Este personaje, cuentan las crónicas hebreas, recibió el encargo de fundir cuantas joyas y oro requisara para modelar al célebre “Becerro de Oro”. Al regresar Moisés con las Tablas de la Ley, de inmediato quiso castigar con la muerte a los responsables de aquel ídolo empezando por el artesano que lo forjó. Pero el Creador, insiste el relato, detuvo la mano del patriarca condenando a Al Samiri a vagar eternamente sin rumbo, como un proscrito. También le prohibió todo contacto con sus semejantes ni hallar jamás el reposo.
Más adelante en el tiempo, la tradición recuerda a Ashaver, el zapatero de Jerusalén. Por negarle ayuda a Cristo en su camino hacia el Gólgota, se le castigó a permanecer caminando para siempre sin detenerse, negándole el alivio de la muerte. Conforme transcurrían los siglos, nuevos aditamentos adornaron el argumento original, situando al forzado trashumante en España, y luego en los Países Bajos a principios del 1600.
Pese a que su existencia pronto quedó en entredicho, la liturgia de Ashaver –y otros coetáneos suyos no menos represaliados– alimentó el mito en los países bañados por el Mar del Norte. La leyenda del castillo de Falkenberg, cercano a Alemania, retomó la trama reconvirtiéndola en un drama pasional donde dos hermanos se disputaban el afecto de una dama local. El que salió perjudicado se vengó matando a los novios, pero su mala conciencia le impidió superar la felonía.
Arrepentido, buscó consejo en un confesor, el cual le instó a viajar en dirección al mar y, una vez allí, esperar una señal. Ésta vino en la forma de un bergantín en el que dos figuras le obligaron a subir. Una vez dentro quedó castigado en un camarote hasta el final de los tiempos para purgar su crimen. Con tintes más sádicos, la historia terminó con su alma sorteada a diario entre la marinería, con ayuda de un juego de dados.
Al mismo tiempo, la fama del capitán holandés Barent Fokke, hombre nada temeroso de Dios, le hizo acreedor de una alianza con el diablo. Marino excepcional, su navío recorría el continente africano y el océano Índico, invirtiendo menos tiempo que sus competidores, ganándose el recelo popular. Obsesionado por doblar el cabo de Buena Esperanza (Sudáfrica) aunque le costase una eternidad, escandalizó a la sociedad local, y cuando no regresó de su última expedición generó supersticiones de toda índole.
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