
miércoles, 11 de septiembre de 2013
La Historia Del Chocolate

Luego venía el arte de prepararlo.
Sahagún, que es el único autor que ha escrito una «Historia de las cosas»,
mientras que los demás escriben historias de las personas –o de las batallas,
que es peor–, nos da la receta con su acosumbrada e ingenua meticulosidad: «La
que vende cacao hecho para beber muélelo primero en este modo, que la primvera
vez quiebra o machaca las almendras; la segunda vez van un poco más molidas; la
tercera vez y postrera muy molidas, mezclándose con granos de maíz cocidos y
lavados, y así molidas y mezcladas les echan agua en algún vaso; si les echan
poca agua hacen lindo cacao; y si mucha, no hace espuma, y para hacerlo bien
hecho se hace y guarda lo siguiente: conviene a saber, que se cuela, después de
colado se levanta para que chorree y con esto se levanta la espuma, y se echa
aparte». El bueno, el que bebían los señores, era «blando, espumoso, bermejo,
colorado y puro, sin mucha masa»; el malo, el que vendían en la calle, tenía
mucha masa y mucha agua, parecido al atole, pero en frío.
En el México
precortesiano y en toda mesoamérica esto del cacao tenía profundas raíces
teológicas. Así como en nuestro paraíso terrenal hay dos árboles que destacan
de todos los demás: el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del
mal (Génesis, 2.9), en la mitología mexicana hay también dos plantas fundamentales:
el maíz, del que los dioses hicieron al hombre; y el cacao, alimento de los
dioses, al que por eso Linneo dio el nombre de theobroma. «Cuando no había
nada, cuando todo era noche, cuando no había luz, se reunieron los dioses allá
en Theotihuacán», dice el Popol-Vu. Y en aquella explanada que hoy se llama
Calzada de los Muertos, antes de levantar las pirámides del Sol y de la Luna,
cuando todo era noche, cuando no había luz, decidieron crear al hombre formando
su cuerpo con harina de maíz; y el hombre les pagó el don de la vida con el
cacao. Desde entonces, el mexicano no puede vivir sin el maíz, y dicen que los
dioses se aficionaron al cacao. La verdad es que esta segunda parte no está muy
documentada. Sólo Sahagún nos habla de que Quetzalcoatl, el dios hecho hombre,
tenía en su jardín de Tula mucha abundancia de árboles de cacao de diversos
colores, y cuenta la leyenda que él fue quien enseñó a los de Yucatán a
cultivarlo. Como este Quetzalcoatl es un personaje tan misterioso, todo es
posible, todo menos que en Tula (Hidalgo) se cultivase cacao. Pero sea de ello
lo que fuere, lo cierto es que si no está probado que el cacao fuera alimento
de los dioses, lo que sí está claro es que no faltaba en la mesa de los reyes.
Antonio Solís dice que Moctezuma «al acabar de comer tomaba ordinariamente un
género de chocolate a su modo, en que iba la substancia del cacao, batida con
el molinillo, hasta llenar la jícara de más espuma que licor».
Yo no sé de dónde salió la creencia de que el «chocolate»
azteca tenía efectos afrodisíacos. A mí se me hace que todo el lío viene de
Bernal Díaz del Castillo, ese maravilloso cronista nacido en Medina del Campo,
quien en su «Historia verdadera de la conquista de la Nueva España», de la que
fue testigo ocular, cuenta que a Moctezuma, después de comer, le traían en unas
copas de oro fino cierta bebida hecha del cacao, y puntualiza: «decían que era
para tener acceso con mujeres»Buena falta le haría porque, según Antonio de
Solís «el número de sus concubinas era exorbitante y escandaloso; pues hallamos
escrito que habitaban dentro de su palacio más de tres mil mujeres entre amas y
criadas, y que venían al examen de su antojo cuantas nacían con alguna
hermosura en sus dominios». Además, las despachaba pronto, pues el mismo autor
añade: «Deshacíase de este género de mujeres con facilidad, poniéndolas en
estado para que ocupasen otras su lugar». Lo cual supone un esfuerzo y un
desgaste muy notables. Hay que ser comprensivos. Es extraño sin embargo que
Sahagún, tan preocupado siempre por las costumbres de México y que escribe
antes que Bernal, no haga referencia a estas propiedades del cacao, y eso que
analiza con detenimiento todas las hierbas, raíces y frutas medicinales
–incluido el cacao– que usaban los aztecas, sin saltarse las que servían para
fortalecer las tetas de las mujeres (conste que la expresión es suya) o para
remediar ciertas deficiencias o inhibiciones de los hombres que el decoro y la
buena crianza no me permiten nombrar. Pero, como diría él, una cosa es curar y
otra fomentar el vicio; y fray Bernardino, franciscano leonés trasplantado a la
Nueva España, que sabía muy bien y lo dice que «la templanza y abastanza de
esta tierra, y las constelaciones que en ella reinan, ayudan mucho a la
naturaleza humana para ser viciosa y ociosa y muy dada a los vicios sensuales»,
no iba a andarse divulgando recetas estimulantes. Tampoco parece que las
necesitasen mucho los conquistadores, porque, con chocolate o sin él, no les
hacían ascos a las indias; eso sí, una vez que se hubieran bautizado, pues
antes Hernán Cortés no les dejaba tocarlas. Y ellas porque, según testimonio de
Gonzalo de Ovido y de Herrera«eran continentes con sus hombres, pero a los
cristianos se prestaban gustosas». El caso es que los españoles se aficionaron
rápidamente al cacao, que aparece ya como la cosa más normal en las mesas de
Cortés y del primer virrey don Antonio de Mendoza con ocasión de las opíparas
cenas que organizaron para celebrar las paces entre el Emperador Carlos V y
Francisco I de Francia. Pero quienes le entraron con más ganas fueron las
mujeres. El Padre Acosta, en su «Historia de las Indias», alude a «un brebaje
que hacen, que llaman chocolate, que es cosa loca lo que en aquella tierra le
precian, y las españolas hechas a la tierra se mueren por el negro chocolate »;
tanto que, cuando las damas del Virreinato asistían a una función religiosa,
hacían entrar en la iglesia a sus sirvientas con los pocillos de chocolate para
tomarlo durante el «Ave María» del sermón, lo cual provocó una reacción airada
del Obispado de Chiapas, don Bernardo de Salazar, que, adelantándose a las
sagradas iras de nuestro inolvidable Cardenal Segura, llegó a decretar la
excomunión contra las que cometieran semejante irreverencia. En cambio, el
primer Obispo de Puebla, don Juan de Palafox y Mendoza (1630), que iba para
santo y se quedó en beato por oposición de los jesuitas, fue mucho más
moderado, pues cuando le preguntaron por qué no tomaba chocolate respondió
discretamente, según parece que consta en las actas del proceso de
beatificación: «No lo hago por mortificarme, sino porque no haya en casa quien
mande más que yo, y tengo observado que el chocolate es alimento dominante, que
en habituándose a él no se toma cuando uno quiere, sino cuando quiere él». Lo
cierto es que por aquellas tierras nadie se planteó ningún problema de
conciencia a propósito del chocolate, ni a nadie le ocurrió ponerlo en relación
con la salvación del alma. Esas cuestiones graves quedaban reservadas para
España.
Había llegado el chocolate a España de la mano de un fraile
–¿cómo no?– apellidado Aguilar, que nada tiene que ver con Jerónimo de Aguilar,
el diácono que, junto con la Malinche, servía de intérprete a Cortés en las
tierras de México. Este fraile, tal vez porque era de Nuévalos o de Alhama de
Aragón, entregó la receta y los ingredientes del chocolate al abad del
Monasterio de Piedra, cerca de Calatayud, que había sido fundado por monjes
cistercienses procedentes del cenobio de Poblet. El susodicho abad era don
Antonio de Álvaro, y, por tanto, estamos hablando de la segunda mitad del siglo
XVI. Desde entonces el chocolate ha ido siempre unido a la Orden del Císter, y
así no es extraño que llegara pronto al Monasterio de Poblet, donde aún se
conserva, junto al claustro, una gran estancia llamada «la chocolatería». No
debió tener al principio gran aceptación. Francisco Martínez Mortiño, cocinero
mayor de Felipe III, en su curioso libro de repostería titulado «Conduchos de
Navidad», que se encuentra en la Biblioteca Nacional, dice que como el
chocolate es reciente y escaso en España, son pocas las variantes de su
preparación. En 1632, reinando ya Felipe IV, se publica en Madrid la primera
edición del libro de Bernal, que había sido escrito en 1568, y entonces se
enteran los moralistas, si es que no lo habían oído decir antes, de los
pecaminosos efectos del chocolate. El asunto llegó hasta Roma. El P. Hurtado
afirmaba –bastantes años después– que ya San Pío V, el de la batalla de
Lepanto, había expedido un breve pontificio autorizando el chocolate incluso en
los días de ayuno; opinión que escandaliza
a Solórzano de Pereira, el cual asegura que eso es imposible
por muchos razonamientos «a los cuales añado lo que notablemente dice Bernal
Díaz del Castillo, conviene a saber que Moctezuma, despuésde comer, solía tomar
esta bebida de chocolate con vasos de oro, para estar más apto para entregarse
luego a sus concubinas». Y persona tan ecuánime como el P. Eusebio Nieremberg
está en la misma línea al afirmar que «la fuerza de esta bebida, si se toma
simple, es refrigerar y causar mucho nutrimiento, pero si se toma compuesta,
excitar para el uso venéreo».
Con estos antecedentes, nada de particular tiene que las
órdenes religiosas prohibieran a sus miembros tomar chocolate, y tuvieron que
pasar muchos años para que se suavizara el primitivo rigor. El capítulo general
de los Carmelitas Descalzos, celebrado en Pastrana a fines del siglo XVI, llegó
a castigar a los infractores de esta prohibición con tres días de ayuno a pan y
agua, hasta que Pío VI (1775- 1799) les autorizó a tomarlo fuera del convento,
y sólo dentro de él cuando estuvieran enfermos. Otro tanto ocurrió con los
Escolapios, que tuvieron que esperar al capítulo
de 1799 para que se permitiera dar una porción diaria de
chocolate a los religiosos mayores de sesenta años. Pero mientras los doctores
de la iglesia discutían sobre la bondad o malicia del chocolate, la gente le
iba tomando el gusto que era un primor. En la segunda mitad del siglo XVII
estaba tan difundido, al menos en la Villa y Corte de Madrid, que se tomaba en
cualquier sitio y a cualquier hora. «Hase introducido de manera el chocolate y
su golosina, que apenas se hallará calle donde no haya uno, dos o tres puestos
donde se labra y se vende, y a más de esto no hay confitería ni tienda en la
calle de las Postas y en la calle Mayor y otras, donde no se venda», se lee en
el manuscrito núm. 1173 que se conserva en el Archivo Histórico Nacional.
Zurbarán es el primer pintor que incorpora a sus bodegones la chocolatera de
cobre, el molinillo y las jícaras de loza decoradas en azul. Tirso de Molina
(en «Amazonas de las Indias»); Calderón de la Barca (en el entremés «La
Rabia»); y Moreto, que era sacerdote, (en su comedia «No puede ser el guardar a
una mujer») hacen alusión al chocolate y a su procedencia de «Guajaca», que así
escribían ellos el nombre de Oaxaca. Y Quevedo, algo menos partidario, pero no
menos testigo de una realidad abrumadora, asegura que el chocolate es como lo
que ahora se conoce en México por la venganza de Moctezuma, pues en un pasaje
de su libro «El entrometido, la dueña y el soplón» dice «... de allí llegaron
el diablo del tabaco y el diablo del chocolate, que aunque yo lo sospechaba
nunca los tuve por diablos del todo. Estos dijeron que ellos habían vengado a
las Indias de España, pues habían hecho más mal en meter acá los polvos y el
humo y jícaras y molinillos que el rey Católico a Colón, y a Cortés, y a
Almagro y a Pizarro...», opinión terapéutica que, por cierto, no coincide con
la de un inglés, Samuel Pepys, que en su «Diario» (1661), y con motivo de la
coronación de Carlos II, escribe: «Después de tanto beber tengo la cabeza en
triste estado, y en lugar de beber.
nuestra pinta matinal me ha sido necesario tomar chocolate
para reconfortar el estómago»; ni con lo que más tarde Madame de Sevigné
escribía a su hija: «Anteayer tomé chocolate para digerir bien mi almuerzo y
poder cenar bien, y hoy lo he tomado para que me alimentase y pueda ayunar
hasta la noche. Lo que encuentro más maravilloso del chocolate es que resulta
eficaz para cualquier motivo por el cual se tome». O sea, algo así como lo que
se dice en México de cierta especie de tequila, llamada mezcalt, por cierto,
también de Oaxaca: «Para todo mal, mezcalt, y para todo bien, también». Aunque
las normas morales, a diferencia de las jurídicas, no van a rastras de los
hechos, la fuerza de la costumbre era tal que los teólogos, rendidos ante la
evidencia, y dando un giro copernicano a sus planteamientos, llegaron a la
conclusión de que el chocolate no sólo no era nocivo para la salud espiritual,
sino «materia propia de personas dadas al estudio y a las tareas de bufete».
Nadie más indicado, por tanto, para tomarlo que los licenciados y los
canónigos. En lo sucesivo ya no se discutiría más sobre si era lícito o no el
tomar chocolate, sino sobre si se podía tomar incluso en los días de ayuno, sin
quebrantarlo. Es decir, que a los eclesiásticos les pasó como a las damas del
Virreinato: ya no podían vivir sin el negro chocolate.
El Simbolismo De La Cabellera Femenina En El Arte

Existen muchos autorretratos de esta artista y en ellos se
aprecia el esmero con que cuidaba y arreglaba su cabello. A veces sus peinados
son muy elaborados y en su confección utiliza cintas, flores e incluso frutas.
Pero en algunas ocasiones, pocas, deja que su melena caiga libre por su espalda
y alrededor de su rostro. Este es el caso del cuadro titulado Diego y yo, en el
que una vez más lleva al lienzo su drama personal, probablemente para exorcizar
sus sufrimientos. En la parte superior del retrato, en la frente, y utilizando
a modo de pedestal sus características cejas amplias y negras -tan unidas que a
veces forman una sola- aparece un tercer ojo por el que asoma el rostro de su
esposo, imagen surrealista con la que parece que Frida quiere poner de relieve
la superior mentalidad y perspicacia visual de él.
El desconsuelo de la artista
se hace patente, no sólo por el par de lágrimas que brotan de sus ojos, sino
por la simbólica cabellera que envuelve el óvalo de su rostro, y, en
particular, su cuello, en el cual unas guedejas, a modo de cuerda, se enrollan
como si fueran a estrangularla. posible alusión a un deseo más o menos
consciente de suicidio.
Estas imágenes que, a modo de prólogo visual, han iniciado
mi intervención, son sólo un ejemplo de la infinidad de obras plásticas en las
que la cabellera femenina ha tenido un protagonismo relevante. Y es que el
cabello de la mujer como constante de mito, como elemento fetichista, incitador
de secretas imágenes en la imaginación del varón, ha motivado secularmente
infinidad de narraciones orales, escritas y plásticas. Elemento de enorme
capacidad turbadora en los mitos eróticos de la sociedad masculina, la cabellera
opulenta de la mujer simboliza primordialmente la fuerza vital, primigenia (en
Baudelaire asume un valor de río o mar) y en el campo del psicoanálisis, los
estudiosos han puesto de relieve que su poder fetichista ha sido en muchos
hombres un factor determinante en su proceso de selección sexual (Berg, 1951:
67), afirmando que la atracción por el cabello está relacionada con el
desplazamiento que el subconsciente realiza del pelo púbico al pelo de la
cabeza. Ello explicaría porqué la exhibición de la cabellera ha encontrado, y
encuentra aún en nuestra actualidad, condenas y restricciones morales y
religiosas (Bornay, 1994:15-16).
Todos los pueblos primitivos, como lo demuestran los
testimonios arqueológicos del paleolítico superior, cuidaban su cabello. Todos
los pueblos civilizados hacen lo mismo, de lo que se implica que nos hallamos
frente a un rasgo cultural universal. Ahora bien, la imagen visual del acto de
atendencia cuidadosa del pelo, cuando se transmuta en rito o ceremonia, cuando
menos en el mundo occidental, viene representada a través de una figura
femenina. El conocimiento, fuera de toda duda, de que los hombres también han
dedicado una atención y un cuidado especial a su pelo, en particular en ciertas
épocas y sociedades, sólo ha generado consideraciones de tipo sociológico y
antropológico. La tristeza de la mirada de Frida Khalo, el énfasis en los
motivos que nos informan del sacrificio de su larga melena, ponen de relieve,
por contraste, la significancia que otorgó al que fue uno de sus más preciados
atributos.
La escuela veneciana del siglo XVI fue la primera que puso
el acento en este ornato en la pintura de figuras femeninas. Cesare Vecellio,
un grabador de la época, recogió en una serie de estampas el vestuario,
complementos y aderezos con los que se engalanaban los ciudadanos de la
Serenísima. Respecto al cabello de la mujer, nos informó de que la mayoría de
las venecianas se lo teñían de rubio. Cuando hacía buen tiempo subian a sus
"altane" (azoteas) y para evitar que se les estropera el cutis, que
se admiraba muy blanco, se cubrían con un amplio sombrero de paja llamado
"solana" y por el ancho agujero que había en el centro, hacían salir,
uno tras otro, los mechones a metamorfosear en color oro (Lawner, 1987: 19).
También Beatriz del Este, duquesa de Sforza, seguía exactamente este sistema de
teñido en la terraza de su villa (Merezhkovsky, 1993: 79-80). De las blancas y
áureas mujeres de aquel periodo, Ticiano y Palma el Viejo nos han legado una
serie de hermosísimas imágenes. Para el Duque de Urbino, el primero ejecutó uno
de sus cuadros más famosos: el de Maria Magdalena (c.1531-1533) de la colección
del Palacio Pitti florentino, pintura que iba a ser modelo de numerosas copias
de escuela. Magdalena, que aparece cubriéndose el cuerpo desnudo con aquellos
sus largos cabellos, que a modo de paño piadoso secaron los pies de Cristo,
mira devotamente hacia el cielo, como si suplicara clemencia por la
sensualidad, tan veneciana y evocadora de pecados suntuosos, que el pintor ha
derramado sobre su imagen.
La colección Thyssen-Bornemisza posee un soberbio retrato de
mujer, sin duda el mejor y más refinado de los que ejecutó Palma el Viejo, un
tipo de imagen basada en precedentes suministrados por Tiziano. Todo parece
indicar que la dama representada fue una famosa cortesana cuyo sobrenombre
"la bella", es la que da título al cuadro pintado hacia 1520, en el
que aparece de medio cuerpo y suntuosamente vestida. Hacia un
lado de su amplio escote de marfileñas carnaciones, ha desviado una guedeja de
su rubio pelo que, con la mano, parece mostrar al espectador, midiendo con su
mirada el efecto que puede producir en el que la contempla. No lleva joya
alguna, lo que confirmaría la hipótesis de que se trata de una cortesana, a las que las autoridades prohibían lucir cualquier tipo de
alhaja, a pesar de que estas interdicciones eran constantemente violadas, como
nos informan los textos de la época y se hace evidente en muchos otros retratos
de famosas prostitutas de la Venecia del siglo XVI.
En la obra conocida como La Violante, atribuida a Palma el
Viejo1, vemos que, como en la que acabamos de comentar, la única joya que luce
la modelo es la de la dorada madeja de pelo que aparta hacia atrás con una
estrechísima trenza. Este tipo de iconografía de figuras femeninas de pelo
suelto y dorado fue muy del gusto de la Venecia de la época, donde se había
creado un 1 En la actualidad esta autoría es cuestionada por algunos
investigadores, que atribuyen el cuadro a la primera época de Tiziano mercado
artístico con manifiestas tendencias al erotismo, destinado a la nobleza y a
los altos funcionarios de la sociedad civil y eclesiástica.
El oro como metáfora de un pelo rubio y brillante ha sido
utilizado en infinidad de versos "pintados" y escritos, en todas las
épocas. Si Quevedo habló del "oro undoso", Garcilaso de la Vega,
anticipándose a Goethe en su Fausto, entiende como fatal la belleza de este
adorno de la mujer, y escribe: "De los cabellos de oro fue tejida/la red2
que fabricó mi sentimiento". Teniendo en cuenta que el tema base de este
Congreso es la literatura, después de estas líneas introductivas, me ha
parecido adecuado centrarme en un movimiento artístico inglés, el de los
Prerrafaelitas, y en particular en las realizaciones del más destacado
personaje del grupo, me refiero a Dante Gabriel Rossetti, por su doble
condición de poeta y pintor, doble condición que impregna gran parte de sus
imágenes visuales, respondiendo a aquello de Ut pictura poesis.
Rossetti, hijo de madre inglesa y de un patriota italiano
exilado a Inglaterra, hombre erudito, especializado en Dante, estuvo siempre
rodeado de una atmósfera culta y literaria (su hermana Christina fue una
conocida poetisa) y desde sus inicios se movió entre la poesía y la pintura. En
1848 formó la conocida como Hermandad Prerrafaelita y aunque se le conoce y
nombra como un artista perteneciente a este grupo, en realidad, la Hermandad
como tal desapareció en 1853, dándose la paradoja de que las obras pictóricas
que le han dado fama son posteriores y no responden en absoluto a los
principios y a los postulados morales de aquella primera confraternidad de
artistas, pero es a partir de él que la posteridad, en cierta manera,
hareinventado el prerrafaelismo (Delevoy, 1982: 31). A partir de 1860, con
Swinburne y Whistler, Rossetti forma parte de un grupo que defenderá el arte
como fenómeno independiente de la moral y es a partir de este momento que
empieza a pintar una serie de figuras de mujer de medio cuerpo que iban a
escandalizar a la puritana y sexofóbica sociedad victoriana.
La primera de estas obras es la conocida como Bocca Baciata
(1859), cuyo título e imagen se basa en un cuento de Boccaccio referente a una
mujer con muchos amantes cuyas caricias y besos renovaban constantemente la
frescura de su boca. Este cuadro, condenado cuando su exhibición por
"vulgar" y "sensual" (Surtees, 1971: vol.I, 68) inaugura su
iconografía de figuras femeninas de poderoso cuello, labios gordezuelos y
curvados y abundantísima cabellera. Para esta pintura posó la joven Fanny
Cornforth, que durante unos diez años fue la principal modelo y también amante
del artista. Sólo relativamente podemos reconocer en este rostro a la
Cornforth, puesto que fue una constante de Rossetti partir de algunos rasgos
físicos que le atraían de una mujer, para recrearla según su ideal de prototipo
de belleza. Un hermoso y abundante pelo era el primer requisito que exigía a
sus modelos, a quienes en muchas ocasiones, él mismo peinaba. Esta calidad de
pelo, rasgo tan característico de su galería de mujeres hermosas, lo conseguían
-con mucha probabilidad a indicación del pintor- trenzándoselo mojado un buen
rato antes de posar. Una vez seco, se deshacían las trenzas y el cabello
adquiría un aspecto, no sólo rizado, sino
también amplio y esponjado (Marsh, 1987: 23). Rossetti fue
calificado en más de una ocasión de hairmad, es decir, un obsesionado por esta
forma particular de fetichismo (Praz, 1989: 238). En el cuadro se aprecia el
pelo rojizo de la modelo, en el que lleva prendidos unos pendentifs y una rosa.
Con sus manos sujeta un largo mechón y una caléndula, flor
que simboliza el dolor y el remordimiento. En cuanto a la manzana que aparece
en el ángulo inferior de la tela, seguramente simboliza el fruto de la tentación y el pecado. Para La
amante de Fazio (1863), un cuadro que revela su deuda con la escuela veneciana,
Rossetti recurrió nuevamente a Fanny. El título fue tomado de un poema de Fazio
degli Uberti 2 La red a que se refiere metafóricamente está relacionada con la
malla en la que fueron encerrados y expuestos públicamente al escarnio Venus y
Marte al ser sorprendidos en adulterio por Vulcano, el marido de la diosa. que
el artista había incluido en un repertorio de poesía italiana que había
traducido y le habían publicado un par de años antes. La mujer representada
está sentada ante su tocador, frente al espejo que sólo vemos lateralmente,
completamente absorta en la tarea de trenzarse el pelo. En laparte inferior del
cuadro se observa un frasco de perfume, un cepillo y un peine. Como otras
figuras de esta serie, Rossetti ha pintado a la modelo como una stunner, un
término coloquial que usaba al referirse a una mujer de belleza provocativa y
sensual. Hoy en día nos resulta algo difícil entender las duras
descalificaciones que llegó a recibir por este tipo de imágenes que los
comentaristas más puritanos describieron como fleshy paintings (cuadros
carnales), críticas que recibió incluso de algunos amigos pintores, basadas
únicamente en criterios morales. Quizás cabe recordar que en la Inglaterraa
victoriana una mujer honesta no llevaba el cabello suelto, sino siempre
recogido, como podemos constatar en las fotografías de la época. El pelo sólo
se dejaba libre en la intimidad de la alcoba. Por otra parte, en un círculo
familiarizado con los motivos simbólicos, no se escapaba a la mirada el
metalenguaje de una bella con abundante cabellos rojizos. Relacionado con Judas
Iscariote, este color de pelo tiene connotaciones de bajeza y traición y de ser
emblema de una sensualidad exacerbada y animal (Cirlot, 1979). Como en el anterior
cuadro, Rossetti vuelve en Lady Lilith (1868) al tema de una mujer recreándose
absorta, en su espacio más privado, al cuidado y arreglo de su pelo. Tal vez
prendida también de su propia belleza, siempre enigmática y lejana, y en esta
pintura incluso melancólica. Los tonos son más fríos que en La amante de Fazio
donde todo se resuelve en colores calientes,como impregnados del ígneo de la
cabellera.
Según los textos religiosos hebreos, Lilith fue la primera y
rebelde mujer de Adán, a quien abandonó. El pintor debió sentirse interesado
por la leyenda, ya que un año después de la ejecución de la obra, pidió
información sobre este personaje a Ponsonby Lyons quien, no sin caústica
chanza, le respondió que "Lilith fue evidentemente la primera mujer fuerte
y la primera defensora de los derechos de la mujer" (Craig, 1989: 201).
(Su ironía, desde luego, no era ajena a la actividad de los movimientos
feministas ingleses por estas mismas fechas.) También el personaje de Fausto
pregunta a Mefistófeles, como Rossetti a Lyon, quién fue Lilith, a lo que el
demonio responde: "La primera mujer de Adán. Guárdate de su hermosa
cabellera, un atributo que le confiere un esplendor único. Cuando con ella
sujeta a un hombre, no lo suelta fácilmente" (Goethe, 1955). Con el peine,
Lilith levanta su pelo que se extiende como una cortina. En un soneto que
Rossetti grabó en el marco del cuadro, señala que las rosas, las dedaleras y la
amapola son los atributos florales de aquella perversa mujer.
No era en absoluto nada peculiar en el siglo XIX que los
pintores expusieran sus obras junto a un poema en prosa o en verso relacionado
con el tema del cuadro. Con más motivo lo iba a hacer Rossetti, que además era
poeta. Para su Proserpina (1877) escribió un soneto que, en este caso, aparece
en el ángulo superior derecho del cuadro. La modelo era Jane Burden, esposa de
William Morris y amante del pintor. Las varias fotografías que se conservan de
Jane permiten observar que su parecido con esta figura y otras para las que
posó es bastante aproximado, muy en particular la cabellera, que era
exactamente igual de espesa, ondulada y oscura. También sus ojos "tristes,
profundos y extraños", como los describió Henry James (Bradley, 1978: 42),
son los ojos de esta diosa de las tinieblas. Ojos, por cierto, que Rossetti,
como una intuición, ya pintaba antes de conocer a Jane, así como siempre había
pintado este cuello largo y esta boca carnosa. Como comentaría su hermano
William, Rossetti halló en Jane la musa que siempre había buscado. En ella encontró
una inspiración tanto de orden espiritual como sensual (Craig, 1989: 184). En
realidad, Proserpina es Jane. En esta diosa a quien un Plutón enamorado raptó
para hacerla reina del averno, Rossetti vió reflejada la vida de su amante
atada a un esposo a quien no amaba. La posibilidad de un retorno a la tierra la
pierde Proserpina al transgredir la prohibición de comer del fruto de la
granada, lo que la condena definitivamente al mundo de las tinieblas, aunque
gracias a Ceres, su madre, consigue subir a la tierra una parte del año. En el
cuadro, Proserpina sostiene con su mano el fruto prohibido mordisqueado (las
coincidencias con el mito de Eva son del todo evidentes) y su rostro revela una
gran melancolía. El recuadro blanco del fondo simboliza la luzque hallará al
abandonar su mundo de tinieblas.
Los personajes para los que Jane posa como modelo son, como
este, diosas de las mitologías paganas o con bastante frecuencia de la lírica
italiana. John W. Waterhousem, a quien generalmente se relaciona con el grupo
de los prerrafaelitas por los temas de sus obras, aunque es un pintor de una
generación posterior, realizó en 1893 una composición tomada de una balada de
John Keats titulada La Belle Dame sans Merci en la que el poeta hace referencia
a la larga cabellera de la joven. El cuadro de Waterhouse reinterpreta el poema
de Keats y pinta el momento en que una doncella de purísimo rostro -en realidad
es una hechicera- intenta seducir a un caballero con armadura en el interior de
un bosque. La joven, sentada en el suelo, mira con una intensidad casi
hipnótica al caballero, a quien va acercando hacia sí con la larga guedeja de
pelo, que a modo de lazo le ha pasado alrededor de su cuello. Él, arrodillado y
casi vencido, intenta resistirse al hechizo de la Belle Dame, asiéndose a la
rama de un árbol desnudo, pero su esfuerzo será inútil, puesto que al fin, ella
lo vencerá y lo conducirá a su elfin grot (gruta de duendes).
La imagen de envolver, aprisionar al hombre-víctima con la
red de la cabellera será adoptada por otros pintores, en particular por el
noruego Edvard Munch, y en la literatura por Swinburne y por Maeterlinck. Y es
que el pelo femenino no ha sido sólo vehículo de simbologías sociales, sino que
cuando es largo y bello, ha inspirado a multitud de poetas, literatos, y en el
caso que nos ocupa, pintores.
La Sintaxis De Las Flores

SUSTANTIVO.- Siendo el objeto de este nombre designar todo
lo que existe por sí mismo, pero de una manera general e indeterminada,
convendrá expresarlo siempre por medio de una flor con su rama y sus hojas; es
decir, en el estado en que la naturaleza presenta con más frecuencia el
ejemplo: una rosa amarilla guarecida de hojas quiere decir infidelidad: una
flor de mayo, belleza virginal.
ADJETIVO.- Como este indica siempre la cantidad o el modo de
ser del sustantivo, para expresarlo se empleará las flores en su estado
natural, esto es, con sus hojas, pero cuidando duplicarlas: dos rosas amarillas
con sus hojas quieren decir infiel.
VERBO.- El verbo entra en todas las frases para formar el
nudo de nuestros pensamientos, y expresar la relación que éstos tienen con lo
pasado, lo presente y lo futuro. Se expresará en todas sus modificaciones por
la flor con un pedúnculo desprovisto de hojas, sola y desnuda. Los tiempos del
verbo se designan así:
Presente: Con una
flor abierta
Pasado: Con una
flor con semilla, o cuando sea imposible encontrarla en este estado, con una
flor desprovista de algunos pétalos.
Futuro: Con una
flor y su botón.
Infinitivo: Con
dos flores semejantes desprovistas de hojas.
Imperativo: Con
tres flores en el mismo estado.
Condicional: Este
tiempo se expresa por un ramo de la planta simbólica, desprovisto de flores,
que se agrega a la propia flor simbólica. Por ejemplo, un lirio blanco
acompañado de un ramo con sus hojas querrá decir "Si usted no hubiera
olvidado"
Falta indicar el medio de designar los pronombres
personales: la hoja separada de la rama está destinada a hacer este papel, v.
gr.:
Yo, Me... una hoja sola.
Tú, Te... dos hojas.
Él, Le... tres hojas.
Nosotros, Nos... cuatro hojas.
Ellos, Les... cinco hojas.
Un ejemplo: "Yo te amo con una amistad durable"
- Yo amo: verbo en la primera persona del tiempo presente;
una flor de mirto abierta y sin hojas acompañada en su base de una hoja suelta.
- Te: el pronombre TE se suprime, porque la oración se ha
dirigido a otra persona únicamente; así pues, el pronombre que sirve para
designar a la persona a quien se habla puede quedar sobrentendido todas las
veces que no es determinado el verbo.
- Con amistad: sustantivo; una rama de hiedra.
- Durable: adjetivo; dos flores de coronilla silvestre con
sus hojas.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)