martes, 11 de marzo de 2014
El diamante Hope
inclinaban en misterioso conciliábulo alrededor de una mesa
pobremente
iluminada por tres velas en un amplio despacho algo barroco
en su
decoración. Si un visitante casual hubiera observado la
escena desde el vano
de la puerta, seguramente hubiera tenido la impresión de
hallarse frente a tres
ortodoxos científicos hurgando en las miasmas del pasado.
Estantes repletos
de libros desde el piso al techo, algunos leídos sólo por
unas docenas de
hombres en el mundo, otros seguramente escritos por los que
ceñudos,
ocupaban el centro de la estancia en ese momento, el
crepitar de los leños en
la chimenea y planos técnicos, instrumentos de laboratorio
amontonados sin
orden ni concierto en un par de mesas secundarias, más
vitrinas con fósiles
prehistóricos y recipientes de cristal con dudoso contenido,
completaban una
buena descripción del lugar, que no era otro que los
claustros, generalmente
vedados al público, del venerable Instituto Smithsoniano, en
Estados Unidos.
Pero cuando el suspicaz visitante se acercara más al trío,
extraños detalles
llamarían poderosamente su atención: junto a las velas
crepitaba en una vasija
una fragante mezcla resinosa, mientras una extraña salmodia,
a veces en latín,
a veces en hebreo, era canturreada por los presentes, y todos
miraban
fijamente un pequeño objeto envuelto en terciopelo violeta
que dominaba el
centro de la mesa, ubicado a su vez dentro de un extraño
pantáculo dibujado
en tiza sobre la madera.
Tal vez seria la imaginación del visitante –tal vez no– lo
cierto es que en un
determinado momento, cuando la letanía monocorde aumentaba
de volumen
alcanzando su clímax, una ominosa presencia pareció cernirse
sobre los tres
hombres de cabeza calva y hombros cargados por la edad y los
años doblados
sobre los escritorios. Rechinaron con estrépito las maderas
de algunos
muebles –la humedad, seguramente– y el viento nocturno
pareció arreciar por
instantes.
El clandestino visitante debió levantarse el cuello del
abrigo, meter las
manos en los bolsillos y contener el irrefrenable impulso de
mirar, por sobre
su hombro, a la penumbra circundante, pues podría ser que no
le gustara lo
que se agitaba en la oscuridad.
Uno de los hombres, el más anciano, desplegó el paño
violeta, dejando
brillar, a la luz de las velas, una exquisita pieza de
orfebrería, un gigantesco
diamante cuyo multífacético refulgir tenía un algo de
luciferino. Una vez más
resonó con mil ecos la llamada a “Aquél Que Es” (¡Jehovah
Adonai, Ha'
Aretz, Eheieh, Eloah Va Daath, Acla, Acla, Jehovah Adonai!)
y el silencio
y la paz regresaron al salón, mientras –cosas de la
imaginación, diría para
animarse el comedido visitante– la incómoda sensación de
sentirse vigilado
por algo tenebroso se desvanecía rápidamente.
El anciano, con cuidado, casi con exquisita delicadeza,
arropó nuevamente
al diamante en su edredón de terciopelo y se encaminó
rápidamente con él
hacia una monolítica caja fuerte que permanecía, abierta y
expectante, a un
costado. Con gestos decididos, lo introdujo en una pequeña y
acerada caja que
cerró con una críptica combinación, colocó la misma en una
gaveta del
gigantesco cofre capaz de resistir el impacto directo de una
granada antitanque
y, con un retumbar que inundó todos los recovecos del
gigantesco edificio
washingtoniano, la puerta de la caja fuerte se cerró, por
muchos años.
Respirando pesadamente, con un extraño brillo en los ojos,
los hombres se
miraron y sonrieron. Ahora sí, por fin, el maldito, el
trágico diamante Hope
(irónicamente, "hope" significa
"esperanza" en inglés) había sido exorcizado.
Los tres conocidos, respetados, acreditados hombres de
ciencia frente a la
opinión pública, rosacruces del grado más elevado en la
intimidad, habían
neutralizado, por fin, el historial de sangre y llanto de
más de cuatrocientos
años.
Con 44 quilates y medio y un espectacular color azul acero,
el diamante
Hope es una de las más bellas joyas del mundo. Desde el año
1958, detenida
su fama sangrienta, está expuesto en la Sala de Joyas del
citado instituto. Allí
despierta la admiración de cuantos le visitan por su extraña
belleza, y el terror
de los que conocen su historia.
A principios del siglo XVIII tres ladrones violaron la paz
sagrada de un
templo de Shiva cerca de Srinagar, en Kashmir, al norte de
la India,
arrebatando el “´tilka”, el “Tercer Ojo”, un diamante de la
frente del dios.
Logran, días después, vendérselo a un traficante francés,
Tavernier, pero
cuando trataban de escapar con el dinero obtenido rumbo al
Nepal son
capturados por los montes brhamanes del templo robado que
les matan sin
piedad.
Tavernier, empeñado en huir hacia Europa con su botín,
decide después de
un fatigoso viaje por Media Asia, dirigirse a Moscú a través
de la estepas
siberianas, en un ardid para despistar a los agentes del
emirato hindú,
decididos a recuperar la joya sagrada a sangre y fuego. No
tiene mucha suerte;
a mitad de recorrido, su caravana es atacada por una manada
de lobos
hambrientos y todos –quince personas más el propio
Taverníer– son
devorados por esas bestias salvajes. Por un extraño sino del
destino, cuando la
policía imperial tiene conocimiento del suceso y rescata los
cuerpos
congelados un año después –o lo que quedaba de ellos– para
darles cristiana
sepultura, reintegran a los deudos de las víctimas sus
pertenencias, sin saber
que en los pliegues de piel de un pesado tapado iba oculto
tal obra maestra de
la naturaleza. Pero sí lo sabía el socio de Tavernier en
París, quien reclama ese
tapado ya que en numerosas ocasiones habían contrabandeado
pequeños
objetos de gran valor de esa manera. Tras arduas
negociaciones, vende el
diamante al tesoro del rey de Francia, Luis XIV, el Rey Sol,
como gustaba que
le llamaran, apenas una semana antes que tres delincuentes
entraran por la
fuerza una noche en su joyería de Montparnasse y, al
despertar su dueño, le
mataran a puñaladas.
Luis XIV se vanagloria poco tiempo de su feliz posesión, ya
que poco
después falleció su nieto y ese mismo año contrajo un nuevo
matrimonio con
una dama que le hizo terriblemente infeliz. El Rey Sol
comenzó a eclipsarse, y
con él la estrella de su hijo Luis XV y un nuevo nieto,
quien subiría al trono
como Luis XVI. Éste heredó, lógicamente, el diamante Hope,
pero también la
Revolución Francesa y la guillotina.
El Hope vuelve a aparecer en Londres, años después, de la
mano de
Hendrik Fals, quien se lo había robado a su padre, un
tallador que le dio su
forma actual. Hendrik se suicidó poco tiempo después de
llevarlo a Gran
Bretaña. La piedra fue vendida entonces a Henry Phillip
Hope, del que tomó
el nombre. A principios de siglo, luego de la bancarrota de
la sucesión Hope,
la colección fue adquirida por el francés J. Celot, que
enloqueció y se quitó la
vida al poco tiempo.
El siguiente propietario fue Sergei Katinovski, un ruso que
murió
apuñalado. De él pasó a Habib Bey, que murió ahogado con su
familia en el
Mediterráneo. Simón Montharides fue quien lo tuvo a
continuación y se lo
vendió al sultán de Turquía, que perdió el trono por la
revolución. Simón
había muerto con toda su familia en un desgraciado accidente
poco tiempo
antes.
Por mediación del joyero Cartier, el Hope llegó a la familia
Mc Lean de
Washington y con él un buen número de infortunios: el hijo
pequeño de la
familia murió atropellado, el jefe de familia murió loco y
alcoholizado y otra
hija murió a consecuencia de una sobredosis de somníferos,
al igual que le
pasaría, años después, a una nieta. Fue entonces cuando la
familia lo dona al
Simthsoniano.
El ritual de protección contra las nefastas influencias del
diamante se
mantuvo obviamente en secreto, y sólo trascendió en los
cenáculos ocultistas.
Pero su aura de maldad aún le sobrevive, y el público sigue
preguntándose:
¿cómo pudo acumularse tanta desgracia alrededor de una
simple piedra?.
Este y otros misterios estudia, desde tiempo inmemorial, una
rama de las
ciencias ocultas ayer, hoy de la moderna parapsicología, que
es la
Gemodinamia: el análisis de las vibraciones, ora positivas,
ora negativas, de
minerales de todo tipo, desde fósiles prehistóricos y
granito común hasta las
piedras preciosas y semipreciosas.
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