Cuenta un viejo mito que Inti, viendo que los hombres vivían como animales salvajes, sin cultivar la tierra ni construir casas, alimentándose de las raíces que encontraban y cubriéndose con hojas y pieles, decidió enviar a dos de sus hijos, hombre y mujer, para que les transmitiesen el conocimiento y los guiasen. Estos dos hijos del Sol eran Manco Capac y Mama Ocllo, de quienes proviene la dinastía reinante, los Incas propiamente dichos.
Antes de depositarlos junto al lago Titicaca, el Sol les dio una estrecha barra de oro para que la clavasen en la tierra allá por donde pasasen. Si la barra se hundía de un solo golpe, aquel era el lugar apropiado para asentarse definitivamente. Así los dos caminaron hacia el norte, hasta llegar a un valle rodeado de escarpadas montañas en cuyo suelo la barra se hundió tras darle un golpe. Convocaron entonces a las gentes, explicándoles como el Sol los había enviado para que fuesen sus maestros, y las llevaron a aquel lugar, en donde fundaron la ciudad de Cuzco.
De Inti se decía que estaba casado con su hermana la Luna, llamada también Mama Quilla. Los antiguos habitantes de Perú creían que tras cruzar el cielo en su periplo diario, se sumergía en el océano oriental, al cual secaba parcialmente. Durante la noche regresaba nadando bajo la tierra y reaparecía a la mañana siguiente, rejuvenecido por el baño. Los eclipses eran interpretados como una señal de su ira.
Cuentan que en una ocasión el Sol se apareció al Inca Yupanqui para anunciar futuras victorias militares y recordarle sus obligaciones como hijo suyo. Mientras el Inca hacía un alto en el camino junto a la fuente de Sucur-pugaio, un cristal cayó al agua. Al mirar en su interior vio a un indio tras cuya cabeza brillaban tres rayos de sol, que iba vestido con los ropajes reales, llevaba enroscadas en sus brazos dos serpientes y se acompañaba por dos pumas. Yupanqui se asustó con su visión, pero la imagen lo tranquilizó diciéndole que era su padre el Sol. Después le anunció que conquistaría muchas naciones, pero que nunca debía olvidarse de reverenciarle dedicándole las ofrendas adecuadas. Tras decir esto desapareció, dejando al Inca el cristal, en el cual pudo ver desde entonces todo aquello que deseó.
Según esta leyenda, Yupanqui ordenó construir una estatua del Sol que lo presentase tal y como él lo había visto. Sin embargo, la representación habitual consistía en un disco dorado con un rostro inscrito y rodeado por rayos solares y llamas. Así aparecía, por ejemplo en el santuario principal del Templo del Sol o Coricancha, templo más importante de Cuzco y auténtico centro religioso del imperio.
En el Coricancha, cuyos muros exteriores medían más de cuatrocientos metros, vivía el Gran Sacerdote del Sol o Vilca-Oma, quien dirigía toda la vida religiosa del imperio y era habitualmente tío o hermano del emperador. Otros de los recintos internos servían de vivienda a parte del personal del templo, que podía llegar a estar compuesto por centenares de personas.
Existía también un grupo de mujeres, las Vírgenes del Sol o Acllas (“elegidas”), consagradas al Sol y al servicio del Inca. Unos funcionarios especiales las seleccionaban entre las niñas menores de 8 años según su linaje y su belleza. Desde entonces residían en unos conventos, los Aclla Huasi (“casa de las elegidas”), bajo el gobierno de unas mujeres mayores denominadas Mama Cunas. Tejían toda la ropa que el Inca y su mujer vestían, y preparaban la ropa, la comida y la chicha (cerveza de maíz fermentado) que se ofrendaba al Sol.
Las grandes fiestas celebradas al año en honor al Sol eran dos: el Capac Raymi y el Inti Raymi. El Capac Raymi tenía lugar durante el solsticio del verano austral (21 de diciembre). Durante esta fiesta se celebraban los ritos de iniciación de los hijos de los nobles, que así entraban en la edad adulta, en la aristocracia y en el servicio del Inca.
El Inti Raymi coincidía con solsticio de invierno (21 de junio). Antes del amanecer, el emperador, su familia y el pueblo se dirigían en solemne procesión a la plaza mayor de Cuzco en donde aguardaban en silencio al sol naciente, cuya aparición era recibida con júbilo. Todos los presentes se arrodillaban entonces y el Inca ofrecía chicha al sol en un recipiente de plata. Después marchaban al Coricancha, en donde se volvía a encender el fuego sagrado mediante el uso de unos espejos. La ceremonia se acompañaba con danzas y sacrificios de grano, flores y animales, que eran quemados en hogueras. Desde las colinas que rodeaban Cuzco innumerables columnas de humo ascendían hacia el cielo portando las ofrendas realizadas al Sol.
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