La noche siguiente al entierro de Max Hoffman, su madre tuvo una pesadilla, en la que veía a su hijo atrapado dentro de su oscura tumba. Con las manos unidas debajo de su mejilla izquierda, el niño de cinco años se revolvía y agitaba forcejeando por escapar de su mortal prisión.
Tras despertar de aquel horrible sueño, la madre le rogó a su marido que desenterrasen el ataúd, pero él se negó, creyendo que ella, simplemente, se negaba a aceptar el hecho de que su hijo estuviese muerto. Sin embargo, a la noche siguiente, la señora Hoffman tuvo el mismo sueño. Finalmente, su marido se mostró de acuerdo para apaciguar a su angustiada mujer.
Con la ayuda de un vecino, el señor Hoffman se dirigió al cementerio a la una de la madrugada y exhumó el cuerpo de su hijo. Yacía exactamente como la señora Hoffman había soñado, pero no mostraba señales de vida. Incluso así, se llevó el cuerpo del niño al médico que había certificado su muerte. A regañadientes, el médico trató de reanimarlo. Una hora después, quedaron conmocionados al observar que le temblaba un párpado.
Al cabo de una semana, Max se había recuperado por completo y llegó a vivir hasta casi los noventa años en Clinton, Iowa, y su tesoro más preciado eran las manijas del pequeño ataúd en el que una vez estuvo enterrado.
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