Más arriba había un tronco enorme de oro purísimo y reluciente, guardado por espíritus celosos y vengativos. Sucedió que un valiente cacique, ansioso por conocer personalmente lo que había escuchado, comenzó a escalar las sagradas laderas del Domuyo. Durante la ascensión comenzaron a caer piedras por la pendiente, que rodaban hasta el abismo. De repente vio con sus propios ojos al negro potro salvaje pasar a su lado dando furiosos resoplidos y desatando un remolino de nubes negras y una tremenda tormenta. El caballo negro pasó varias veces a su lado envuelto en torbellinos de nieve. Ante tan grande peligro rezó a Futa Chau (Dios) para que le diera coraje y lo ayudara. Dios escuchó su ruego, y de pronto cesó el viento y la nieve. Siguió entonces subiendo con sumo cuidado, pues el blanco manto de nieve había tapado las huellas. Finalmente llegó a una explanada donde descubrió una laguna cuyas aguas relucientes exhalaban un suave perfume; sus orillas estaban adornadas con totoras de oro, y vio, asombrado, a la joven de la leyenda de hermosura celestial que peinaba sus cabellos con un peine de oro. El cacique quedó hechizado al contemplar sus ojos negros, sus rojos labios, su elegante talle y sus pequeñas y graciosas manos. Quiso acercarse para preguntarle por qué estaba allí y saber su historia, pero de entre las totoras salió un toro colorado dando un bramido que estremeció la montaña, sacudiendo furioso la cabeza y la cola como para embestirlo. Huyó el cacique rápidamente subiendo más arriba, logrando escapar del furor del toro. Llegó finalmente a la cumbre, donde con inmensa alegría encontró un gran tronco de oro, tan brillante a la luz del sol, que no podía mirarlo de frente. Lo tocó tembloroso e intentó con su cuchillo romperle un pedazo para llevarlo consigo. Vano fue su intento: era macizo y durísimo. Escarbó, entonces, con su cuchillo junto al tronco y pudo sacar algunos pedazos que guardó entre sus ropas, emprendiendo el regreso. Ya empezaba a oscurecer y corrió pendiente abajo para que no lo sorprendiera la oscuridad en plena montaña. De pronto sintió que le arrojaban piedras desde atrás y escuchó gritos y maldiciones. Una piedra le dio en la espalda y le hizo caer al suelo. Pensó entonces que quizás sucedía esto por los troncos de oro que llevaba y los tiró lejos de sí con gran pena. Inmediatamente cesaron las piedras y los gritos. Corrió entonces desesperadamente pendiente abajo, llegando exhausto al pie del cerro, donde se tiró a descansar y se durmió. En sueños vio a un anciano que severamente le amonestaba: - “Has sido muy temerario y dale gracias a Dios porque aún estás vivo. Pero para que no enseñes a otros el camino y corran peligro de muerte, despertarás en otro lugar”. Sintió que lo llevaban por el aire y cuando despertó, se halló en un lugar desconocido totalmente y no pudo encontrar sus huellas por ninguna parte. Volvió a su tribu por otro camino contando lo que había sucedido. Poco tiempo después murió a consecuencia de las pedradas recibidas, aconsejando a todos que no intentaran nunca subir a la encantada cima del Domuyo.
viernes, 8 de abril de 2011
Leyenda Del Volcán Domuyo
En la cima del Domuyo vivía una hermosísima joven encantada, custodiada por un toro colorado y por un caballo de lustroso pelo negro. Nadie podía llegar hasta ella pues el bravísimo toro escarbaba con sus poderosas patas arrojando enormes piedras monte abajo, y el potro salvaje resoplaba desatando tormentas de viento y nieve, truenos y rayos.
Más arriba había un tronco enorme de oro purísimo y reluciente, guardado por espíritus celosos y vengativos. Sucedió que un valiente cacique, ansioso por conocer personalmente lo que había escuchado, comenzó a escalar las sagradas laderas del Domuyo. Durante la ascensión comenzaron a caer piedras por la pendiente, que rodaban hasta el abismo. De repente vio con sus propios ojos al negro potro salvaje pasar a su lado dando furiosos resoplidos y desatando un remolino de nubes negras y una tremenda tormenta. El caballo negro pasó varias veces a su lado envuelto en torbellinos de nieve. Ante tan grande peligro rezó a Futa Chau (Dios) para que le diera coraje y lo ayudara. Dios escuchó su ruego, y de pronto cesó el viento y la nieve. Siguió entonces subiendo con sumo cuidado, pues el blanco manto de nieve había tapado las huellas. Finalmente llegó a una explanada donde descubrió una laguna cuyas aguas relucientes exhalaban un suave perfume; sus orillas estaban adornadas con totoras de oro, y vio, asombrado, a la joven de la leyenda de hermosura celestial que peinaba sus cabellos con un peine de oro. El cacique quedó hechizado al contemplar sus ojos negros, sus rojos labios, su elegante talle y sus pequeñas y graciosas manos. Quiso acercarse para preguntarle por qué estaba allí y saber su historia, pero de entre las totoras salió un toro colorado dando un bramido que estremeció la montaña, sacudiendo furioso la cabeza y la cola como para embestirlo. Huyó el cacique rápidamente subiendo más arriba, logrando escapar del furor del toro. Llegó finalmente a la cumbre, donde con inmensa alegría encontró un gran tronco de oro, tan brillante a la luz del sol, que no podía mirarlo de frente. Lo tocó tembloroso e intentó con su cuchillo romperle un pedazo para llevarlo consigo. Vano fue su intento: era macizo y durísimo. Escarbó, entonces, con su cuchillo junto al tronco y pudo sacar algunos pedazos que guardó entre sus ropas, emprendiendo el regreso. Ya empezaba a oscurecer y corrió pendiente abajo para que no lo sorprendiera la oscuridad en plena montaña. De pronto sintió que le arrojaban piedras desde atrás y escuchó gritos y maldiciones. Una piedra le dio en la espalda y le hizo caer al suelo. Pensó entonces que quizás sucedía esto por los troncos de oro que llevaba y los tiró lejos de sí con gran pena. Inmediatamente cesaron las piedras y los gritos. Corrió entonces desesperadamente pendiente abajo, llegando exhausto al pie del cerro, donde se tiró a descansar y se durmió. En sueños vio a un anciano que severamente le amonestaba: - “Has sido muy temerario y dale gracias a Dios porque aún estás vivo. Pero para que no enseñes a otros el camino y corran peligro de muerte, despertarás en otro lugar”. Sintió que lo llevaban por el aire y cuando despertó, se halló en un lugar desconocido totalmente y no pudo encontrar sus huellas por ninguna parte. Volvió a su tribu por otro camino contando lo que había sucedido. Poco tiempo después murió a consecuencia de las pedradas recibidas, aconsejando a todos que no intentaran nunca subir a la encantada cima del Domuyo.
Más arriba había un tronco enorme de oro purísimo y reluciente, guardado por espíritus celosos y vengativos. Sucedió que un valiente cacique, ansioso por conocer personalmente lo que había escuchado, comenzó a escalar las sagradas laderas del Domuyo. Durante la ascensión comenzaron a caer piedras por la pendiente, que rodaban hasta el abismo. De repente vio con sus propios ojos al negro potro salvaje pasar a su lado dando furiosos resoplidos y desatando un remolino de nubes negras y una tremenda tormenta. El caballo negro pasó varias veces a su lado envuelto en torbellinos de nieve. Ante tan grande peligro rezó a Futa Chau (Dios) para que le diera coraje y lo ayudara. Dios escuchó su ruego, y de pronto cesó el viento y la nieve. Siguió entonces subiendo con sumo cuidado, pues el blanco manto de nieve había tapado las huellas. Finalmente llegó a una explanada donde descubrió una laguna cuyas aguas relucientes exhalaban un suave perfume; sus orillas estaban adornadas con totoras de oro, y vio, asombrado, a la joven de la leyenda de hermosura celestial que peinaba sus cabellos con un peine de oro. El cacique quedó hechizado al contemplar sus ojos negros, sus rojos labios, su elegante talle y sus pequeñas y graciosas manos. Quiso acercarse para preguntarle por qué estaba allí y saber su historia, pero de entre las totoras salió un toro colorado dando un bramido que estremeció la montaña, sacudiendo furioso la cabeza y la cola como para embestirlo. Huyó el cacique rápidamente subiendo más arriba, logrando escapar del furor del toro. Llegó finalmente a la cumbre, donde con inmensa alegría encontró un gran tronco de oro, tan brillante a la luz del sol, que no podía mirarlo de frente. Lo tocó tembloroso e intentó con su cuchillo romperle un pedazo para llevarlo consigo. Vano fue su intento: era macizo y durísimo. Escarbó, entonces, con su cuchillo junto al tronco y pudo sacar algunos pedazos que guardó entre sus ropas, emprendiendo el regreso. Ya empezaba a oscurecer y corrió pendiente abajo para que no lo sorprendiera la oscuridad en plena montaña. De pronto sintió que le arrojaban piedras desde atrás y escuchó gritos y maldiciones. Una piedra le dio en la espalda y le hizo caer al suelo. Pensó entonces que quizás sucedía esto por los troncos de oro que llevaba y los tiró lejos de sí con gran pena. Inmediatamente cesaron las piedras y los gritos. Corrió entonces desesperadamente pendiente abajo, llegando exhausto al pie del cerro, donde se tiró a descansar y se durmió. En sueños vio a un anciano que severamente le amonestaba: - “Has sido muy temerario y dale gracias a Dios porque aún estás vivo. Pero para que no enseñes a otros el camino y corran peligro de muerte, despertarás en otro lugar”. Sintió que lo llevaban por el aire y cuando despertó, se halló en un lugar desconocido totalmente y no pudo encontrar sus huellas por ninguna parte. Volvió a su tribu por otro camino contando lo que había sucedido. Poco tiempo después murió a consecuencia de las pedradas recibidas, aconsejando a todos que no intentaran nunca subir a la encantada cima del Domuyo.
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