lunes, 7 de octubre de 2019
La Tumba de Pedro en el Vaticano ¿verdad o mentira?
La Historia, leyenda
o creencias populares católicas, según el punto de vista,
identifican al apóstol Pedro como el pilar sobre el que se asientan
los cimientos de la Iglesia Católica. El Vaticano es, hoy día, el
símbolo y centro del mundo católico, y como tal el edificio que lo
representa su Basílica de San Pedro.
Precisamente, bajo ella, debajo
del altar papal, debajo mismo del centro del coro y directamente bajo
la Cúpula que un día diseñara el gran Miguel Ángel, se levanta un
monumento simbólico y muy sencillo que revela la presencia de un
sepulcro que, según dicen, contiene los restos de Pedro, el alma de
la Iglesia.
Curiosamente, esta
necrópolis es de reciente hallazgo, pues fue descubierta en los años
40 del siglo XX cuando se estaban haciendo unas obras que habían
sido encargadas por el entonces Papa Pío XI. Durante muchos años se
habían buscado esos restos, pero quiso la casualidad que no fuera en
unas investigaciones arqueológicas cuando se descubrieran.
En el subsuelo de la
Basílica se encontraron dos filas de tumbas perfectamente alineadas
que databan de los siglos I y II de nuestra era. Rápidamente la
Iglesia movió todo lo necesario para dictaminar si aquélla podría
ser la necrópolis tan largamente buscada.
En excavaciones de
este tipo, bajo suelo papal, en territorio vaticano, la dirección
pertenecía a la propia Iglesia. Siendo así, y conociendo historias
pasadas, la validez y objetividad de las conclusiones que pudieran
sacarse podrían quedar en entredicho. Se encargó, además, las
investigaciones a dos personas íntimamente ligadas con la propia
Iglesia: Monseñor Kaas, el supervisor de las mismas, y el arqueólogo
Antonio Ferrua, un monje jesuita.
Diez años duraron
aquellas primeras investigaciones en las que poco a poco la Iglesia
descubrió en Ferrua a un arqueólogo serio y objetivo, que para nada
se doblegó a los dictámenes de la propia iglesia. Lejos de lo que
hubiera deseado el estamento papal, de aquellas investigaciones nada
pudo sacarse. No se encontraron indicios de que aquellos restos
pudieran pertenecer a Pedro. No había símbolos ni inscripciones, no
había dataciones ni nada que objetivamente pudiera hacer pensar que
allí descansaba el Apóstol.
Así se lo hizo
saber a Pío XI. Lejos de aceptar aquellos resultados, la Iglesia
inició unas nuevas investigaciones y, por supuesto, Antonio Ferrua
fue descartado de las mismas, entregando el pleno gobierno de las
mismas a Monseñor Kaas y, a su muerte, a Margherita Guarducci, una
epigrafista muy cercana a los altos estamentos del Vaticano.
Curiosamente, y a
pesar de que durante diez años, nada había podido encontrarse a
pesar de que el trabajo fue duro y detallado, rápidamente se
encontraron mensajes donde no hacía muchos meses habían dicho que
nada había.
Guarducci encontró
una inscripción al lado mismo de la tumba que tradujo como “Pedro
está aquí“. Incluso sobre la propia tumba encontró símbolos que
hacían referencias al Apóstol. Ya se tenían las pruebas necesarias
y, por si fuera poco, unas investigaciones realizadas por ella misma
sobre las osamentas determinaron que éstas pertenecían a un hombre
de unos 70 años, muerto durante el siglo I de nuestra era. Con eso
se completaba el ciclo para que, al fin, el Papa Pío XI pudiera
hacer oficial el descubrimiento.
Así lo hizo a
través de Radio Vaticano en diciembre del año 1950. Habían hecho
falta solo unos meses para encontrar todo lo necesario para que así
se constatara que, tal como decían las Antiguas Escrituras, la
Iglesia se había levantado sobre Pedro, siendo éste así la piedra
angular sobre la que se cimentó toda la creencia católico. De
nuevo, un antiguo dicho se cumplía.
Evidentemente,
aquellas investigaciones de Guarducci siempre han estado en
entredicho por su falta de rigor científico. Tanto fue así que
posteriores pruebas realizadas nuevamente sobre los restos
encontrados en aquella tumba determinaron que los huesos no
pertenecían a una sola persona, sino que entre ellos había huesos
de un niño, de una mujer de unos 50 años, de un caballo y hasta de
un cerdo.
Pero ahondando más
en la antigua Historia de Pedro, nada, ningún escrito ni ningún
texto, atestigua que verdaderamente Pedro estuviera en Roma. De
hecho, incluso el apóstol Pablo escribió siete cartas desde Roma en
las que nunca mencionó a Pedro. Es cierto, eso sí, que hubo un
monumento levantado en honor a Pedro en aquel mismo lugar, aunque se
data en el siglo II, pero no fue sino hasta la época de Constantino,
cuando el cristianismo comenzó a hacerse fuerte, cuando comenzó a
extenderse el rumor de que bajo aquel monumento había una supultura.
A eso se unió la cada vez mayor creencia popular de aquel entonces
de que Pedro era el centro de la Iglesia… sólo hubo que atar cabos
para que aquéllo se extendiera por todo el cristianismo, sin más
pruebas que la de un monumento erigido en las colinas vaticanas.
Ateniéndonos además
a las tradiciones de la época, y dado que supuestamente Pedro fue
martirizado por un delito grave por aquel entonces, el de pertenencia
al cristianismo, los cuerpos de los así sacrificados, eran arrojados
a las aguas del Tíber, y desde luego, difícilmente, se les concedía
sepultura.
Muchas
coincidencias, una vez, como tantas otras en la historia del
cristianismo, las que se dieron desde el siglo II, hasta el año
1950, para considerar al fin, que las palabras atestiguadas en el
Libro de los Apóstoles eran ciertas.
¿Ciertas? quizás
sí, quizás no. Pero a día de hoy, difícilmente demostrable que lo
que hoy se venera bajo San Pedro sean los restos reales del apóstol
Pedro.
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