Fue en uno de esos paseos que conoció a Amancay, una hermosa y sencilla muchacha, quien se enamoró de aquél joven apuesto y valiente. Pero esos sentimientos de mutua atracción se transformaron en amor irrealizable, puesto que una muchacha de origen humilde no podía pretender al hijo del cacique. De esta manera fue pasando el tiempo, hasta que un día llegó hasta ellos una epidemia que comenzó a diezmar la tribu, cayendo enfermo el joven indígena. Ante la imposibilidad de lograr su mejoría, y enterada Amancay, consultó a una Machi (curandera), quien le confió el secreto para obtener el remedio. El mismo consistía en una infusión preparada con una flor que crecía en las cumbres heladas.
A sabiendas del peligro que corría, pero impulsada por el amor hacia el joven, Amancay se lanzó a la temeraria empresa, logrando su fin. Ya en el descenso, feliz por haber logrado su cometido, al pie de una hermosa cascada, vio cernirse sobre ella la amenazante figura del cóndor, quien le exigió que abandonara la preciada flor. Ante la negativa de Amancay, propuso a ésta que le dejase en cambio su corazón, lo cuál aceptó la joven sin titubear. El rey de las alturas se alejó con el pequeño corazón entre sus garras, emprendiendo vuelo hacia su morada, tiñendo de gotas rojas su camino, con la sangre que manaba del corazón. Y en aquellos lugares regados y vivificados con la sangre de aquella indiecita, fue creciendo una preciosa flor de varios pétalos, bella como su origen, teñida con gotas rojas de la sangre que había sido derramada en ofrenda a aquel sentimiento, queriendo pregonar de esta manera, un mensaje de amor por todos los valles y montañas de la cordillera.
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