El primer caso registrado se fecha en 1725 y va asociado al nombre de Nicole Millet. En un principio, se le imputó al marido la responsabilidad del suceso. Sin embargo, la audaz defensa se basó en una hipótesis acaso no tan fantasiosa: la mujer había ardido de suyo, convirtiéndose en pira humana sin motivo conocido.
Las pruebas se basaban en un detalle asaz curioso: ni la silla donde se encontraba ni el suelo en derredor mostraban signos de que se hubiese producido un incendio, según narró años después Jonas Dupont, quien recogió el caso en su De Incendiis Corporis Humani Spontaneis (1763). Con esta obra, Dupont puso el dedo sobre la llaga, mejor dicho sobre la ceniza, popularizando un fenómeno tan raro que al principio, por fuerza, tenía que confundirse con una especie de fuego divino y castigo sobrenatural.
Pero los presuntos casos de combustión humana espontánea no se quedaron ahí. De hecho, el siglo XX es fértil en tales. Por ejemplo, el 2 de julio de 1951, en St. Petersburg, Florida, los restos de la sexagenaria Mardy Hardy Reeser fueron descubiertos por su casera. De la señora Reeser quedaban apenas el cráneo miniaturizado, un par de vértebras y el pie izquierdo. Lo demás, cenizas. Asimismo, las paredes estaban como barnizadas por una especie de sustancia aceitosa y grasienta.
En 1964, Helen Cornway, otra anciana de un pueblo de Pennsylvania, se unió a la lista, lo mismo que, en 1966, el doctor John Bentley, de 92 años de edad, uno de cuyos pies fue hallado en el baño de su casa rodeado de ceniza. Lo sorprendente también en este caso es que el incendio apenas hubiese afectado al resto del cuarto, circunscribiéndose a un contorno preciso y delimitado. Uno de los últimos episodios, en fin, sucedió en Gales, en 1980. La víctima se llamaba Henry Thomas, de 72. Se encontraron los dos pies y trozos del cráneo.
En la mayoría de las muertes, la explicación oficial se resumía en incendios involuntarios causados accidentalmente, por ejemplo mediante cigarrillos no apagados correctamente. Que las víctimas fuesen todas de avanzada edad, por consiguiente más sujetas a descuidos y menos capaces de reacción, parecería corroborar la teoría.
Sin embargo hay un grandísimo “pero”: quemar un cuerpo de modo que se vea convertido en ceniza no es tan sencillo. Efectivamente, se necesitan los rigores del mismo infierno para que de los huesos no quede sino carbonilla, temperaturas en todo caso muy superiores a los mil grados centígrados. ¿De qué manera una colilla caída sobre un tejido podría convertirse en semejante deflagración?… Sinceramente, no le vemos ningún sentido.
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