domingo, 7 de abril de 2013
La Leyenda de los Volcanes
Pero no sonaban ni los teponaxtles ni las caracolas, ni el
huéhuetl hacía rebotar sus percusiones en las calles y en los templos. Tampoco
las chirimías esparcían su aflautado tono en el vasto valle del Anáhuac y sobre
el verdiazul espejeante de los cinco lagos (Chalco, Xochimilco, Texcoco,
Ecatepec y Tzompanco) se reflejaba un menguado ejército en derrota. El
caballero águila, el caballero tigre y el que se decía capitán coyote traían
sus rodelas rotas y los penachos destrozados y las ropas tremolando al viento
en jirones ensangrentados.
Allá en los cúes y en las fortalezas de paso estaban
apagados los braseros y vacíos de tlecáxitl que era el sahumerio ceremonial,
los enormes pebeteros de barro con la horrible figura de Texcatlipoca el dios
cojo de la guerra. Los estandares recogidos y el consejo de los Yopica que eran
los viejos y sabios maestros del arte de la estrategia, aguardaban ansiosos la
llegada de los guerreros para oír de sus propios labios la explicación de su
vergonzosa derrota.
Hacía largo tiempo que un grande y bien armando contingente
de guerreros aztecas había salido en son de conquista a las tierras del Sur,
allá en donde moraban los Ulmecas, los Xicalanca, los Zapotecas y los Vixtotis
a quienes era preciso ungir al ya enorme señorío del Anáhuac. Dos ciclos
lunares habían transcurrido y se pensaba ya en un asentamiento de conquista,
sin embargo ahora regresaban los guerreros abatidos y llenos de vergüenza.
Durante dos lunas habían luchado con denuedo, sin dar ni
pedir tregua alguna, pero a pesar de su valiente lucha y sus conocimientos de
guerra aprendidos en el Calmecac, que era así llamada la Academia de la Guerra,
volvían diezmados, con las mazas rotas, las macanas desdentadas, maltrechos los
escudos aunque ensangrentados con la sangre de sus enemigos.
Venía al frente de esta hueste triste y desencantada, un
guerrero azteca que a pesar de las desgarraduras de sus ropas y del revuelto
penacho de plumas multicolores, conservaba su gallardía, su altivez y el
orgullo de su estirpe.
Ocultaban los hombres sus rostros embijados y las mujeres
lloraban y corrían a esconder a sus hijos para que no fueran testigos de aque
retorno deshonroso.
Sólo una mujer no lloraba, atónita miraba con asombro al
bizarro guerrero azteca que con su talante altivo y ojo sereno quería demostrar
que había luchado y perdido en buena lid contra un abrumador número de hombres
de las razas del Sur.
La mujer palideció y su rostro se tornó blanco como el lirio
de los lagos, al sentir la mirada del guerrero azteca que clavó en ella sus
ojos vivaces, oscuros. Y Xochiquétzal, que así se llamaba la mujer y que quiere
decir hermosa flor, sintió que se marchitaba de improviso, porque aquel
guerrero azteca era su amado y le había jurado amor eterno.
Se revolvió furiosa Xichoquétzal para ver con odio profundo
al tlaxcalteca que la había hecho su esposa una semana antes, jurándole y
llenándola de engaños diciéndole que el guerrero azteca, su dulce amado, había
caído muerto en la guerra contra los zapotecas.
--¡Me has mentido, hombre vil y más ponzoñoso que el mismo
Tzompetlácatl, - que así se llama el escorpión-; me has engañado para poder
casarte conmigo. Pero yo no te amo porque siempre lo he amado a él y él ha
regresado y seguiré amándolo para simpre!
Xochiquétzal lanzó mil denuestos contra el falaz tlaxcalteca
y levantando la orla de su huipil echó a correr por la llanura, gimiendo su
intensa desventura de amor.
Su grácil figura se reflejaba sobre las irisadas superficies
de las aguas del gran lago de Texcoco, cuando el guerrero azteca se volvió para
mirarla. Y la vio correr seguida del marido y pudo comprobar que ella huía
despavorida. Entonces apretó con furia el puño de la macana y separándose de
las filas de guerreros humillados se lanzó en seguimiento de los dos.
Pocos pasos separaban ya a la hermosa Xochiquétzal del
marido despreciable cuando les dio alcance el guerrero azteca.
No hubo ningún intercambio de palabras porque toda palabra y
razón sobraba allí. El tlaxcalteca extrajo el venablo que ocultaba bajo la
tilma y el azteca esgrimió su macana dentada, incrustada de dientes de jaguar y
de Coyámetl que así se llamaba al jabalí.
Chocaron el amor y la mentira.
El venablo con erizada punta de pedernal buscaba el pecho
del guerrero y el azteca mandaba furioso golpes de macana en dirección del
cráneo de quien le había robado a su amada haciendo uso de arteras engañifas.
Y así se fueron yendo, alejándose del valle, cruzando en la
más ruda pelea entre lagunas donde saltaban los ajolotes y las xochócatl que
son las ranitas verdes de las orillas limosas.
Mucho tiempo duró aquél duelo.
El tlaxcalteca defendiendo a su mujer y a su mentira. El
azteca el amor de la mujer a quien amaba y por quien tuvo arrestros para
regresar vivo al Anáhuac.
Al fin, ya casi al atardecer, el azteca pudo herir de muerte
al tlaxcalteca quien huyó hacia su país, hacia su tierra tal vez en busca de
ayuda para vengarse del azteca.
El vencedor por el amor y la verdad regresó buscando a su
amada Xochiquétzal.
Y la encontró tendida para siempre, muerta a la mitad del
valle, porque una mujer que amó como ella no podía vivir soportando la pena y
la vergüenza de haber sido de otro hombre, cuando en realidad amaba al dueño de
su ser y le había jurado fidelidad eterna.
El guerrero azteca se arrodilló a su lado y lloró con los
ojos y con el alma. Y cortó maravillas y flores de xoxocotzin con las cuales
cubrió el cuerpo inanimado de la hermosa Xochiquétzal. Corono sus sienes con
las fragantes flores de Yoloxóchitl que es la flor del corazón y trajo un
incensario en donde quemó copal. Llegó el zenzontle también llamado
Zenzontletole, porque imita las voces de otros pajarillos y quiere decir 400
trinos, pues cuatrocientos tonos de cantos dulces lanza esta avecilla.
Por el cielo en nubarrones cruzó Tlahuelpoch, que es el
mensajero de la muerte.
Y cuenta la leyenda que en un momento dado se estremeció la
tierra y el relámpago atronó el espacio y ocurrió un cataclismo del que no
hablaban las tradiciones orales de los Tlachiques que son los viejos sabios y
adivinos, ni los tlacuilos habían inscrito en sus pasmosos códices. Todo tembló
y se anubló la tierra y cayeron piedras de fuego sobre los cinco lagos, el cielo
se hizo tenebroso y las gentes del Anáhuac se llenaron de pavura.
Al amanecer estaban allí, donde antes era valle, dos
montañas nevadas, una que tenía la forma inconfundible de una mujer recostada
sobre un túmulo de flores blancas y otra alta y elevada adoptando la figura de
un guerrero azteca arrodillado junto a los pies nevados de una impresionante
escultura de hielo.
Las flores de las alturas que llamaban Tepexóchitl por
crecer en las montañas y entre los pinares, junto con el aljófar mañanero, cubrieron
de blanco sudario las faldas de la muerta y pusieron alba blancura de nieve
hermosa en sus senos y en sus muslos y la cubrieron toda de armiño.
Desde entonces, esos dos volcanes que hoy vigilan el hermoso
valle del Anáhuac, tuvieron por nombres Iztaccihuatl que quiere decir mujer
dormida y Popocatepetl, que se traduce por montaña que humea, ya que a veces
suele escapar humo del inmenso pebetero.
En cuanto al cobarde engañador tlaxcalteca, según dice
también esta leyenda, fue a morir desorientado muy cerca de su tierra y también
se hizo montaña y se cubrió de nieve y le pusieron por nombre Poyauteclat, que
quiere decir Señor Crepuscular y posteriormente Citlaltepetl o cerro de la
estrella y que desde allá lejos vigila el sueño eterno de los dos amantes a
quienes nunca podrá ya separar.
Eran los tiempos en que se adoraba al dios Coyote y al Dios
Colibrí y en el panteón azteca las montañas eran dioses y recibían tributos de
flores y de cantos, porque de sus faldas escurre el agua que vivifica y fertiliza
los campos.
Durante muchos años y poco antes de la conquista, las
doncellas muertas en amores desdichados o por mal de amor, eran sepultadas en
las faldas de Iztaccihuatl, de Xochiquétzal, la mujer que murió de pena y de
amor y que hoy yace convertida en nívea montaña de perenne armiño.
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