lunes, 1 de julio de 2013
La Desaparición de Oliver Thomas
El 24 de diciembre de 1909 la familia Thomas se preparaba
para disfrutar un año más de una entrañable celebración. Durante todo el día
los miembros de esta familia de granjeros del pequeño pueblo de Brecon, situado
en Gales (Reino Unido), habían estado preparando la gran fiesta que, como cada
año, reuniría a la familia y a varios amigos y vecinos. Todo parecía ideal para
disfrutar de una noche de alegría en la que el espíritu de la Navidad lo
impregnaba todo. Incluso el clima parecía querer unirse a la celebración, pues
acababa de nevar y el campo estaba cubierto con una capa de nieve que convertía
el paisaje en una postal. Al comenzar la cena todo era perfecto.
El guiso de la señora Thomas impregnaba el ambiente con un
olor apetitoso, demostrando una vez más que era una excelente cocinera. Los
niños jugaban y esperaban el momento de los regalos y los mayores conversaban
animadamente. Nada hacía presagiar que algo acechaba a aquella gente, que el
misterio se iba a materializar de forma trágica rompiendo para siempre la
familia.
La velada fue avanzando en medio de una conversación
agradable. El cabeza de familia, Owen Thomas, era un excelente anfitrión, como
había demostrado en anteriores ocasiones, y de su hospitalidad disfrutaban esa
noche el comisario del pueblo, el veterinario y el pastor de una localidad
vecina, todos acompañados de sus familias. En total eran quince personas. La
fiesta avanzaba y la señora Thomas se percató de que se estaba acabando el
agua. No había problema, a apenas unos metros de distancia de la casa tenían un
pozo y solo había que ir con un cubo a sacar un poco de agua. Como los mayores
estaban en medio de una agradable charla, decidió pedir a su hijo Oliver que
saliese un momento a buscar agua al pozo. Una decisión que la pobre mujer
lamentaría toda su vida. Oliver tenía once años, había ido en multitud de
ocasiones a por agua al pozo y no le importaba demasiado dejar durante unos
instantes el cálido ambiente que proporcionaba el hogar encendido. Afuera hacía
frío, pero había acabado de nevar y se veían ya las primeras estrellas. El niño
se calzó unas pesadas botas y, protegido con una bufanda que amorosamente le
había colocado su madre, salió resuelto con un balde en la mano. Solo habían
pasado unos instantes –después dirían los que se quedaron en la casa que apenas
fueron diez segundos– cuando todos se estremecieron al oír un alarido del
pequeño. Fue un grito penetrante, más que nada de sorpresa, que inmediatamente
después fue seguido por llamadas de auxilio.
“¡Socorro, se me llevan!”, llegó a decir Oliver. Todos los
presentes salieron corriendo hacia la puerta. Owen Thomas cogió su fusil, que
colgaba de la chimenea, mientras exclamaba: “¡Un lobo!”. ¿Era posible que ese
gran depredador hubiese atacado al muchacho? El veterinario, el pastor, otro
granjero invitado… todos salieron portando armas, palos y una linterna. Pero en
el exterior no estaba el pequeño, no había nadie. Pudieron seguir el rastro que
el niño había dejado en la nieve: unas pisadas que se interrumpían bruscamente,
como si hubiese desaparecido sin dejar rastro o algo lo hubiese alzado para
llevárselo volando. Durante unos segundos, que parecieron eternos, cundió el
desconcierto, pero aún quedaba algo que les helaría la sangre. Todos pudieron
escuchar claramente de nuevo los gritos de Oliver, que, para sorpresa general,
venían de encima de sus cabezas: “¡Socorro, me han cogido! ¡Socorro!”, le
oyeron gritar. Todos los que lo estaban buscando quedaron anonadados. Miraban
hacia el negro cielo, pero no eran capaces de ver nada. Ninguna pista, ningún
indicio que les mostrase dónde se encontraba el niño y qué era lo que le estaba
llevando hacia el cielo. Pidieron al chico que les indicase dónde estaba, pero
el pequeño Oliver ya no dijo nada coherente, solo chillaba. Unos gritos de
terror que pudieron oír durante casi un minuto los desesperados familiares y
amigos, un tiempo eterno de impotencia en el que, para su desconsuelo, la voz del
pequeño se fue volviendo cada vez más tenue, como si fuese subiendo y estuviese
cada vez más lejos. Algo incomprensible había sucedido. Alguien había arrancado
a Oliver del suelo y se lo había llevado volando. Aun después de la
desaparición, y en medio del desconcierto, varios de los asistentes siguieron
buscando con la lámpara alguna pista. Pudieron constatar que las huellas del
muchacho sobre la nieve parecían normales, pero se interrumpían bruscamente a
unos 20 m de la casa. A 2 m de las últimas huellas se encontraba el cubo, como
si el niño lo hubiese soltado desde una cierta altura. El resto de la noche
siguieron dando vueltas, llamándolo, intentando descubrir entre las tinieblas
alguna pista que explicase el suceso.
Al amanecer llegaron unos policías de Brecon, que
registraron con detalle toda la casa, los alrededores y el pozo, al que
bajaron. Pero no encontraron ninguna pista, nada que pudiese explicar qué le
había pasado al pequeño y, sobre todo, dónde estaba. La única explicación que
parecía plausible era que algo se lo había llevado volando. Pero ¿qué ave hay
en el País de Gales capaz de levantar el vuelo con un niño de 11 años entre sus
garras? Ninguna, ni la mayor águila podría hacerlo. Los aviones también quedan
descartados, pues en 1909 la aviación todavía estaba poco desarrollada y, sobre
todo, el ruido del motor sería claramente reconocible. Un silencioso planeador
tampoco parece ser la solución, pues la ausencia de un sonido que le delatase
no evitaría la posibilidad de maniobrar para capturar al niño y levantar el
vuelo permaneciendo casi un minuto encima de la casa. Un globo habría sido
difícil de maniobrar y, además, habría sido visto a la luz de las estrellas que
brillaban en el firmamento.
El caso del pequeño Oliver, secuestrado por algo que bajó
del cielo en la Nochebuena, quedó finalmente archivado como pendiente de
solución. Es uno más de los que están a la espera de ser resueltos, algo en lo
que casi un siglo después muy pocos confían. La gran cantidad de testigos,
entre los que se encontraban personas de reconocida reputación, permite
descartar que la extraña historia de la desaparición del niño fuese algún tipo
de engaño, una mentira urdida para ocultar tal vez algún crimen. La falta de
una solución al misterio de la desaparición de Oliver Thomas no evitó que en
los años siguientes los niños de aquella zona viviesen la víspera de la Navidad
con una mezcla de sentimientos contrapuestos. Era una fiesta de alegría, con
regalos para los pequeños, pero sabían que algo inexplicable se había llevado
volando al pobre Oliver. Tal vez algo había bajado del cielo, pero en lugar de
traerle regalos se lo había llevado para nunca volver a ser visto. “Santa Claus
es bueno y trae regalos, pero ¿existe algún ser malo que viene volando en la
Nochebuena para llevarse a niños?”, preguntaban los pequeños de la zona a sus
padres. “No, hijo –les respondían estos–, solo hay un anciano bondadoso que
llega con regalos en un trineo tirado por renos mágicos.” Pero por las noches,
sobre todo durante la víspera de la Navidad, los padres que pronunciaban estas
tranquilizadoras palabras no perdían de vista a sus hijos en ningún momento.
Sabían que si algo inexplicable se había dado cita una Nochebuena, podría
volver a por otro niño.
Durante casi cien años han sido muchos los intentos de
explicar lo que le ocurrió a Oliver Thomas. Desde un primer momento se barajó
la posibilidad de que lo capturase algún tipo de pájaro. En 1977 muchos se
acordaron de este misterioso caso después de que se conociese el ataque de dos misteriosas
aves negras a un niño de diez años llamado Marlon Lowe. El suceso tuvo lugar en
Michigan (EE.UU) y no acabó trágicamente porque su madre intervino rápidamente
y arrebató a su hijo de las garras de los animales cuando ya se estaban
llevando por el aire al pequeño. Casos similares han ocurrido en diversos
lugares del mundo y en buena parte continúan siendo un misterio, pues según los
testigos no se trata de aves conocidas. En ocasiones se ha especulado que
podría tratarse de algún superviviente de los teratórnidos, unos parientes del
cóndor de los Andes que vivieron hasta hace unos 10.000 años en Norteamérica.
Pero esas especies no se conocen en Europa. A veces las descripciones de las
criaturas son aún mas extrañas, pues parecen reptiles alados como los que
vivían en la época de los dinosaurios. Otra hipótesis recuerda que, según
diversas tradiciones, durante momentos determinados del año, como la víspera de
Navidad, de Todos los Santos o de San Juan, los límites de nuestro mundo
parecen quedar mas difusos, siendo posible que salten hasta nuestra realidad
entidades que normalmente no viven entre nosotros. Entidades que forman parte
del mundo de monstruos como el chupacabras, el diablo de Jersey o el demonio de
Dover y que han sido vistas en diversas ocasiones y lugares.
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