sábado, 7 de septiembre de 2013
La Rama Dorada
¿Quién no conoce el cuadro de Turner, La Rama Dorada? La
escena, inmersa en los destellos dorados con que la sublime imaginación de
Turner envolvía y transfiguraba hasta el más hermoso paisaje natural, es una
visión onírica del pequeño lago del bosque de Nemi "el espejo de
Diana", como lo llamaban los antiguos. Quien haya contemplado las
tranquilas aguas encajonadas entre las verdes colinas del monte Albano, nunca
podrá olvidarlo. Las dos típicas aldeas italianas que dormitan en sus laderas y
el castillo cuyos jardines descienden en terrazas hacia el lago, apenas turban
la quietud y la soledad de la escena. Diana misma podría surgir aún en la
orilla solitaria o incluso aparecer en la espesura del bosque.
En la Antigüedad, este paisaje boscoso fue escenario de una
tragedia extraña y repetida. En la orilla norte del lago, precisamente debajo
del precipicio del cual pende la moderna villa de Nemi, se hallaba el pequeño
bosque sagrado y el santuario de Diana Nemorensis o Diana del Bosque. El lago y
el bosquecillo fueron llamados también lago y bosque de Aricia.
Pero el pueblo de ese nombre (hoy La Riccia) se hallaba unas
tres millas más allá, al pie del monte Albano, separado por un brazo del lago
que ocupa una concavidad semejante a un cráter en la falda de la montaña. En
ese bosque sagrado había un árbol alrededor del cual rondaba una figura
siniestra durante todo el día y probablemente también hasta altas horas de la
noche.
Empuñaba una espada desnuda y miraba cautelosamente a su
alrededor como si esperase a cada instante el ataque de un enemigo. Era, al
mismo tiempo, sacerdote y asesino, y tarde o temprano alguien llegarla para
matarlo y ocupar su puesto sacerdotal. Tal era la norma del santuario. Sólo
podía ocuparse el puesto dando muerte al sacerdote para reemplazarlo, hasta ser
asesinado a la vez por alguien más fuerte o más hábil.
El puesto, obtenido de modo tan precario, confería el título
del rey, pero seguramente ningún rey descansó menos que éste ni sufrió
pesadillas tan terribles. Año tras año, en verano y en invierno, con buen o mal
tiempo, debía mantener su guardia solitaria, tratando de no dormirse por el
riesgo que ello implicaba para su vida. La menor desatención de su vigilancia,
la más pequeña disminución de sus fuerzas o de su destreza lo ponían en
peligro, las primeras canas sellaban su sentencia de muerte. Los sencillos y
piadosos peregrinos que llegaban al santuario verían oscurecer el hermoso
paisaje con su figura, como una nube que cubre de pronto al sol un día
luminoso. El encanto azul de los cielos italianos, el claroscuro de los bosques
en verano, los reflejos del sol en las olas, no se conciliaban con este
personaje rudo y siniestro. Sería mejor imaginar este cuadro como podría verlo
un caminante retrasado una de esas lúgubres noches de otoño, cuando las hojas
secas caen sin cesar y el viento parece entonar un responso al año que se
extingue. Es una escena sombría, con música melancólica: al fondo, el bosque
recortándose negro sobre el cielo tempestuoso, el viento silbando entre las
ramas, el crujido de las hojas secas bajo los pies, el azote de las frías aguas
del lago contra las orillas y, en primer plano, yendo y viniendo en medio de la
luz crepuscular o en la oscuridad, la figura sombría, con destellos acerados
cuando la pálida luna asoma entre las nubes y filtra su luz entre la espesura.
(...) En el santuario de Nemi crecía un árbol cuyas ramas no
podían romperse. Sólo un esclavo fugitivo estaba autorizado para romper una de
ellas, si podía hacerlo. Si lo lograba, ello le daba derecho a luchar en un
singular combate con el sacerdote, y si lo mataba, reinaba en su lugar con el
título de Rey del Bosque (Rex Nemorensis). Según la opinión generalizada de los
antiguos, la rama fatal era la Ríama Dorada que Eneas, aconsejado por la
Sibila, arrancó antes de intentar la peligrosa jornada hacia el Mundo de los
Muertos. Se decía que la fuga del esclavo representaba la huida de Orestes y
que su combate con el sacerdote era una reminiscencia de los sacrificios humanos
ofrendados a la Diana Táurica. Esta ley de sucesión por la espada se cumplió
hasta los tiempos del Imperio. Calígula, entre otras de sus extravagancias,
pensó que el sacerdote de Nemi llevaba demasiado tiempo en su puesto y pagó a
un bandido para que lo asesinara. Un viajero griego que visitó Italia en la
época de los Antoninos ha confirmado que en aquellos tiempos el sácerdocio
seguía siendo el premio de la victoria en singular combate.
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