lunes, 5 de agosto de 2013
El Retrato Oval
La relación entre la pintura y la muerte también ha sido
analizada desde la literatura, un discurso depositario de tensiones visuales
inconscientes. "El retrato oval", un cuento de Edgard Allan Poe
(1850), refiere la historia de un pintor, su obra y la muerte de lo
representado. El relato está narrado en primera persona por un hombre herido,
casi al borde del delirio, que llega a recuperarse a un castillo de pasado
esplendoroso, pero ya en franca decadencia: los muros están repletos de
pinturas de marcos dorados, decorados con ricas figuras arabescas. Poe enlaza
pintura y literatura de manera explícita, pero sutil: el narrador encuentra
"en su almohada" un libro o catálogo que contiene una explicación del
origen de cada pieza del castillo, y se pone a leer con avidez. A la
medianoche, ya cansado por el peso del candelabro que ilumina su lectura,
intenta cambiar de postura sin despertar al criado que lo acompaña. Al hacerlo,
alumbra sin querer un punto ciego, una esquina oscura del castillo en la que se
encontraba colgado el misterioso retrato oval. Su primera reacción es cerrar
los ojos. Luego, medita y descubre que su temor fue causado por el realismo de
la composición, que lo lleva a pensar por un segundo que la cabeza de la joven
retratada era real. El resto del cuento es la exposición de la historia del
retrato, de cómo fue pintado, información que el narrador extrae del
libro-catálogo. La joven modelo era la esposa del pintor, muerta justo al
momento de ser terminada la obra. Poe sugiere una clara conexión entre el
proceso de retratarse y la muerte, al afirmar que el pintor "no podía ver
que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la
que tenía sentada a su lado". El traspaso de la imagen al lienzo hace que
la vida de la mujer se vaya apagando "como la llama de una lámpara que
está próxima a extinguirse", y que el cuadro tome en su lugar la
apariencia de "la vida misma". La representación de la joven modelo y
esposa resulta estar más viva que el original: así lo afirma el pintor al final
del cuento y el propio narrador es capaz de pensar, lleno de temor, que la
imagen que ha visto corresponde a la realidad. Por ello cierra sus ojos, pero
luego los abre para leer: la escritura queda plasmada como suplemento de la
pintura, que la completa y desborda, a la vez. A través del proceso de
representación pictórica, la joven esposa pasa de ser sujeto a ser objeto de la
representación. Este proceso queda sellado por la enmarcación del retrato,
último signo que le permite al narrador descifrar la presencia de la mujer como
imagen: "No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio,
hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Los detalles del dibujo,
el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo
instante". El marco –el parergon estudiado por Jaques Derrida– era dorado
y morisco, índice de la obra de arte como mercancía, que funciona aquí
simbólicamente como una tumba. (...)
La imagen posee un estatus privilegiado en la sociedad.
Desde sus orígenes, presentó la promesa de hacer presente lo ausente. Pero esta
promesa siempre ha ido acompañada de un punto ciego, obturado, que es la
relación entre la imagen y la muerte. El vínculo mortífero se ha explicitado
históricamente de maneras diversas, y los ejemplos aquí citados van desde la
anamorfosis barroca, hasta el cine de terror, pasando por el frecuentemente
comentado nexo entre fotografía y muerte. Al convertirse la imagen en
espectáculo, la conexión entre imagen y muerte cobra mayor relevancia, sobre
todo si pensamos en la revolución digital, ya que las imágenes parecen haberse
liberado del negativo fotográfico, siendo más fácilmente manipulables. Del
mismo modo, la gráfica computacional hace posible la elaboración de realidades
virtuales, que generan ansiedad en el espectador desprevenido, que podría no
distinguir lo que ve como una "imagen" (situación contraria a lo que
le sucede al narrador del cuento de Poe). (...)
El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido
penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba,
de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de
melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de
los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress
Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente
abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones
más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre
aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente
deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con
numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número
verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en
sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y
quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no
solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones
que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro
cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un
gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir
completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que
rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el
sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y
la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que
se criticaban y analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas
devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche.
La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad
para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de
lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado.
La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de
las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda.
Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el
retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré
los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos
permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar.
Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme
de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una
contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo
el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque
el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor
delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver
repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se
trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se
llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de
pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de
sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía
de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello
estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional
belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No
podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la
cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo
de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante.
Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en
el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio
me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví
el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la
causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que
contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el
número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y
singular historia siguiente:
"Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como
amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter
apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella,
joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un
cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no
temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le
arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al
pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse
pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la
torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo
raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de
día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en
mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en
esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía
para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía
que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente
placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen
de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada.
Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza
maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su
modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se
permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a
enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara
vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que
los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que
tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no
restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca
y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una
lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y
durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero
un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el
terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad, esta es la vida
misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba
muerta!"
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