Siete días después el pequeño Hefaistos, o Hefestos, tocó el suelo, más concretamente el suelo de la isla de Lemos. Allí moraban las diosas Tetis y Eurínome, que lo encontraron malherido y sin sentido. Ambas diosas se hicieron cargo de él, sanaron sus heridas y lo cuidaron como si fuera su propio hijo. Pero no pudieron hacer nada por sus piernecitas, que quedaron lisiadas para siempre a causa de la terrible caída.
Pasó el tiempo y el niño Hefaistos crecía sano y fuerte. Se convirtió en un dios muy creativo, capaz de tallar las más hermosas joyas. Tan agradecido estaba a sus cuidadoras, sobre todo a Tetis, que se pasaba las horas creando y esculpiendo los más brillantes objetos de oro para ellas.
Un buen día Hera se encontró por casualidad con Tetis y se fijó en el bellísimo broche que ésta llevaba prendido a sus vestidos:
- “¿Dónde has conseguido ese broche tan bonito, Tetis?”
Tetis titubeó unos instantes, temiendo la reacción de la diosa madre del Olimpo:
_”Esto…verás, querida Hera…es que…bueno…vaya, que me lo regalado tu hijo Hefestos.”
En ese instante Hera se dio cuenta del terrible error que había cometido al abandonar a su hijo. Así que fue al encuentro de Hefaistos, lo invitó a volver a su verdadero hogar y le dijo que su talento como orfebre era digno de los dioses y debía realizarse en el Olimpo, el mismo lugar del que fue arrojado cruelmente por sus propios padres.
Hefestos volvió. Allí se le hizo construir un inmenso taller con todo tipo de herramientas y materiales preciosos. Con ellos fabricó palacios de oro, espadas de plata y espléndidas joyas. El fue el que diseñó el escudo que hacía invencible a Aquiles, los rayos que esgrimía Zeus y el Tridente de Poseidón.
Aún así, sus padres se seguían sintiendo culpables. ¿Qué más podían hacer por su hijo Hefaistos y así calmar sus conciencias?. Pues nada, casarlo con la más bella diosa del Olimpo, Afrodita.
Imaginaos la cara de la diosa cuando vio por primera vez a su futuro marido…Encontró un ser deforme, sudoroso, con el pecho repleto de una madeja de pelo, cojo y con los pies zambos. Vamos, dicho de manera educada, no es que fuera feo, sino que era incómodo de mirar.
Afrodita, que adoraba la belleza física, el lujo, el glamour y la pasión, sintió como se le caía el alma a los pies: “Pero…¿ por qué me casan con ésto en vez de con su hermano Ares, que sí está de muy buen ver?”, pensaba. Pero no le quedó más remedio que aceptar. O lo hacía o no podría seguir viviendo en el Olimpo. Ese fue el ultimátum que le dio “amablemente” Zeus.
Hefaistos, por el contrario, se sintió el más afortunado de los dioses. Su esposa era como la luz del sol y su olor tan dulce y delicado como las flores en primavera. El Olimpo entero lo envidiaba.
Para demostrar cuánto la amaba y hacerla feliz, Hefaistos no paraba de agasajar a su esposa con exquisitos regalos. Uno de ellos fue el famoso cinturón. Cuando se lo ponía, su encanto era tal que no había nadie, ni dios ni humano, que se le resistiera.
Pero la ingenuidad de Hefaistos no le permitía sospechar nada. Hasta que un buen día, al llegar a casa se encontró a su esposa con el dios Ares, pero se hizo el despistado y no dijo nada. Estaba tan enfadado que terminó por idear un plan para vengarse.
Una noche tejió una red de bronce que colocó disimuladamente sobre el lecho nupcial. Luego le dijo a su díscola esposa que quería hacer viaje corto a modo de vacaciones. Afrodita ni siquiera se ofreció a acompañarlo y en ese momento Hefaistos pensó para sus adentros: “Esta se va a liar otra vez con Ares.” Y se marchó.
Nada más partir, Ares se presentó en el lugar para encontrarse con Afrodita y cuando los dos amantes se acostaron en la cama…quedaron atrapados en la red.
Al día siguiente, cuando Hefaistos regresó de su viaje, no le faltó tiempo para llamar a todos los habitantes del Olimpo para presenciar el espectáculo y avergonzar a la pareja de adúlteros. Y aunque en ese instante Hefaistos pensó en dejar a su mujer, lo cierto es que nunca lo hizo. Su fealdad física no era nada comparada con su belleza interior. Cualidades tales como la compresión, la capacidad de amar desinteresadamente y su gran paciencia con los errores ajenos le valieron el aprecio de Olimpo entero. Por más torpes que fueran sus maneras, su carácter era pura delicadeza.
Tal vez Afrodita tendría que haber aprendido una valiosa lección de su marido. Ella adoraba lo superficial, y si hubiera puesto más empeño en conocer a fondo a su marido y su riqueza interior, habría encontrado al más atractivo y apuesto de todos los dioses del Olimpo.
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