Antes que los españoles llegaran a estas tierras, los incas habían extendido sus dominios hasta las riberas del río Maule, y como se consideraban hijos del Sol, las cumbres andinas eran el escenario ideal para realizar sus rituales y ceremonias religiosas.
Según cuenta la leyenda, el inca Illi Yupanqui estaba enamorado de la princesa Kora-llé, la mujer más hermosa del imperio. Decidieron casarse y escogieron como lugar de la boda una cumbre ubicada a orillas de una clara laguna. Cuando la ceremonia nupcial concluyó, Kora-llé debía cumplir con el último rito, que consistía en descender por la ladera del escarpado cerro, ataviada con su traje y joyas, seguida por su séquito. Pero el camino era estrecho, cubierto de piedras resbalosas y bordeado por profundos precipicios. Fue así como la princesa, mientras cumplía con la tradición, cayó al vacío.
Illi Yupanqui, al escuchar los gritos, se echó a correr, pero cuando llegó al lado de la princesa, ella estaba muerta. Angustiado y lleno de tristeza, el príncipe decidió que Kora-llé merecía un sepulcro único, por lo que hizo que el cuerpo de la princesa fuera depositado en las profundidades de la laguna.
Cuando Kora-llé llegó a las profundidades envuelta en blancos linos, el agua mágicamente tomó un color esmeralda, el mismo de los ojos de la princesa. Se dice que desde ese día la Laguna del Inca está encantada. Incluso hay quienes aseguran que en ciertas noches de plenilunio el alma de Illi Yupanqui vaga por la quieta superficie de la laguna emitiendo tristes lamentos.
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