La indiecita Mapiripana era una india joven, bella y fuerte perteneciente a la tribu de los maipureños colombianos. Es la sacerdotisa de los silencios y la protectora de manantiales y lagunas. Habita en el más oscuro corazón de las selvas, y se dedica a exprimir las nubes, encauzar las filtraciones acuíferas que bajan desordenadas y buscar perlas de agua en los barrancos para formar nuevas vertientes que se encaminen hacia los grandes ríos, como el Orinoco y el Amazonas.
Los indios del lugar le temen a la indiecita, pero ella tolera la cacería siempre que no hagan ruido; los que hacen caso omiso de esto no cazan nada, ya que pueden observarse en la arcilla fina de la ribera de los ríos la huella de la indiecita, que ha pasado asustando a todos los animales. Su pisada es fácil de reconocer; ya que posee un solo pie y camina con el talón hacia adelante, como si lo hiciera retrocediendo. En sus manos carga una planta parásita, y ella fue quien enseñó a los indios a usar los abanicos de palmera. En las noches puede oírsela gritar en la espesura de los bosques, y por las noches de plenilunio se la ve vadera las costas, navegando sobre una concha de tortuga tirada por bufeos que mueven las aletas mientras ella canta.
Se cuenta que hace muchos años llegó a la tierra de la indiecita un misionero que gustaba de emborracharse con jugo de palma y dormir en los arenales con indias impúberes. Como era un emisario de la religión, esperó un día que bajara la india de los remansos del Chupave, para capturarla y quemarla viva. La observó entonces esa noche, robando huevos de terca, vestida con telarañas y apariencia de viudita joven. Comenzó a seguirla con afanes lujuriosos, pero la indiecita le escapaba en la oscuridad y la espesura. La llamaba, gritándole entre los árboles; pero la india no respondía. Así el misionero llegó a una caverna en medio de la selva, donde fue capturado por la indiecita y preso durante muchos años.
Para castigar su lujuria, Mapiripana le chupaba los labios hasta rendirlo, y el clérigo cerraba los ojos, perdiendo la sangre, para no verle el rostro. Ella quedó encinta a los pocos meses y parió dos mellizos: un vampiro y una lechuza, Horrorizado el misionero por haber engendrado esos monstruos, se fugó de la caverna, pero fue perseguido por sus propios hijos, y todas las noches era sangrado por el primero y descubierto y reflejado por el segundo.
Ya desesperado, y tras una larga huida a pie o en balsa por los ríos, se postró para pedirle perdón a Mapiripana, pero esta le respondió “¿Quién puede librarse de sus propios remordimientos?”
Entonces el misionero se entregó a la oración y a la penitencia y murió´ demacrado y envejecido. En su última agonía lo halló la indiecita, revolviendo las manos en el aire, como para agarrar la propia alma que se le escapaba; al morir quedó en el aire revoloteando una mariposa enorme y de alas azules, que es la última visión de los que mueren de fiebres en las selvas colombianas.
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