Cuenta la historia que una indiecita huarpe subía uno de los cerros buscando abnegadamente a su madre, llamándola a gritos. ¿Dónde estaba la madre?, la que era una esbelta india huarpe, buena como la tierra. Hacía muchas lunas que esperaba a su esposo, un hábil cazador de guanacos, pero no había vuelto.
Ahora la madre yacía tumbada entre las piedras de un despeñadero. Nadie podía socorrerla, y ya en las cercanías de su muerte, rogó a Ten-ten que protegiese a su hijita de todo peligro. Y le pareció que la Divinidad había asentido. Entonces se quedó quieta para siempre, entregando su alma a Dios.
La pequeña se acurrucó debajo de un chañar, sobre una mata florecida de azaleas. La noche se llenaba de formas extrañas, de remotas quejumbres, de altísimas estrellas, de pisadas sigilosas. La indiecita se había adormilado. Por un momento, se acallaron las quejas, pero… Muy cerca de la niña rondaba sigilosamente una pareja de pumas. ¿Acaso el Gran Dios no había escuchado la súplica de la madre?
Pero los ojos de los búhos se agrandaron de asombro, allí, entre los matorrales, algo se movía. Era una procesión de puercoespines que rodearon el cuerpecito de la niña, cavaron un poco la tierra a su alrededor y se afirmaron en ella como champas.
Cuando los felinos intentaban acercarse, una tosca trinchera de púas se erizaba junto a sus patas, junto a sus hocicos. Por su parte, las chumberas arrojaban al momento sus higos belicosos y los cardones rígidos, la espinosa carnaza. En su refugio inesperado, la indiecita dormía soñando con su madre.
De pronto, una blancura lunar descendió sobre ella. Su tez se tornó blanca como la nieve de la sierra cercana. Su cuerpecito se fue haciendo cada vez más de nieve, cada vez más de luna. Y a su contorno y a sus pies se entrecruzaba un cerco de garfios tenaces.
Mientras, la Madre Tierra decía: ¡He aquí una nueva flor! El Padre Viento, exclamaba: ¡Yo la alimentaré, yo la sostendré! Los chañares la abanicaron con sus guirnaldas amarillas. La descubrió primero la calandria, y se lo comentó al colibrí, y ambos el cantaron al unísono.
Desde entonces, en las quebradas del monte, en los jarillales rústicos, la “Flor del Aire” surge como un lirio de nieve, como un copo de luna, en su abnegado trono de puercoespines. La Divinidad, porque es eterna, cumplirá eternamente su promesa.
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