Cuando era niño tenía una pesadilla recurrente: caminaba por un laberinto de paredes blancas y aspecto de hospital, huyendo de un ser al cual no llegaba nunca a ver, pero al que presentía siempre cerca, justo tras el recodo del pasillo por el que acababa de pasar. Al despertar me acompañaba la angustia que había sentido durante el sueño, como si la pesadilla prolongase sus tentáculos en la vigilia por unos breves momentos, tal vez hasta que encendiese la luz del cuarto o hasta que llegasen las primeras luces de la mañana.
En aquella época me hubiese gustado conocer la existencia del Baku, y saber que, tiempo atrás, en Japón, cuando alguien despertaba en mitad de la noche de un sueño ominoso o de una pesadilla invocaba a esta entidad protectora. “Baku kurae!” (“¡Devora, oh Baku, el sueño maligno!”), repetía por tres veces el desafortunado, pues así el Baku venía a comerse su mal sueño, llevándose todo el miedo y acabando con la posibilidad de que la desgracia anunciada en el mundo onírico se realizase algún día en el real.
Aunque era capaz de hablar con voz humana, el Baku (también llamado Shirokina Katsukami o Hakutaku) tenía forma de animal fantástico. Algunos dicen que se parecía a un tapir, pero Lafcadio Hearn, basándose en un libro antiguo cuyo título no proporciona, asegura que posee cuerpo de caballo, cara de león, trompa y colmillos de elefante, cola de vaca, frente de rinoceronte y pezuñas de tigre. Como puede colarse en los dormitorios atravesando las ventanas, hemos de suponer que su tamaño no supera al de una cabra o un perro grande.
Al principio las funciones de esta entidad, cuyo origen se encuentra en el folclore chino, eran más amplias. Su imagen servía como talismán contra la peste y los malos espíritus, y por ello se esculpía en los montantes de las puertas o se dibujaba en cuadros que decoraban el interior de las casas. Con el tiempo fue especializándose en los sueños maléficos, siendo venerado tanto por campesinos como por nobles. Se sabe que estos últimos colocaban el ideograma que representa su nombre en las almohadas de sus hijos, quienes así podían caminar sin miedo por los tenebrosos senderos de las pesadillas.
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