Cuando estuve con mi
esposa de luna de miel en la Riviera Maya (México), tuvimos la
suerte de poder escuchar una de las historias más bellas y conocidas
de México.
Mientras nos desplazábamos
con el autobús del hotel hacia la gran pirámide de Chichen-Itzá,
el guía nos contó esta leyenda…
“...Antes de que los
hombres caminasen por la tierra, en Teocozauco (el reino del cuarto
cielo maya) vivía Izcozauhqui (Luz de oro), y era el hijo de
Tonatiuh, el Dios Sol.
Desde su infancia,
caminaba por los reinos de los Dioses y los preciosos jardines que
los adornaban.
Un día, cuando llegó a
uno de los lagos que se escondían entre las preciosas llanuras de
flores y árboles, descubrió a una bella joven adornada por un
delicado vestido plateado, el cual resplandecía con los rayos del
Sol. La joven se llamaba
Coyozauhqui (La que se adereza con flores de primavera), y era la
hija de Metztli, la Diosa Luna.
Los dos jóvenes se fueron
conociendo y poco a poco, la chispa del amor surgió entre ambos.
Caminaban siempre cogidos de la mano, deleitándose con las
maravillas que el cielo y los jardines que les rodeaban les podían
brindar a cada uno de sus pasos; hasta que un día observaron que
bajo los jardines, existía una tierra desconocida y le pidieron
permiso a sus padres para visitarla.
Tonatiuh, el Dios Sol, les
advirtió de que si abandonaban aquellos jardines para bajar a la
tierra, jamás podrían regresar, por lo cual serian castigados por
su falta y condenados a vivir como mortales.
Desobedeciendo las
advertencias del padre de Izcozauhqui, descendieron a aquella
misteriosa tierra, que poco a poco iba iluminándose bajo sus pies
hasta que por fin se posaron sobre ella. Las montañas, ríos,
arroyos, praderas y bosques que se extendían ante sus ojos, les
dejaron maravillados y con muchas ganas de descubrir sus secretos.
Los Dioses descubrieron la
gran falta cometida por los jóvenes y les condenaron a vivir como
mortales hasta el fin de sus días.
A ellos no les importaba
ser Dioses o mortales mientras se tuvieran el uno a otro para vivir
su amor como el primer día. Tristemente, aquella felicidad no
duraría demasiado…
La joven Coyozauhqui
comenzó a padecer una enfermedad extraña, y desconocían como
podían buscar un remedio para sanarla. Poco a poco, su vitalidad se
fue apagando tras la pálida piel de su rostro, que se iba tornan más
grisácea. Izcozauhqui se sentía muy triste por no ser capaz de
ayudar a la mujer que amaba, simplemente podía estar junto a ella
mientras su vida se escapaba de entre sus dedos.
Cuando la enfermedad
estaba completamente extendida por el cuerpo de la joven, ésta se
inclinó hacia su amado y le susurró al oído:
“…Sé que si muero, te
voy a dejar solo mi amor. Por eso te pido que me deposites sobre la
cumbre de aquella montaña azul, la que parece un lecho; de este
modo, mi madre podrá perdonarme y llegar a besarme todas las
noches…”
A los pocos días,
Coyoxauhqui murió.
La desesperación del
joven no tenía fin, pues sus llantos llegaban con fuerza hasta los
reinos de los Dioses, que conmovidos por tal muestra de amor, eran
incapaces de contener las lágrimas.
Izcozauhqui decidió
cumplir con la petición de su amada; la cogió suavemente en sus
brazos, y caminando a través de los bosques, ríos y praderas la
llevaba hacia el lugar que ella le había indicado.
A su paso, los animales
enmudecían de tristeza y observaban como poco a poco, la pareja
ascendía hacia la cumbre de la montaña azul. Lugar donde el cuerpo
de la bella doncella reposaría por siempre.
Una vez la hubo dejado
suavemente sobre la cumbre de la montaña, el desdichado joven de
sentó a su lado, cabizbajo y sollozando sin consuelo, susurrando
dulces palabras al oído de su amor; Esperando con anhelo, que su
enamorada incorporase y le abrazara de nuevo.
Desgraciadamente, eso
jamás sucedería, pues su condición de mortal les condenaba a una
muerte segura.
Los Dioses, al ver tan
gran expresión de amor decidieron premiar aquella eterna fidelidad y
que fuesen por siempre recordados como los primeros amantes del
mundo, y que nunca pudiesen ser separados. Ambos fueron convertidos
en piedra y cubiertos de nieve, para que fuesen vistos desde la
lejanía, convirtiéndose en los dos volcanes más conocidos del
valle de México.
A ella la llaman en la
dulce lengua Nahuatl: Iztaccihuatl, que significa la mujer dormida, y
a él le llamaron Popocatepel, cerro que humea.
Aún hoy en día, y a
través de los siglos, los Dioses siguen cubriendo de nieve sus
cumbres, para que la humanidad se deleite con la bella silueta de los
primeros amantes de la tierra, que se alzan sobre la magnífica e
inigualable tierra de México.”
En el momento que el guía
acabó de contar esta historia, aparecieron en la lejanía las
siluetas de los dos volcanes, y el silencio inundó todo el autobús.
Los eternos amantes seguían deleitando al mundo con su preciosa
historia de amor.
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