sábado, 11 de abril de 2015
El Enigma de Oliver Thomas
El 24 de diciembre de 1909 la familia
Thomas se preparaba para disfrutar un año más de una entrañable
celebración. Durante todo el día los miembros de esta familia de
granjeros del pequeño pueblo de Brecon, situado en Gales (Reino
Unido), habían estado preparando la gran fiesta que, como cada año,
reuniría a la familia y a varios amigos y vecinos. Todo parecía
ideal para disfrutar de una noche de alegría en la que el espíritu
de la Navidad lo impregnaba todo. Incluso el clima parecía querer
unirse a la celebración, pues acababa de nevar y el campo estaba
cubierto con una capa de nieve que convertía el paisaje en una
postal. Al comenzar la cena todo era perfecto.
El guiso de la señora Thomas
impregnaba el ambiente con un olor apetitoso, demostrando una vez más
que era una excelente cocinera. Los niños jugaban y esperaban el
momento de los regalos y los mayores conversaban animadamente. Nada
hacía presagiar que algo acechaba a aquella gente, que el misterio
se iba a materializar de forma trágica rompiendo para siempre la
familia.
Gritos de socorro
La velada fue avanzando en medio de una
conversación agradable. El cabeza de familia, Owen Thomas, era un
excelente anfitrión, como había demostrado en anteriores ocasiones,
y de su hospitalidad disfrutaban esa noche el comisario del pueblo,
el veterinario y el pastor de una localidad vecina, todos acompañados
de sus familias. En total eran quince personas. La fiesta avanzaba y
la señora Thomas se percató de que se estaba acabando el agua. No
había problema, a apenas unos metros de distancia de la casa tenían
un pozo y solo había que ir con un cubo a sacar un poco de agua.
Como los mayores estaban en medio de una agradable charla, decidió
pedir a su hijo Oliver que saliese un momento a buscar agua al pozo.
Una decisión que la pobre mujer lamentaría toda su vida. Oliver
tenía once años, había ido en multitud de ocasiones a por agua al
pozo y no le importaba demasiado dejar durante unos instantes el
cálido ambiente que proporcionaba el hogar encendido. Afuera hacía
frío, pero había acabado de nevar y se veían ya las primeras
estrellas. El niño se calzó unas pesadas botas y, protegido con una
bufanda que amorosamente le había colocado su madre, salió resuelto
con un balde en la mano. Solo habían pasado unos instantes –después
dirían los que se quedaron en la casa que apenas fueron diez
segundos– cuando todos se estremecieron al oír un alarido del
pequeño. Fue un grito penetrante, más que nada de sorpresa, que
inmediatamente después fue seguido por llamadas de auxilio.
“¡Socorro, se me llevan!”, llegó
a decir Oliver. Todos los presentes salieron corriendo hacia la
puerta. Owen Thomas cogió su fusil, que colgaba de la chimenea,
mientras exclamaba: “¡Un lobo!”. ¿Era posible que ese gran
depredador hubiese atacado al muchacho? El veterinario, el pastor,
otro granjero invitado… todos salieron portando armas, palos y una
linterna. Pero en el exterior no estaba el pequeño, no había nadie.
Pudieron seguir el rastro que el niño había dejado en la nieve:
unas pisadas que se interrumpían bruscamente, como si hubiese
desaparecido sin dejar rastro o algo lo hubiese alzado para
llevárselo volando. Durante unos segundos, que parecieron eternos,
cundió el desconcierto, pero aún quedaba algo que les helaría la
sangre. Todos pudieron escuchar claramente de nuevo los gritos de
Oliver, que, para sorpresa general, venían de encima de sus cabezas:
“¡Socorro, me han cogido! ¡Socorro!”, le oyeron gritar. Todos
los que lo estaban buscando quedaron anonadados. Miraban hacia el
negro cielo, pero no eran capaces de ver nada. Ninguna pista, ningún
indicio que les mostrase dónde se encontraba el niño y qué era lo
que le estaba llevando hacia el cielo. Pidieron al chico que les
indicase dónde estaba, pero el pequeño Oliver ya no dijo nada
coherente, solo chillaba. Unos gritos de terror que pudieron oír
durante casi un minuto los desesperados familiares y amigos, un
tiempo eterno de impotencia en el que, para su desconsuelo, la voz
del pequeño se fue volviendo cada vez más tenue, como si fuese
subiendo y estuviese cada vez más lejos. Algo incomprensible había
sucedido. Alguien había arrancado a Oliver del suelo y se lo había
llevado volando. Aun después de la desaparición, y en medio del
desconcierto, varios de los asistentes siguieron buscando con la
lámpara alguna pista. Pudieron constatar que las huellas del
muchacho sobre la nieve parecían normales, pero se interrumpían
bruscamente a unos 20 m de la casa. A 2 m de las últimas huellas se
encontraba el cubo, como si el niño lo hubiese soltado desde una
cierta altura. El resto de la noche siguieron dando vueltas,
llamándolo, intentando descubrir entre las tinieblas alguna pista
que explicase el suceso.
Hipótesis descartadas
Al amanecer llegaron unos policías de
Brecon, que registraron con detalle toda la casa, los alrededores y
el pozo, al que bajaron. Pero no encontraron ninguna pista, nada que
pudiese explicar qué le había pasado al pequeño y, sobre todo,
dónde estaba. La única explicación que parecía plausible era que
algo se lo había llevado volando. Pero ¿qué ave hay en el País de
Gales capaz de levantar el vuelo con un niño de 11 años entre sus
garras? Ninguna, ni la mayor águila podría hacerlo. Los aviones
también quedan descartados, pues en 1909 la aviación todavía
estaba poco desarrollada y, sobre todo, el ruido del motor sería
claramente reconocible. Un silencioso planeador tampoco parece ser la
solución, pues la ausencia de un sonido que le delatase no evitaría
la posibilidad de maniobrar para capturar al niño y levantar el
vuelo permaneciendo casi un minuto encima de la casa. Un globo habría
sido difícil de maniobrar y, además, habría sido visto a la luz de
las estrellas que brillaban en el firmamento.
El caso del pequeño Oliver,
secuestrado por algo que bajó del cielo en la Nochebuena, quedó
finalmente archivado como pendiente de solución. Es uno más de los
que están a la espera de ser resueltos, algo en lo que casi un siglo
después muy pocos confían. La gran cantidad de testigos, entre los
que se encontraban personas de reconocida reputación, permite
descartar que la extraña historia de la desaparición del niño
fuese algún tipo de engaño, una mentira urdida para ocultar tal vez
algún crimen. La falta de una solución al misterio de la
desaparición de Oliver Thomas no evitó que en los años siguientes
los niños de aquella zona viviesen la víspera de la Navidad con una
mezcla de sentimientos contrapuestos. Era una fiesta de alegría, con
regalos para los pequeños, pero sabían que algo inexplicable se
había llevado volando al pobre Oliver. Tal vez algo había bajado
del cielo, pero en lugar de traerle regalos se lo había llevado para
nunca volver a ser visto. “Santa Claus es bueno y trae regalos,
pero ¿existe algún ser malo que viene volando en la Nochebuena para
llevarse a niños?”, preguntaban los pequeños de la zona a sus
padres. “No, hijo –les respondían estos–, solo hay un anciano
bondadoso que llega con regalos en un trineo tirado por renos
mágicos.” Pero por las noches, sobre todo durante la víspera de
la Navidad, los padres que pronunciaban estas tranquilizadoras
palabras no perdían de vista a sus hijos en ningún momento. Sabían
que si algo inexplicable se había dado cita una Nochebuena, podría
volver a por otro niño.
Ave gigante o monstruo de otra
dimensión
Durante casi cien años han sido muchos
los intentos de explicar lo que le ocurrió a Oliver Thomas. Desde un
primer momento se barajó la posibilidad de que lo capturase algún
tipo de pájaro. En 1977 muchos se acordaron de este misterioso caso
después de que se conociese el ataque de dos misteriosas aves negras
a un niño de diez años llamado Marlon Lowe. El suceso tuvo lugar en
Michigan (EE.UU) y no acabó trágicamente porque su madre intervino
rápidamente y arrebató a su hijo de las garras de los animales
cuando ya se estaban llevando por el aire al pequeño. Casos
similares han ocurrido en diversos lugares del mundo y en buena parte
continúan siendo un misterio, pues según los testigos no se trata
de aves conocidas. En ocasiones se ha especulado que podría tratarse
de algún superviviente de los teratórnidos, unos parientes del
cóndor de los Andes que vivieron hasta hace unos 10.000 años en
Norteamérica. Pero esas especies no se conocen en Europa. A veces
las descripciones de las criaturas son aún mas extrañas, pues
parecen reptiles alados como los que vivían en la época de los
dinosaurios. Otra hipótesis recuerda que, según diversas
tradiciones, durante momentos determinados del año, como la víspera
de Navidad, de Todos los Santos o de San Juan, los límites de
nuestro mundo parecen quedar mas difusos, siendo posible que salten
hasta nuestra realidad entidades que normalmente no viven entre
nosotros. Entidades que forman parte del mundo de monstruos como el
chupacabras, el diablo de Jersey o el demonio de Dover y que han sido
vistas en diversas ocasiones y lugares.
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