Pero Pachakamaq celoso, raptó al semidios y lo mató. La madre, desgarrada de dolor, exigió al Sol que le castigara, pero el verdugo enterró el cuerpo para que no lo descubrieran y sembró en él para compensar a la mujer que pasaba hambre. En sus dientes depositó maíz. Al sembrar en las costillas y huesos germinaron yucas y frutas. De la carne salieron los pepinos, los pacaes y árboles, convirtiéndose la región en un próspero territorio.
No obstante, la madre seguía clamando venganza, pero Pachakamaq se ocultó del Sol en un lugar remoto para así evitar su furia. Decidido a hacer feliz a la mujer, el Sol le dio otro niño a partir del cordón umbilical del primero, y le prometió que no le pasaría nada porque por el día él lo custodiaría y por la noche la Luna sería la responsable.
El joven, de nombre Vichama, creció sano y fuerte y se aventuró por el mundo, dejando sola a su madre. A la vuelta, se encontró, desconcertado, a una multitud de personas desconocidas para él. Pachakamaq, en su infinita maldad, había asesinado a su madre y había creado a partir de ella hombres y mujeres. Lleno de ira, exigió a su padre el Sol venganza. Persiguió al asesino de su madre y hermano, pero éste se refugió en el mar, que se convertiría en su eterna morada.
A los habitantes los transformó en piedra, acusándolos de ser cómplices en el asesinato de su madre. Afligido por la soledad, buscó los huesos de ésta, los juntó e invocó a su padre, quién le devolvió la vida. Sin embargo, al verse solos, Vichama rogó al Dios Sol una nueva creación. Éste aceptó y lanzó a la tierra tres huevos: de oro, plata y bronce.
Del huevo de oro nacieron los Kurakas y nobles; de plata las mujeres de éstos y de bronce los plebeyos.
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