martes, 7 de julio de 2015
Las Aguas Del Bermejo
Las tierras que recorría el Bermejo
eran disputadas por dos tribus enemigas: los tobas y los matacos. La
mayor afrenta que sufrieron los tobas durante esa larga guerra fue la
captura de la hija del cacique, que pasó de vivir en sus chozas a
las de los matacos. Aunque extrañaba a los suyos, poco a poco sus
captores se le hicieron menos extraños, sobre todo desde que conoció
al hijo del cacique y comenzaron a pasar largas horas juntos.
Se
enamoraron. Pero sus relaciones eran imperdonables. La unión entre
una toba y un mataco estaba prohibida por los hombres y maldita por
los dioses. Cuando el consejo de la tribu dio órdenes estrictas para
prohibir los encuentros entre los jóvenes, ellos establecieron citas
secretas y se amaron más todavía a la sombra de su sigilo.
El cacique habló con voz suave y
firme. Era preciso que todos respetaran las tradiciones de la tribu,
con más razón tratándose del heredero de la autoridad: se les
exigía la separación inmediata y definitiva.
Ante la decidida oposición de los
jóvenes príncipes, el consejo emitió el fallo final: los amantes
serían sacrificados, se les arrancarían los corazones y éstos
serían arrojados al río, como lección y advertencia para quienes
se atreverían a contrariar las leyes de los hombres y las
disposiciones divinas.
Al mediodía los jóvenes fueron
llevados a lo alto del barranco y muertos por el haiawú, cuando el
agua aceptó sus corazones sangrantes y se tiñó de rojo para
siempre.
A los pocos días hombres, mujeres y
niños volvieron al barranco para comprobar la noticia que se había
difundido: los corazones no habían sido arrastrados por la
corriente; flotaban juntos exactamente en el mismo lugar en que
habían caído. Pasados varios días se acordó sacar los corazones
del agua y convertirlos en cenizas, para que no quedara rastro de ese
amor. A través de una gran ceremonia quemaron los corazones en una
gran hoguera. Cuando los indios se retiraron a sus chozas sólo
quedaba un montículo grisáceo y una tenue cortina de humo.
Días después, cuando un enviado
volvió al lugar para comprobar que las cenizas hubieran sido
dispersadas por el viento, vio con un asombro cercano al terror que
donde estuviera la pira había crecido un arbolito desconocido. Entre
sus verdes hojas mostraba dos únicas flores rojas, una al lado de la
otra, en forma de corazón.
A la sombra del letanetá, como
llamaron los matacos a la nueva planta, y mecida por las aguas del
río que encontró su nombre, nació entonces la amistad entre tobas
y matacos, que todavía luchan en el monte para sobrevivir
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