Para Collin Wilson, autor de Destellos de una realidad más amplia, esa traslación se realiza acompañada por "una experiencia de gran alegría". En su obra Conclusiones de la moderna investigación de la conciencia, Charles T.Tert acepta como inapelable la confidencia de Stafford según la cual, al traspasar el último lindero, "se hallaba en un éxtasis de bienaventuranza que jamás había experimentado anteriormente". Stephen Levine confiesa en ¿Qué es lo que sobrevive?, que "ese momento es indescriptible: el nacimiento y la muerte se desvanecen como burbujas en el agua, como pensamientos en la mente, dejándonos con una serena certeza de que sobrevivimos".
Según Michael Grosso, "algunos investigadores han propuesto que la intensa alegría, profunda comprensión y amor pueden deberse a la presencia de endorfinas". Es posible y hasta admirable, pero en tal caso no encontraríamos palabras para calificar a un gran teólogo orensano que ya en el siglo XVIII se atrevió a asegurar que "tan lejos está la muerte de ser dolorosa, que los que han sido retirados de ella medio muertos han afirmado que, después de haber perdido enteramente el juicio, no les había quedado otra sensación que cierto placer".
Un genio de la ilustración
Las investigaciones llevadas a cabo por Raymond A. Moody -y sería injusto no mencionar, junto a él, a Elizabeth Kübler-Ross- han sido de importancia capital para acercarnos al gran misterio. Sin embargo, no por eso deja de extrañarnos el desconocimiento o el olvido que, entre quienes más estudios y tiempo dedican a la "vida después de la vida" -o de la muerte-, se ha dispensado al eminente benedictino español Benito Jerónimo Feijóo (1676-1764) que, dos siglos antes de Moody, se atrevió a extender su certificado de sabiduría sobre tan apasionante tema. Porque fue Feijóo -fuente predilecta del inolvidable don Gregorio Marañón (el "Bueno")-quien dejó escrito en su asombrosa obra Teatro crítico universal, que "conviene mucho tener bien persuadidos a sanos, enfermos y moribundos de que los atroces dolores que acompañan a la muerte son imaginarios".
Una vez asentada esta premisa, el genial erudito no se limita a quedarse ahí, sino que rastrea una casuística en verdad sorprendente. Así, al investigar los estudios del marqués de San Aubin -en su obra Traite de L'opìnion-, encuentra que, para este autor, "la muerte -es decir, el momento exacto de la muerte- no sólo carece de dolor, sino que causa deleite".
Precedentes
Lo cierto es que ya Aristóteles y Cicerón nos representan la muerte que proviene de la senectud como exentas de dolor. Platón, en su Tineo, a quien sigue Cardano, afirma que la causada por desfallecimiento "es acompañada de deleite", y más aún: que las muertes violentas "no son desposeídas de un sentimiento de placer", en tanto nuestro Feijóo relata cómo un delincuente librado con vida de la horca después de que el verdugo cumpliera su oficio, decía que "al punto que le habían arrojado de la escala, le pareció ver un gran fuego y, luego, unos paseos o sitios muy amenos. Otro, cuya cuerda se rompió por tres veces, afirmó que, socorriéndole, le habían privado del gozo de ver una especie de luz o resplandor sumamente agradable".
Doscientos diez años después de que fray Benito Jerónimo Feijóo formulara su esperanzadora sentencia, el notabilísimo psicólogo y psiquiatra suizo C.G.Jung diría en una de sus Cartas: "Externamente considerada, la muerte parece terrible, pero, una vez que estás en su interior, disfrutas de tal plenitud, paz y satisfacción, que ya no quieres retornar".
Casos extremos
Bacón, canciller de Inglaterra, refiere que un caballero inglés, que por experimentar sensaciones fuertes se ahorcó, cuando le quitaron la soga al borde de pasar al otro lado, dijo que "sin sufrir dolor alguno, al principio había percibido como incendios, luego tinieblas y, finalmente, colores azules y pajizos".
Como ya sabemos que hay gente para todo, el Bajá Achmet le pidió al verdugo encargado de ejecutarlo que le dejara "gustar la muerte", aflojando el cuerpo después de apretar, para acto seguido quitarle la vida en un segundo trance.
De insólita fue calificada la actitud del que mató al Príncipe de Orange: el asesino lloró cuando lo llevaban al suplicio, pero, en cambio, al llegar la hora dio en reír placenteramente "viendo caer un pedazo
A El fraile benedictino Jerónimo Feijoó ya trató siglos antes que Moody este asunto, desde el punto de vista de aquellos que de sus carnes sobre unos de los que le asistían". Pero no es el único; otra ejemplo lo tenemos en el místico o demente don Miguel Manara, que tuvo un acceso de risa en el momento de expirar.
Estos casos extremos nos conduce a una conclusión lógica: si las víctimas de una muerte violenta sienten el placer de morir, con más motivo deben de experimentarlo aquellos que viajan a otra dimensión de forma sosegada y en paz. "En orden a la muerte natural -resume el sabio benedictino-, mi idea es que no hay diferencia entre la sensación de ésta y la del desmayo. Y, si al caer el alma en deliquio se siente algún deleite parecido al que goza al rendirse al sueño, lo mismo le sucederá al entregarse al sueño de la muerte".
Propósito y deseo
Todos conocemos a quienes viven con un irreprimible miedo, más que al episodio inevitable de morir, al inmenso dolor que, según su apreciaciones o experiencias, les aguardan en el instante del tránsito. Ahuyentar definitivamente esos temores infundados es lo que nos ha movido a la exhumación de Feijóo. Si alentar, al menos, la duda puede contribuir a vencer ese miedo insoportable que desde hace más de veinte siglos fue incrustado en la mente de los pobres de espíritu, nos habremos dado por satisfechos.
En cuanto a mi actitud personal sobre esta materia, digo lo mismo que el fraile al que, en el último trance, le recomendaban el alma con la perspectiva de reunirse con los bienaventurados: "Sí, pero como en casa de uno, nada".
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