domingo, 11 de agosto de 2013
Los Orígenes Iconográficos del Dragón Medieval
De entre los animales del bestiario, sin duda es el dragón
el que presenta más problemas para el estudioso de zoología fantástica: su
oscuro origen -casi por generación espontánea-, su compleja taxonomía, su
evolución desordenada, con acentuado polimorfismo en subespecies y razas, y su
asombrosa expansión por tierras y mares, convierten este ser, así como su
estudio, en algo profundamente seductor a la par que inquietante.
El comienzo de la existencia del dragón se centra en su
nombre: drákon en griego, draco en latín, de donde derivarán, con escasas
variantes, todas las denominaciones comunes en las lenguas europeas (dragón,
dragon, Drache, dragio, dragone, drac, etc.). Resulta asombroso que, bajo
palabra tan inmutable, fluya y palpite una realidad visual tan variante y
sujeta a metamorfosis. Si a un griego, a un romano o a una persona culta de la
Antigüedad Tardía -e incluso del siglo VIII- se le preguntase qué aspecto tiene
un dragón, su respuesta sería clara y unívoca: un dragón es un tipo de
serpiente. Habría quien dijese que la palabra «dragón» ha de aplicarse a las
serpientes que aparecen en un contexto religioso; o, por el contrario, quien
nos hablase de dos tipos de dragones -uno terrestre y otro marino-, que se
distiguen de las demás culebras por su enorme tamaño; pero eso es todo. Quizá,
si aún se insistiese más, inquiriendo sobre ciertas deformidades del dragón, y
repasando el arte antiguo para ver si, anatómicamente, el dragón es algo más
que una serpiente común gigantesca, podría descubrirse que, según ciertos
artistas, hay serpientes -o dragones que se adornan con aditamentos tales como
orejas, cuernos, cresta, barba, varias cabezas, y hasta, en casos aislados, con
magníficas alas de ave (recuérdense las serpientes que llevan el carro de Medea
en ciertos sarcófagos), o con la extraña melena que colocó Apolonio de Tiana a
su serpiente adivina Glicón. Sin embargo, ahí se detiene la fantasía de los
antiguos: por lo común, sólo uno o dos de estos elementos antinaturales adornan
el cráneo o las espiras de la sierpe, y, aunque también es posible ver cómo sus
facciones se transforman en una cabeza de cuadrúpedo o de pájaro, lo que nunca
aparece, desde luego, es el menor esbozo de patas, ni, por tanto, un engrosamiento
del cuerpo para poderlas engarzar en él mediante hombros o caderas.
En este contexto, no cabe duda de que corresponde
morfológicamente a un ofidio la descripción que hace San Isidoro en sus
Etimologías: «El dragón es la mayor de todas las serpientes, e incluso de todos
los animales que habitan en la tierra ... Con frecuencia, saliendo de sus
cavernas, se remonta por los aires y por su causa se producen ciclones. Está
dotado de cresta, tiene la boca pequeña, y unos estrechos conductos por los que
respira y saca la lengua. Pero su fuerza no radica en los dientes, sino en la
cola, y produce más daño cuando la emplea a modo de látigo que cuando se sirve
de su boca para morder. Es inofensivo en cuanto al veneno, puesto que no tiene
necesidad de él para provocar la muerte: mata siempre asfixiando a su víctima.
Ni siquiera el elefante, a pesar de su magnitud, está a salvo del dragón: éste
se esconde al acecho cerca de los caminos por los que suelen transitar los
elefantes, y se enrosca a sus patas para hacerlos perecer por asfixia. Se crían
en Etiopía y en la India, viviendo en el calor en medio del incendio que
provocan en las montañas (XII, 4, 4-5)». Las líneas que acabamos de transcribir
en la traducción de J. Oroz y M.A. Marcos3 constituyen un buen resumen de lo
que habían dicho sobre los dragones los naturalistas antiguos, y servirán de
fuente básica para los posteriores bestiarios en latín o en lenguas romances.
Pero también tienen interés otros datos que, en párrafos diversos y como de
paso, nos proporcionan las propias Etimologías: así, nos enteramos de que
existe un «dragón marino”-de escaso éxito en la literatura posterior- y de que
hay dragones terrestres en Mauritania Tingitana, en Ethiopia y en la India,
aparte del que vigilaba las manzanas de oro en las Islas de las Hespérides. Su
afición por guardar, e incluso por contener tesoros, queda manifiesta en la
leyenda de una piedra preciosa, la dracontites: esta gema, según San Isidoro,
«se extrae del cerebro del dragón. Ahora bien, la gema no llega a formarse a no
ser que se le corte la cabeza cuando todavía está vivo; por eso los magos
decapitan a los dragones cuando éstos están dormidos. Hay hombres audaces que
exploran las guaridas de los dragones, en las que esparcen hierbas drogadas
para provocar el sueño del dragón, y así, cuando está dormido, le cortan la
cabeza y extraen de ella las gemas. Son de un brillo transparente. Sobre todo
los reyes de Oriente se ufanan de que disfrutan de ellas (XVI, 14, 7)».
Fácil es de comprender que un ser de tales características
apareciese cargado, y aun sobrecargado de sugerencias: es enorme, está
íntimamente unido a la tempestad y al incendio, habita cavernas de países
exóticos y guarda tesoros, concentrando además la carga maléfica de su poder
letal. Pero, por si fuese poco, de un campo ajeno al de los naturalistas le
vienen otras connotaciones aún más negativas: la Biblia lo presentaba como
símbolo del mal y del demonio, y los Santos Padres insistían constantemente en
la misma idea. Para las mentes paleocristianas era imposible dejar de fundir
las visiones zoológica y doctrinal: para el fiel, el dragón concentra toda la
brutalidad de los elementos naturales desencadenados (tierra, aire, fuego,
acaso agua), y se presenta como el obstáculo para hallar el bien; constituye
por tanto un símbolo vivo de la fuerza animal de la materia con la que debe
enfrentarse el espíritu para hallar el tesoro del Bien y de la Salvación. Fruto
de esta mentalidad, las distintas versiones del Fisiólogo, ese bestiario
primitivo compuesto a partir del siglo II d.C., se ocupan del dragón tan sólo
en cuanto enemigo perverso de distintos animales considerados positivos. En
diversos pasajes, asistimos a sus derrotas contra el ichneumon, que le vence
ocultándose en el barro; o a su odio y miedo frente a la pantera, cuyo rugido y
cuyo perfume le aterran; o a sus asechanzas para matar a las palomas de cierto
árbol de la India, cuya sombra le atemoriza; o a su odio por el elefante, que
obliga a la hembra del proboscidio a parir dentro del agua para evitar sus
ataques6. Es un ser tan perverso, en una palabra, que debe considerársele el
enemigo perfecto a batir por los hombres valientes y virtuosos.
Un paso de importancia en este sentido, a la vez que una
recuperación de enfrentamientos míticos antiguos, es el que presenciamos, por
ejemplo, en el poema de Beowulf, del siglo VIII. Así como Apolo o Jasón se
enfrentaron a terribles serpientes, Beowulf acomete al dragón que, sobre un
alto túmulo, defiende un tesoro. Por muchos conceptos, el animal se parece al
descrito por San Isidoro -es «el nocturno enemigo, el reptil fogueante que
hurga las tumbas, el torvo dragón que en las noches revuela entre llamas
horribles»-, pero se refuerza con armas nuevas -vomita «cálidas llamas y
pútrido aliento», es capaz de morder y de inocular veneno-, y, sobre todo, ve
recalcado su sentido moral: es perverso, y causa males sin cuento a las gentes
que habitan en su entorno y al monarca que las rige. Nada en el poema
anglosajón permite suponer que su autor hubiese dejado de concebir el dragón
como una gran serpiente, pero es probable que su bestia, infinitamente mejor
dotada para la lucha que la serpiente Pitón y sus congéneres, sugiriese en
muchos oyentes una mayor complejidad anatómica, un escalón más en la evolución
de la especie. Al fin y al cabo, nadie había visto el dragón-serpiente
recordado por la tradición, y su iconografía, por lo demás, debía de resultar
escasa en una época muy pobre en imágenes accesibles. Por otra parte, aunque la
Biblia y sus comentaristas insistían también en la equivalencia
«serpiente-dragón», a la vez sugerían el carácter monstruoso del animal al
describirse en el Apocalipsis, por ejemplo, «un gran dragón rosado que tenía
siete cabezas y diez cuernos y siete coronas en cada una de sus cabezas (12, 3
) ~ . Además, hubo de contar una razón de gran peso psicológico: en sus
combates, el dragón se presenta como un animal fuerte y poderoso; por tanto,
hay tendencia a imaginarlo de cierta altura, y no oculto entre la maleza como
la cautelosa serpiente. Si a eso se añaden sus revoloteos aéreos, que sugieren,
como es lógico, su carácter alado, parece abrirse sin dificultad el paso para
una revolución iconográfica de nuestro animal.
Sin embargo, esta revolución surgió, según parece deducirse
de los datos que conocemos, por un cauce muy peculiar. La nueva iconografía del
dragón nació, en efecto, en un campo artístico ajeno a las ilustraciones de la
Biblia, del bestiario o de los cantares de gesta, ajeno incluso a toda temática
narrativa: será en los entrelazos figurados que decoran varios manuscritos u
otros objetos del siglo VIII donde, por primera vez, haga su aparición el nuevo
monstruo. Por curioso que resulte, parece que la vía hacia la formación del
dragón medieval se esboza simultáneamente en dos regiones bien diversas: el sur
de Francia e Italia, por un lado, y las Islas Británicas, por el otro. En la
primera de estas zonas, podemos mencionar un manuscrito italiano con las obras
de Euquerio de Lyon, fechado en torno al 750, que muestra en algunas iniciales
curiosos seres dragoniformes aún no totalmente formados; también cabe recordar,
en el Museo Lapidario de Narbona, una placa ornamental de fecha incierta, en la
que parece mover su triste corpachón un gran monstruo bípedo, de cola en
espiral y pesado morro, con una especie de cresta (o de ala esquemática) sobre
la espalda". Ahora bien, ¿podemos asegurar que se trata de un dragón?
Más segura es la vía creativa que recorren Irlanda e
Inglaterra. Allí, en el hormigueo de trazos sinuosos que se anudaban desde
siglos antes siguiendo viejas tradiciones nórdicas, se multiplican
estilizaciones filiformes de cuadrúpedos y de aves; y allí, en un momento
concreto a fines del siglo VIII, algún miniaturista ensaya, junto a otras
ideas, la de colocar en un extremo de un trazo una cabeza de cuadrúpedo, y, a
lo largo de la línea, un par de alas o de patas: estamos ante lo que vamos a
llamar propiamente un «dragoniforme», un embrión gráfico de nuestro monstruo.
Para explicar con ejemplos concretos esta evolución teórica, podríamos tomar
como punto de partida los entrelazos figurados del conocido Libro de Kells,
que, aunque miniado hacia el 800, puede ser considerado como la síntesis de
toda una tradición figurativa anterior. En varias miniaturas de esta obra
irlandesa -tomemos por ejemplo la que representa a Jesús con el libro- se
multiplican en los márgenes trazos en espiral rematados con cabezas y provistos
de patas; si se analizan muy bien, revelan su carácter de simples aves con pico
y alas o de mamíferos cuadrúpedos estilizados, pero la impresión que dan a
primera vista les hace parecer reptiles.
El paso de esta impresión a la realidad concreta del
«dragoniforme», reptil bípedo, podemos ejemplificar en una cubierta de libro
realizada en plata y atribuible también a un taller irlandés de fines del siglo
VIII. Aquí, en los entrelazos que encuadran la gran cruz central, se retuercen
y anudan todo tipo de lagartos con dos patas y con cabezas de los animales más
variados (cánido, cabra, saurio, etc.). Para ver superada esta indefinición de
la cabeza, y para, a la vez, contemplar la aparición de unas alas en los
costados del animal, no hemos de alejamos de esta época y ambiente, pues nos
basta abrir el manuscrito Barberini Lat. 570 de la Biblioteca Apostólica
Vaticana o el Evangeliario de Cutbercht: en la tabla de cánones y en la
miniatura de San Mateo del primero, así como en varios frisos del segundo,
aparecen ya dragones perfectamente conformados, aunque puramente decorativos:
su cabeza de cánido, con o sin cresta, remata un largo y flexible cuello; el
cuerpo se ensancha en la base de este cuello para permitir la articulación de
unas alas de ave y de unas patas que, más o menos largas, pueden calificarse
también como propias de un cánido o de un felino; y el cuerpo concluye
afinándose en una larga cola que, al parecer, lleva en su punta un adorno.
Caben variantes -hay dragones sin alas, y las cabezas son tan diversas como las
de perros de distintas razas-, pero la coherencia del animal, dentro de su
carácter fantástico, resulta manifiesta (...)
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