viernes, 11 de julio de 2014
Los Gemelos Traviesos
Pedrito
y Juanito eran inseparables, no en vano eran hermanos gemelos y
estaban entre los pocos niños de su edad que quedaban en el pueblo.
Hacia años que la gente había empezado a migrar a la ciudad y los
pocos jóvenes que permanecían en el pueblo lo hacían más por
apego a sus mayores que por un deseo real de quedarse. Los padres de
Pedro y Juan no eran la excepción, más de una vez se habían
planteado hacer las maletas y arriesgarse a empezar una nueva vida en
la ciudad, alejados de la monotonía del campo y el pesado trabajo de
arar y sembrar los cultivos. Pero la idea de que sus hijos se criaran
entre coches, humo y los peligros propios de las grandes urbes les
frenaban. Aunque claro, eso también tenía su contra, los niños
prácticamente estaban solos y no tenían muchos amigos con los que
jugar.
Los
gemelos eran conocidos en todo el pueblo por sus travesuras, es
normal a esa edad que los niños sean inquietos y más cuando se
aburren por no tener amigos con los que correr y jugar, pero los
pequeños no paraban con sus pillerías y muchos ancianos del pueblo
ya estaban hartos de ellos. Incluso, más de uno le había dado una
bofetada a alguno de los gemelos o había ido con el cuento a sus
padres o al cura, quienes a su vez ya les habían pegado más de un
tirón de orejas. Su curiosidad no tenía límites y aprovechaban
cualquier despiste para colarse en la casa de un vecino o espiar por
una ventana.
Como
en todos los pueblos, en el que residían los niños había un viejo
huraño, uno de esos abuelos cascarrabias y con mal carácter al que
pocos echan de menos cuando muere. Ese era el caso de don Vicente,
que cuando falleció a los 75 años de edad no dejó mas que una
sensación de alivio entre sus vecinos. Ya había protagonizado
alguna pelea por sus terrenos con familiares y propietarios de las
zonas colindantes, así que la noticia de su muerte no tuvo demasiado
impacto en el pueblo. Aunque por supuesto llegó a oídos de los
gemelos, que no dudaron ni un segundo que tenían que ir a
investigar.
Nunca
habían visto un muerto y su curiosidad fue tan grande que decidieron
colarse en la casa de don Vicente cuando todo el mundo había salido
del velatorio. Lo de “todo el mundo” es más un decir que lo que
pasó realmente, porque salvo un par de plañideras aficionadas a
llorar sin motivo aparente en cada funeral que se celebraba en el
pueblo (incluso cuando casi no conocían al fallecido), prácticamente
no fue nadie a presentarle sus respetos a don Vicente. Tal era el
abandono del cadáver del anciano que incluso faltando pocas horas
para su funeral ni siquiera le habían metido dentro de su ataúd y
aún descansaba sobre una mesa en mitad del salón de su casa.
Pedrito
y Juanito encontraron la casa vacía y las condiciones idóneas para
saciar su curiosidad y ver al muerto sin que nadie les moleste. Con
una total falta de respeto lo manosearon, le intentaron abrir los
ojos y la boca, le movieron los brazos como si fuera una marioneta y
le imitaron mientras se reían de él, pero un ruido en la finca les
alertó.
Corrieron
hacia la salida, pero ya era demasiado tarde y, sin saber dónde
ocultarse, se metieron en un pequeño armario que estaba tirado en
mitad del suelo del recibidor.
La
voz de dos hombres que reconocieron como el cura y un viejo herrero,
con el que habían tenido problemas en el pasado, sonó acercándose
al armario.
-¿Quién
ha dejado esto aquí tirado? No se puede ni pasar al salón, ya me
contarás cómo va a pasar la gente a presentar sus respetos a don
Vicente- Dijo el cura
-Tampoco
creo que fuera a venir nadie, don Vicente se ha labrado a pulso una
reputación de maleducado durante años y no creo que le llore nadie
en este pueblo.
-No
hables así, el hombre ya está esperando el juicio de Dios que es el
único que tiene el poder de juzgar sus actos- aseveró el cura.
Ambos
trataron de levantar el atáud (los niños, mientras los hombres
hablaban, se habían escondido dentro por miedo) y se dieron cuenta
de que ya estaba lleno.
-¡Ves!
aún quedan buenos samaritanos en el pueblo, alguien nos ha
facilitado el trabajo y ha metido a don Vicente en su caja.
Llevésmoslo a su descanso eterno.-dijo el cura.
Los
niños escuchaban toda la conversación desde el interior del
féretro, pero era tanto el miedo que tenían al cura y al herrero
que no quisieron revelar que en realidad eran ellos los que estaban
dentro y quisieron esperar el momento adecuado para escapar.
Nadie
acudió al funeral de don Vicente, por lo que el cura, cansado de
cargar con la caja y el supuesto muerto, decidió realizar una
versión rápida de la misa y en cinco minutos ya había despachado
la situación. Los niños, víctimas del calor y el aburrimiento,
empezaban a sentirse muy cansados y casi sin darse cuenta se quedaron
dormidos. No pasaron más de cuarenta minutos cuando un ruido en la
tapa del ataúd les despertó. Paletadas de tierra caían sobre la
caja que ya había sido sellada y ni las patadas ni los gritos de los
gemelos parecieron alertar al anciano enterrador que era conocido en
el pueblo por su sordera. Los niños quedaron enterrados vivos y
nadie parecía haberse dado cuenta…
Los
padres de Pedrito y Juanito se sorprendieron cuando estos no llegaron
a la hora de la merienda, pero imaginaron que estarían demasido
entretenidos jugando o que algún vecino del pueblo les había
invitado a comer algo. Lo que ya les alarmó fue que anocheció y
llegó la hora de la cena y no aparecían por ninguna parte. Entonces
comenzaron a buscarles y preguntaron a todo el que se encontraban por
las calles, pero nadie parecía haberles visto en todo el día.
Asustados llamaron a la Guardia Civil y una pareja de agentes se
acercó a coordinar las labores de búsqueda. La madre recordó la
muerte de don Vicente y tuvo la intuición de que los niños
probablemente fueran a curiosear, pero allí no encontraron más que
el cadáver del anciano sobre la mesa del salón, los vecinos se
alarmaron cuando encontraron al muerto aún sin enterrar y
rápidamente llamaron al cura.
-¿Cómo
que no está enterrado? Yo mismo le llevé al cementerio y tuve que
darle una misa a la que ninguno de vosotros fue.
-Eso
es imposible, padre, don Vicente aún descansa sobre la mesa de su
casa.
-Pero
el ataúd estaba lleno cuando lo enterramos, si no fue a él ¿A
quién hemos sepultado?
La
cara de miedo de la madre se reflejó al instante y, conociendo como
conocía a sus hijos, intuyó que ellos eran capaces de haberse
metido dentro del ataúd en una de sus travesuras.
Por
más prisa que se daban en desenterrar el ataúd, el tiempo parecía
eterno para los habitantes del pueblo. Era tradición allí enterrar
lo más profundo que era posible los féretros, de esta forma se
podían sepultar en una tumba a varios familiares y se evitaban
olores que se podían convertir en insoportables al visitar el
cementerio en los meses más calurosos. Por este motivo llevó varios
minutos remover suficiente tierra como para poder abrir el ataúd.
Lo
que encontraron allí dentro fue un espectáculo escalofriante. Los
niños habían muerto asfixiados, pero no sin antes luchar por sus
vidas intentando escapar. Se habían destrozado las uñas de las
manos arañando la madera y sus pequeños cuerpecitos estaba
cubiertos de sangre. En plena desesperación habían tratado de
romper la caja a golpes y se habían lastimado entre ellos y,
probablemente fruto de la misma desesperación, habían acabado
peleándose como animales acorralados, de modo que podían verse
marcas de mordiscos y arañazos en los cadáveres de los gemelos.
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