Los huarpes, aborígenes cazadores, recolectores y, según las circunstancias, agricultores; vivían en el Valle de Uco, a las orillas del río Tunuyán y de los innumerables arroyos que cruzan de oeste a este esas hermosas tierras. Desandaban los días mansamente, sin tener mayores preocupaciones, hasta que, en días aciagos, fueron alcanzados por hordas indígenas provenientes del poniente, del otro lado de la cordillera. Los pueblos fueron entonces arrasados una y otra vez, quemadas las cosechas, sus viviendas, raptadas sus mujeres y niños, muertos sus hombres de trabajo.
Cauén, hijo altivo de un cacique huarpe, cansado de tanto pillaje, de tanta injusticia, un día formó una tropa y partió rumbo al poniente, a la sierra andina, para buscar la solución al problema que vivía su gente. No encontraron a los bandidos, pero sí sus rastros, encontraron el paso por donde raudamente los malvivientes ingresaban al Cuyún y escapaban luego de cometer sus fechorías.
Prontamente decidieron levantar un muro en un punto en que la quebrada se angostaba lo suficiente. Piedra sobre piedra, arcilla y agua, piedras…. Levantaban más piedras, sin descanso, sin resuello, solamente pensando en la seguridad de la tribu que esperaba en el valle que Cauén encontrar la solución a tantos males. El trabajo era harto duro, los guerreros se sentían fatigados e hicieron un alto al llegar las sombras de la noche.
Cauén, haciendo un extraordinario derroche de esfuerzo, continuó con la labor. No le importaba la oscuridad ni el frío de la nieve cercana. Seguía y seguía, le bastaba para ello el sólo pensar en su gente y en todo lo que aquellos maleantes que llegaban a destrozar sus cosechas lpor aquél paso le habían hecho. El sol del amanecer mostró con sus rayos un nuevo muro: un cerro, que se apareció a la vista de los guerreros. ¡Es Cauén!. Sí. Su negra cabellera semejaba rematar el cerro. Así lo atestiguaron los huarpes de la caravana.
Cauén no apreció. Se fue con la luna. Cauén se transformó en el nuevo Cerro que, desde entonces protegió a los huarpes de los maleantes transcordilleranos. Desde entonces, el Cerro Punta Negra – tal como era la cabellera de Cauén – dominó los altos e impidió pasar las hordas asesinas.
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