miércoles, 9 de julio de 2014
La Bruja y El Diablo
En
el caserío de Cujurgunga, distrito de Cachicadan, vivía una mujer
muy temida por su fama de bruja. Los vecinos y toda la gente del
lugar decían que tenía pacto con el diablo. Don Hipólito, con sus
más de 80 años, aseguraba que el acuerdo se celebró en un cerro de
la comarca, a las 12 de la noche de un viernes.
Por
efectos del pacto, la mujer podría hacer y conseguir todo lo que
quisiera, especialmente curar enfermedades, adivinar pérdidas y
hacer daño; a cambio de ello, entregaría su alma al diablo el día
de su muerte. En prueba del acuerdo, el diablo le sacó a la mujer el
dedo mayor de su mano izquierda y él le entregó la punta de su
cuerno del mismo lado. Una vez en posesión de su respectiva prenda,
se despidieron para no volverse a ver nunca más por el resto de su
vida.
La
mujer lucía en su cuello el cuerno diabólico a modo de medalla; lo
mostraba orgullosa a sus clientes; se vanagloriaba que su mano
izquierda tuviera un dedo menos; y alardeaba de su enorme poder. Su
fama se extendió por los lugares más alejados, desde donde la gente
acudía en busca de solución a sus problemas. Su casa se convirtió
en posada permanente que se tornó terrible y peligrosa. Pero, ya
anciana; sufrió por primera vez de una extraña enfermedad, a
consecuencia de la cual desapareció del pueblo por espacio de 45
días, sin que nadie pudiera dar razón de su paradero. Cuando
reapareció, lo hizo totalmente cambiada; ya no quiso trabajar ni ver
a nadie. Duró pocos meses y al fin dejó de existir.
Aunque
en la sierra se acostumbraba velar a los difuntos durante tres
noches, poca gente acompañó al velorio por temor a que algo malo
les ocurriera. En efecto, las dos primeras noches no hubo nada
anormal; pero faltaba la última…
Cuando
el diablo se enteró del fallecimiento de su socia, ensilló su
caballo negro con una montura plateada, que relampagueaba con los
reflejos de la luna, y emprendió rápido viaje. Calzaba relucientes
botas con espuelas de plata; llevaba sombrero negro de filos también
plateados; y se cubría el cuerpo con una capa negra de cuello
blando, de modo que con el viento y la velocidad se extendía como
alas y presentaba el aspecto de un cóndor gigantesco. Además, como
la distancia que le separaba de la casa de la bruja muerta era de
varios kilómetros, debía darse la próxima prisa, antes de que le
ganara el día, dejando a su paso un ruido sordo que retumbaba por
todos los confines.
En
estos momentos, dos arrieros que se dirigían tranquilamente a su
chacra, arriando su burrito, escucharon de pronto el ensordecedor
ruido que cada vez se acercaba más. Se detuvieron para atender mejor
y quedaron paralizados de terror al observar el relámpago de los
ásperos y espuelas de la maligna figura. En menos de un segundo el
diablo cogió a uno de los hombrecitos, lo subió al anca del
caballo, le dijo: “¡Agárrate fuerte!” y él prosiguió su loca
carrera. El pobre arriero sentía la cintura y el cuerpo del jinete
infernal fríos y duros, como el hielo y la madera.
A
eso de las 3 de la madrugada y a unos doscientos metros de la casa,
el diablo le dijo: “Espérame aquí, cuidando mi caballo, no te
muevas”. De inmediato se dirigió al cuartito del dueño,
convertido en perro. Súbitamente se apagaron las velas y se pudo
escuchar el ruido del ataúd al abrirse la tapa. Varios cristianos se
inmovilizaron de espanto; otros rezaban, pero realmente nadie pudo
ver nada. Solo cuando otra vez se encendieron las luces, el cajón
apareció destrozado por el suelo. El cadáver había desaparecido.
Todo ocurrió en brevísimos instantes.
El
diablo llevó a la muerta de una sola mano; de un salto subió a su
caballo. Lo propio hizo con el hombrecito, al que colocó en la anca
de la bestia, junto al cadáver; enseguida emprendió veloz carrera
por entre cerros y quebradas, rumbo a un lugar desolado. Cuando el
día ya clareaba se detuvo y bajó el cadáver al suelo; le pasó la
uña por la frente; le partió en dos partes iguales, que se
distribuyó con su acompañante, diciéndole: “Toma tu parte; esta
es mía”. Rápido volvió a cabalgar y se prendió sin rumbo.
Un
poco recuperado del susto, el arriero caminó sin saber por dónde,
pues estaba completamente perdido. Después de unos ocho días pudo
llegar a su casa. Profundamente conmovido refirió la historia a su
familia, y se retiró a descansar. Se le brindó toda clase de
cuidados, en medio de rezos y oraciones; pero cuando quiso levantarse
sintió fuertes dolores de cabeza: se enfermó muy seriamente y
comenzó a enflaquecer, hasta que a los pocos días murió.
Desde
entonces, los cristianos de Cujurgunga tiene mucho miedo a los
brujos, especialmente a los descendientes de la mala mujer.
Original
relato en el que, mas allá de las conjeturas, se exhiben las pruebas
concretas del pacto con el diablo, quizás debido a que la persona no
es alguien “normal”, sino prácticamente del mal. Tal vez un poco
incomprensible resulte la muerte de uno de los arrieros, sin culpa
alguna, pero el hecho se explicaría porque las fuerzas maléficas
acechan a todos los hombres, sin ninguna diferencia.
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