lunes, 5 de agosto de 2013
Botón, Botón
El paquete estaba junto a la puerta —una caja de cartón
sellada con cinta, la dirección y sus nombres escritos a mano: Señor y Señora
Lewis, 217 E. calle 37, Nueva York, Nueva York, 10016. Norma lo levantó, abrió
la puerta y entró al apartamento. Apenas empezaba a oscurecer.
Después de haber puesto los trozos de cordero en la
parrilla, se sentó y abrió el paquete.
Dentro de la caja de cartón había una unidad provista de un
botón y sujetada a una pequeña arca de madera. Una cúpula de vidrio cubría el
botón. Norma intentó levantarla pero estaba sellada. Volteó la unidad y vio un
papel doblado y pegado con cinta adhesiva a la parte inferior de la caja. Lo
desprendió: El señor Steward los visitará a las 8 p.m.
Norma colocó la unidad del botón a su lado, sobre el sofá.
Releyó el mensaje impreso, sonriendo.
Unos minutos después regresó a la cocina para hacer la
ensalada.
El timbre sonó a las ocho en punto. —Yo abro —gritó Norma
desde la cocina. Arthur estaba en la sala, leyendo.
Había un hombre pequeño en la entrada. Se quitó el sombrero
cuando Norma abrió la puerta. —¿Señora Lewis? —preguntó cortésmente.
—¿Sí?
—Soy el señor Steward
—Ah, cierto. Norma reprimió una sonrisa. Ahora estaba segura
de que se trataba de un truco para vender algo.
—¿Puedo pasar? —preguntó el señor Steward.
—Estoy bastante ocupada —dijo Norma—, pero le traeré su
paquete. Le dio la espalda.
—¿No quiere saber lo que es?
Norma se volteó. El tono del señor Steward fue ofensivo.
—No, creo que no —contestó ella.
—Podría resultar muy provechoso —le dijo.
—¿Económicamente? —lo cuestionó.
El señor Steward asintió. —Económicamente —dijo.
Norma frunció el ceño. No le gustó la actitud del hombre.
—¿Qué está intentando vender? —preguntó ella.
—No estoy vendiendo nada —respondió él.
Arthur salió de la sala. —¿Pasa algo?
El señor Steward se presentó.
—Ah, el … —Arthur señaló hacia la sala y sonrió—. ¿Y qué es
ese aparato, a todo esto?
—No me tomará mucho tiempo explicarlo —contestó el señor
Steward—. ¿Puedo pasar?
—Si está vendiendo algo… —dijo Arthur.
El señor Steward negó con la cabeza. —No, no vendo nada.
Arthur miró a Norma. —Como quieras —le dijo ella.
Dudó un poco. —Bueno, ¿por qué no? —dijo él.
Entraron a la sala y el señor Steward se sentó en la silla
de Norma. Metió la mano en el bolsillo de dentro de su abrigo y sacó un pequeño
sobre sellado. —Aquí dentro hay una llave para abrir la cúpula del timbre —dijo
y colocó el sobre encima de la mesa auxiliar—. El timbre está conectado a
nuestra oficina.
—¿Para qué sirve? —preguntó Arthur.
—Si oprime el botón —le dijo el señor Steward— en alguna
parte del mundo alguien que usted no conoce morirá. A cambio, recibirá un pago
de 50.000 dólares.
Norma se quedó mirando al hombrecillo. Estaba sonriendo.
—¿De qué habla? —le preguntó Arthur.
El señor Steward pareció sorprendido. —Pero si lo acabo de
explicar —dijo.
—¿Es esto una broma de mal gusto?
—De ningún modo. La oferta es completamente genuina.
—Eso que usted dice no tiene sentido —dijo Arthur—. Usted
espera que creamos…
—¿A quién representa? —inquirió Norma.
El señor Steward se notó apenado. —Me temo que no estoy
autorizado para revelarle eso —dijo—. Sin embargo, le aseguro que la
organización es de talla internacional.
—Creo que es mejor que se vaya —dijo Arthur poniéndose de
pie.
El señor Steward se levantó. —Por supuesto.
—Y llévese la unidad con usted.
—¿Está seguro de que no le interesaría pensarlo hasta
mañana, quizás?
Arthur levantó la unidad del botón y el sobre y los tendió
bruscamente en las manos del señor Steward. Caminó por el pasillo y abrió la
puerta.
—Dejaré mi tarjeta —dijo el señor Steward. La colocó encima
de la mesilla que estaba cerca de la puerta.
Cuando se había ido, Arthur rompió la tarjeta por la mitad y
arrojó los pedazos sobre la mesa.
Norma permanecía sentada en el sofá. —¿Qué crees que era?
—preguntó.
—No me interesa saber —contestó él.
Ella intentó sonreír pero no pudo. —¿No te da ni un poco de
curiosidad?
—No —negó con la cabeza.
Después de que Arthur había retomado su libro, Norma regresó
a la cocina y acabó de lavar los platos.
—¿Por qué no quieres hablar de eso? —preguntó Norma.
Los ojos de Arthur se movían constantemente mientras se
cepillaba los dientes. Miraba el reflejo de Norma en el espejo del baño.
—¿No te intriga?
—Me ofende —dijo Arthur.
—Ya sé, pero —Norma colocó otro rulo en su pelo— ¿no te
intriga también?
—¿Crees que es una broma de mal gusto? —preguntó ella cuando
entraban a la habitación.
—Si lo es, es una broma asquerosa.
Norma se sentó en la cama y se quitó las pantuflas. —Tal vez
sea algún tipo de investigación psicológica.
Arthur se encogió de hombros. —Podría ser.
—Tal vez algún millonario excéntrico la está realizando.
—Tal vez.
—¿No te gustaría saber?
Arthur negó con la cabeza.
—¿Por qué?
—Porque es inmoral —le dijo.
Norma se deslizó bajo las cobijas. —Bueno, yo creo que es
intrigante —dijo. Arthur apagó la lámpara y se agachó para besarla. —Buenas
noches —le dijo.
—Buenas noches —Norma le dio palmaditas en la espalda.
Norma cerró los ojos. «Cincuentamil dólares», pensó.
En la mañana, cuando iba a salir del apartamento, Norma vio
las dos mitades de la tarjeta sobre la mesa. Impulsivamente, las arrojó dentro
de su cartera. Cerró la puerta y alcanzó a Arthur en el ascensor.
Mientras estaba en su descanso sacó las dos partes de la
tarjeta y juntó los pedazos rasgados. Solamente el nombre del señor Steward y un
número telefónico estaban impresos en la tarjeta.
Después del almuerzo volvió a sacar las dos mitades y unió
los bordes con cinta adhesiva. «¿Por qué estoy haciendo esto?», pensó.
Poco antes de las cinco marcó el número.
—Buenas tardes —dijo la voz del señor Steward.
Norma por poco cuelga, pero se contuvo. Aclaró la garganta.
—Habla la señora Lewis —dijo.
—Sí, señora Lewis —el señor Steward se escuchó complacido.
—Tengo curiosidad.
—Es natural —dijo el señor Steward.
—No es que crea una sola palabra de lo que nos dijo.
—Sin embargo, es la pura verdad —contestó el señor Steward.
—Bueno, como sea —Norma tragó saliva—. Cuando manifestó que
alguien en el mundo moriría, ¿qué quiso decir?
—Exactamente eso —contestó—. Podría ser cualquier persona.
Todo lo que garantizamos es que usted no la conoce. Y, por supuesto, que usted
no tendría que verla morir.
—Por 50.000 dólares—dijo Norma.
—Es correcto.
Ella hizo un sonido de burla.
—Eso es una locura.
—Pero esa es la propuesta —dijo el señor Steward—. ¿Desea
que le lleve de nuevo la unidad?
Norma se puso tensa.
—Claro que no —colgó malhumorada.
El paquete estaba junto a la puerta principal, Norma lo vio
al salir del ascensor. «Bueno, ¡qué frescura!», pensó. Fijó la mirada en el
paquete mientras abría la puerta. «Simplemente no lo entraré», se dijo. Entró y
empezó a preparar la cena.
Más tarde, salió al pasillo principal. Abriendo la puerta,
levantó el paquete y lo trasladó hasta la cocina, dejándolo sobre la mesa.
Se sentó en la sala, mirando a través de la ventana. Después
de un rato, fue a la cocina para colocar las chuletas en la parrilla. Colocó el
paquete en la alacena inferior. Lo tiraría en la mañana.
—Tal vez algún millonario excéntrico está jugando con la
gente —dijo ella.
Arthur levantó la mirada de su plato. —No te entiendo.
—¿Qué quieres decir?
—Olvídalo —le dijo a ella.
Norma comió en silencio. De repente bajó su tenedor. —Supón
que es una oferta real —dijo ella.
Arthur se quedó mirándola.
—Supón que es una oferta real.
—Está bien, supón que lo es —él se veía incrédulo—. ¿Qué
querrías hacer? ¿Volver a tener el botón y oprimirlo? ¿Asesinar a alguien?”
Norma pareció disgustada. —Asesinar.
—¿Cómo lo definirías?
—¿Si ni siquiera conoces a la persona? —dijo Norma.
Arthur quedó estupefacto. —¿Estás diciendo lo que creo que
estás diciendo?
—¿Si es algún viejo campesino chino a diez mil millas de
distancia? ¿Algún aborigen enfermo en el Congo?
—¿Qué tal un bebé en Pennsylvania? —Arthur replicó—. ¿Alguna
hermosa niña en la otra cuadra?
—Ahora estás exagerando las cosas.
— Norma, el hecho es—continuó—, no importa a quién matas
sigue siendo asesinato.
—El hecho es —interrumpió Norma—, si es alguien a quien
nunca has visto en la vida y a quien nunca verás, alguien de cuya muerte ni
siquiera tendrás que saber aun así ¿no apretarías el botón?
Arthur se quedó mirándola, horrorizado. —¿Quieres decir que
tú lo harías?
—Cincuenta mil dólares, Arthur.
—¿Qué tiene que ver la cantidad…
—Cincuenta mil dólares, Arthur —interrumpió Norma—. Una
oportunidad para hacer ese viaje a Europa del que siempre hemos hablado.
—Norma, no.
—Una oportunidad para comprar esa cabaña en la isla.
—Norma, no —su cara había palidecido.
Ella se encogió de hombros. —Está bien, tranquilízate —dijo
ella—. ¿Por qué te enojas tanto? Sólo estamos hablando.
Después de la cena, Arthur fue a la sala. Antes de abandonar
la mesa dijo:
—Preferiría no discutirlo más, si no te importa.
Norma levantó los hombros. —Está bien.
Ella se levantó más temprano que de costumbre para preparar
panqueques, huevos y tocino para el desayuno de Arthur.
—¿Qué estamos celebrando? —preguntó Arthur con una sonrisa.
—No, no se trata de ninguna celebración —Norma se mostró
ofendida—. Quise hacerlo, es todo.
—Bueno —dijo él—, me alegro de que lo hayas hecho.
Ella volvió a llenar la taza de Arthur. —Quería demostrarte
que no soy… —se encogió de hombros.
—¿Que no eres qué?
—Egoísta.
—¿Dije que lo eras?
—Pues —ella gesticuló vagamente—, anoche...
Arthur permaneció callado.
—Toda esa charla acerca del botón —dijo Norma—. Creo que…
pues, me malinterpretaste.
—¿En qué sentido? —su voz fue cautelosa.
—Creo que pensaste —gesticuló de nuevo— que yo sólo estaba
pensando en mí.
—Ah.
—No lo hacía.
—Norma…
—Pues no lo hacía. Cuando hablé de Europa, la casa en la
isla…
—Norma, ¿por qué te estás involucrando tanto en esto?
—De ninguna manera lo estoy haciendo —respiró
nerviosamente—. Sólo intento decir que…
—¿Qué?
—Que quisiera un viaje a Europa para nosotros. Que quisiera
una cabaña en la isla para nosotros. Quisiera un apartamento mejor para
nosotros, mejores muebles, mejor ropa, un auto. Me gustaría que nosotros por
fin tuviéramos un bebé, a decir verdad.
—Norma, ya lo haremos —dijo él.
—¿Cuándo?
Se quedó mirándola, consternado. —Norma…
—¡¿Cuándo?!
—¿Estás… —pareció retractarse un poco—, estás diciendo en
serio…?
—Estoy diciendo que probablemente lo están haciendo para un
proyecto investigativo —lo interrumpió—. Que quieren saber qué haría la gente
común frente a tal circunstancia, que sólo están diciendo que alguien moriría
para estudiar las reacciones, para ver si hay sentimiento de culpa, ansiedad,
¡lo que sea! No crees que en realidad matarían a alguien, ¿verdad?”
Él no contestó. Ella vio que a Arthur le temblaban las
manos. Después de un rato él se levantó y se fue.
Cuando se había ido a trabajar, Norma permaneció en la mesa,
mirando fijamente su café. «Voy a llegar tarde», pensó. Se encogió de hombros.
¿Qué importaba?, ella debería estar en casa y no trabajando en una oficina.
Mientras acomodaba los platos, se volvió abruptamente, se
secó las manos y sacó el paquete de la alacena inferior. Lo abrió y colocó la
unidad del botón sobre la mesa. Se quedó mirándola un rato antes de sacar la
llave del sobre y retirar la cúpula de vidrio. Fijó su mirada en el botón. «Qué
ridículo», pensó. «Todo este alboroto por un botón sin importancia».
Estiró la mano y lo oprimió. «Por nosotros» —se dijo con
rabia.
Se estremeció. ¿Estaría sucediendo? Un escalofrío aterrador
la recorrió.
En un momento ya todo había terminado. Hizo un ruido
desdeñoso. «Ridículo», pensó. «Exaltarse tanto por nada».
Tiró la unidad del botón, la cúpula y la llave a la caneca
de la basura y se apresuró a vestirse para ir al trabajo. Acababa de dar vuelta
a los filetes para la cena cuando sonó el teléfono. Levantó la bocina. —¿Aló?
—¿Señora Lewis?
—¿Sí?
—Este es el hospital Lenox Hill.
Se sintió irreal cuando la voz le informó del accidente en
el subterráneo: los empujones de la multitud, Arthur había sido arrojado de la
plataforma cuando el tren pasaba. Era consciente de que estaba negando con la cabeza
pero no podía parar.
Cuando colgó, recordó la póliza de seguro de vida de Arthur
por 25.000, con doble indemnización por…
— ¡No! Parecía que no podía respirar. Se incorporó con gran
dificultad y caminó atontada hasta la cocina. Algo helado presionaba su cráneo
mientras sacaba la unidad del botón de la caneca de la basura. No había clavos
ni tornillos a la vista. No podía ver cómo estaba ensamblada.
De repente, comenzó a estrellarla contra el borde del
lavaplatos, golpeándola cada vez con más violencia hasta que la madera se
quebró. Separó las partes, cortándose los dedos sin darse cuenta. No había
transistores en la caja, ni cables, ni tubos. La caja estaba vacía.
Se volvió con un grito ahogado cuando el teléfono sonó.
Tropezándose para llegar hasta la sala, levantó la bocina.
—¿Señora Lewis? —preguntó el señor Steward.
No era su voz la que chillaba de tal manera, no podía ser.
—¡Usted dijo que yo no conocería al que muriera!
—Mi querida señora —dijo el señor Steward—, ¿en verdad cree
que usted conocía a su esposo?
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