocado del amor al día siguiente de su arribada a Matanzas. Saltó a tierra, y al ver a la bella soñadora, se dio cuenta de que aquella mujer no era como las que había conocido. No le pareció, una mujer superficial. Sus ojos negros, y aterciopelados tenían profundidades en las que él, tan acostumbrado a atravesar las nieblas y las noches, perdía el rumbo y la cabeza.
Ella, por su parte, también advirtió, en el capitán algo extraordinario. Su porte y sus ademanes eran distinguidos, y su mirada, muy distinta de la mirada de los hombres de Colchagua, tenía reflejos de cielos y paisajes lejanos. Pronto se dio cuenta ella de que aquél era el hombre que esperaba.
Y todo esto que cada uno vio en el otro al primer encuentro, lo confirmó y amplió muy pronto con las palabras. Llegaron enseguida a tan perfecta inteligencia, que tenían la impresión de haber nacido el uno para el otro. Y los dos sentíanse felices.
Pero cuando en la población se supo, que la novia imposible se iba a casar con el capitán, un coro amenazador, de despechados llenó el aire de manos crispadas y de juramentos.
Uno de los resentidos fue a visitar a una bruja y le pidió que inmediatamente pusiese en juego todas sus malas artes para evitar aquella boda.
Y la bruja fue entonces y, para que tan solicitada joven ni se casase ni se fuese de Matanzas, la convirtió en roca. En una roca que, según los que saben mirar, reproduce todavía las bellas líneas de la soñadora de lejanías.Y allí, en la roca que hoy, por olvido de este mágico origen, se llama de la Sirena, sigue la bella petrificada mirando siempre al horizonte, y esperando que algún día llegue un piloto de ojos verdes a desencantarla.
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