jueves, 9 de julio de 2015
La Araña
Uru era el nombre de una princesa
heredera de un trono inca. Su padre, el curaca Kúntur Capac, había
procurado darle esmerada educación, pero la princesita, que vivía
envuelta en lujos y refinamientos, era sumamente díscola y
caprichosa. Pasaba los días comprando ricas telas y exóticos
tocados y no cumplía con las obligaciones propias de su condición,
escapándose de la tutela de ayos o maestros.
El Hamurpa, preocupado
por su indolencia y egoísmo, interpelaba al curaca : "Tú
sabes que estás enfermo y próximo a morir, Kúntur Capac - solía
decirle - Y tu hija heredará este trono, para el que no está
preparada. Nada sabe de nuestra historia, de nuestras costumbres y
necesidades, no realiza ninguna tarea útil o noble y sólo se ocupa
en vestirse, adornarse y saborear manjares costosos que hace traer de
lejanos lugares". El curaca Capac, preocupado por sus palabras,
procuraba inculcar a Uru el sentido de la responsabilidad de su
futuro cargo. Todo era en vano : Uru malgastaba grandes sumas en
adquirir telas exóticas, adornos de oro y plata con que embellecía
sus tocados, y pasaba indiferente y desdeñosa ante los súbditos que
se agolpaban alrededor de su killapu sin un solo gesto benévolo ni
humanitario hacia ellos.
Por fin llegó el día temido en que el
curaca falleció. Su muerte fue lamentada por espacio de siete días
y siete noches, con llantos y lastimeros cánticos religiosos con los
que le expresaban su tristeza y su miedo por el destino que les
esperaba en manos de la nueva reina. La joven, impresionada al
principio por la muerte de su padre y su nuevo cargo, obedeció en
todo a Hamurpa y gobernó con verdadera inteligencia, pero pronto se
cansó de ello. Volvió a su vida egoísta y, embriagada por su
poder, malgastó cuantiosas sumas en cumplir con sus caprichos;
pronto empobreció las arcas del palacio y comenzó a oprimir al
pueblo con elevados impuestos, con los que podría mantener sus
gastos.
Un día en que Hamurpa y otros
consejeros ancianos procuraban conmoverla para que prestara atención
a las necesidades de su pueblo, Uru decidió desembarazarse de ellos.
"Tomen prisioneros a todos los consejeros de mi padre y
azótenlos hasta que mueran - ordenó - imperiosa y soberbia. Desde
ahora en adelante, no conozco otros consejeros que mis deseos. Y no
me importa que mi gente se empobrezca o carezca de tierras y
alimentos. Yo, heredera directa de los incas, he nacido para gozar de
la vida y ser obedecida". Y para ratificar su orden, tomó ella
misma su cinturón trenzado en blando cuero de cabras y comenzó a
golpear a los ancianos sacerdotes. No pudo, sin embargo, proseguir
con su furia destructiva, su brazo quedó paralizado, y toda ella
enmudeció ante una figura bellísima y majestuosa que se presentó
interponiéndose entre los sacerdotes y la reina. "Has llegado
demasiado lejos, princesa Uru - le advirtió la voz de la diosa -.
Hemos decidido castigarte y liberar a tu tribu de tus desvaríos y tu
mal gobierno. A partir de ahora sabrás lo que significa luchar por
tu propio sustento. Trabajarás continuamente, sin descanso por los
siglos de los siglos". La envolvió con su oscuro manto y la
hizo desaparecer ente los ojos estupefactos de los consejeros.
En su lugar había quedado un insecto
pequeño, de cuerpo oscuro y velloso, provisto de ágiles patas, que
comenzó inmediatamente a tejer una complicada tela con el hilo que
extraía de su propio cuerpo. Desde entonces Uru, la araña de
nuestra leyenda sigue tejiendo sin descanso para ganar el perdón de
los dioses por sus antiguos errores.
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