domingo, 1 de septiembre de 2019
La Leyenda de los Hombres-Serpiente
Cuenta la leyenda
que muy atrás en el tiempo, eras antes de la aparición de los elfos
o los cambiantes, una raza de lagartos inteligentes habitó Tir n'ail
junto con las primeras creaciones de los dioses. Fueron fieles
sirvientes de estas deidades a las cuales temían y adoraban, hasta
el día en que descubrieron que podían controlar las fuerzas mágicas
y tal poder los corrompió. El blasfemo comportamiento de estas
criaturas primigénias provocó que los entes elementales los
castigaran relegándolos al olvido. Sin embargo, durante siglos se ha
rumoreado con la presencia de los hombres serpiente en nuestros
tiempos. Nunca nadie logró probar su existencia pero no es extraño
oír historias sobre ellos en tabernas y también en boca de padres
con niños traviesos a los que atemorizar para que se porten bien.
Imoriel Y Los Hijos
Del Dragón
Hace mucho tiempo,
Imoriel vivía junto con su clan en el corazón del bosque, aislados
de otros elfos y de las principales vías que llevaban a la
civilización. Eran libres y tomaban de la naturaleza solo lo
necesario para vivir. De entre los elfos de su clan Imoriel era el
mejor cazador, capaz de moverse por el bosque tan rápido como la
brisa, su pisada no hacía ruido alguno y su puntería era certera.
Sus vidas eran relativamente apacibles hasta que un día, mientras
cazaban, el grupo se percató de algo inaudito, no se oía nada
alrededor, ni el canto de las aves, ni los chillidos de las alimañas
o el rugir de los depredadores, absolutamente nada. La quietud y
falta de presencia animal pronto fue interpretada como un mal
presagio. La situación se prolongó un día, y el siguiente, y otro,
así durante cinco días hasta que la tragedia se cernió sobre el
pueblo.
En los días
siguientes a la desaparición de la caza, las partidas cada vez
tenían que alejarse más y más de la aldea para lograr el sustento
con el que mantenerlos a todos. Las bayas y el resto de frutos que
podían recolectar no eran suficientes. Tanto se adentraban en la
selva, que acampaban allí para volver al día siguiente con las
capturas. En la oscuridad de la noche un fulgor lejano, en dirección
hacia su hogar, iluminó el cielo tiñiéndolo de tonalidades
naranjas. Alarmados retornaron a toda prisa pero no fue hasta la
mañana del día siguiente que llegaron a la aldea encontrándola
completamente arrasada. Los supervivientes lloraban la muerte de sus
seres queridos y gritaban: "¡Dragones! ¡Los dragones han
despertado!". Imoriel sintió como se resquebrajaba su corazón
incapaz de asimilar tanto dolor, no pudo derramar ni una sola lágrima
pues la ira y la sed de venganza llenaron el vacío de su pecho.
Enloquecido corrió hacia el interior del bosque persiguiendo a los
culpables de tanta destrucción.
Las gigantescas
pisadas que se hundían profundamente en el suelo húmedo del bosque
y las ramas de los árboles quebradas a su paso, eran un rasto tan
claro como una límpida mañana de verano. Los pies de Imoriel
corrían tan aprisa que casi no tocaban el lecho de hojarasca, sus
ojos no parpadeaban y su mente era un torbellino caótico e inconexo
que lo absorbía hacia un oscuro vacío de razón. La carrera del
elfo fue abruptamente interrumpida al tropezar con la raíz de un
árbol que sobresalía de la tierra. Era la primera vez que ocurría
tal cosa, ni siquiera en su niñez había caído accidentalmente,
juraría incluso que la raiz nudosa había surgido a su paso. Pero no
se detuvo por tal nimiedad, no sintió dolor, la piel de su cara
estaba encendida y gotas de sudor perlaban su rostro, Se puso en pie
pero no había dado un paso cuando alguien reclamó su atención
llamándolo por su nombre.
-¡Espera Imoriel!
El elfo, confundido,
miró en derredor intentando localizar la fuente de aquella voz que
provenía de todas direcciones, era como si el bosque mismo le
hablase.
-No intentes
detenerme, seas quien seas. Me he prometido reparar el crimen
cometido contra mi pueblo y por mi vida que así lo haré.
-Morirás.
-Así sea. Y si te
interpones en mi camino, tú me seguirás hasta el lugar del que
nadie jamás regresa.
-Palabras de muerte
es todo lo que sale de tu boca. Yo te ofrezco palabras de vida.
-¡Muéstrate! O
deja que alcance mi destino.
La raíz en la que
hubo trastabillado desapareció bajo tierra y asombrosamente el árbol
al que pertenecía fue girándose lentamente entre el crujir de su
vieja y ajada corteza. Era un castaño muy frondoso y su tronco era
el más ancho de los árboles de alrededor, harían falta cinco o
seis personas agarradas de la mano para rodearlo, lo que significaba
que era el árbol más anciano del bosque. Mostró la parte posterior
del árbol y una abertura en su tronco en cuyo interior estaba
recostada la figura desnuda de una joven de belleza sobrenatural.
-No sabes qué te
depara el destino Imoriel. Yo sí, solo lograrás que tu pueblo
derrame más lágrimas y esta vez serán por tu culpa.
El joven cazador
quedó impresionado unos segundos ante aquella aparición. Cuando
recuperó el habla preguntó.
-¿Quién eres?
¿Cómo es que conoces mi nombre?
-Te conozco a ti y
también al resto de tu pueblo. También conocí a tus ancestros y a
los que hubieron antes que ellos. Conozco al zorro, a la lechuza y a
la hormiga. Al sauce, al tejo y a la madreselva pues todos sois parte
del bosque, como yo.
-Un espíritu del
bosque. - Susurró para sus adentros Imoriel.
-Sería lo más
cercano a lo que es un nombre para vosotros, sí. No soy un individuo
así que nunca necesité algo así, un nombre, una palabra que me
defina como un slolo ser. Mi existencia está ligada a cada criatura
salvaje que aquí habita. Vosotros, los elfos, siempre habéis
respetado el orden natural que rige el bosque y por eso me entristece
lo que os ha pasado.
-Entonces sabes qué
o quién es el responsable de nuestra tragedia. ¿En verdad fueron
dragones? ¡Respóndeme por favor!
-Me pides una
respuesta que no tengo. Soy tan antigua como éste bosque pues "nací"
con él y nunca había visto criaturas semejantes. Parecen lagartos
pero caminan sobre dos patas como haces tú y se comunican entre
ellas en una lengua desconocida para mí. Ni la serpiente, ni la
salamanquesa la entienden. Los animales sintieron el peligro de su
presencia y huyeron al otro lado del bosque. Yo... Reaccioné
demasiado tarde, mi noción del tiempo es distinta a la de las
criaturas mortales, así que en parte soy responsable de lo ocurrido
y por ello quiero compensaros de alguna forma.
La dríada saca un
brazo del interior del tronco del castaño milenario y una de las
ramas del árbol baja hasta su alcance. El espíritu agarra una
pequeña rama recta como una vara y ésta se parte con un chasquido.
Una mueca de dolor se refleja en el rostro de la ninfa como si la
hubiera arrancado de su propia carne.
-Acércate. Toma
esta vara de castaño, no es una madera común pues su savia es mi
sangre y contiene la magia que te permitirá decidir tu destino.
Llegará el momento en el que tendrás que decidir entre cumplir tu
palabra de vida o tu palabra de muerte pero elijas una u otra, ambas
exigirán un sacrificio. ¿Aceptas lo que te ofrezco?
-Acepto.- Respondió
sin dudar si con aquello conseguía acabar con la amenaza de un
enemigo desconocido.
-Vuelve entonces con
los tuyos y piensa que decisión tomarás. Sea la que sea, al final,
yo estaré a tu lado.
Los elfos
supervivientes huyeron alejándose del interior del bosque y el
peligro que acechaba, como hicieron los animales días atrás. Esa
noche Imoriel la pasó en vela rememorando las palabras dichas por la
dríada, meditando sobre lo que debía hacer. Sostenía la vara entre
sus manos apretándola tan fuerte que sus nudillos se tornaron
blancos. La cabeza le pedía calma y preocuparse por la seguridad de
los que se salvaron, la sangre le hervía pidiendo venganza. Como él,
varios camaradas ya habían decidido cazar a los dragones por
imposible que pareciese tal idea. Imoriel aceptó seguirlos y de la
vara talló una flecha con cabeza de dragón que al endurecerla al
fuego se volvió más resistente que el acero.
Siguiendo el rastro
llegaron a un valle en el que vieron que una parte de la ladera se
había derrumbado por un deslizamiento de tierra. Viéndolo más de
cerca, descubrieron un gran agujero que era la entrada a una caverna.
También observaron que las rocas y la tierra habían sido retiradas.
Armándose de valor atravesaron la hoquedad por la que podría pasar
un gigante y se adentraron en las tinieblas.
Casi una veintena de
elfos armados con arcos, cuchillos de caza y lanzas iban a
enfrentarse a dragones mitológicos y a unos seres que ni el tiempo
conocía de su existencia. Después de tres horas caminando en la
oscuridad tan solo alumbrada por la luz de las antorchas, siempre
bajando, hacía las entrañas de la tierra, amiroraron el paso al
llegar a una bóveda de roca, tan grande que podía contener varias
aldeas como la suya. Asomándose por una amplia cornisa natural,
quedaron maravillados ante la visión que aparecía ante ellos. Toda
una ciudad, una civilización desconocida se erigía sobre ríos de
roca fundida que surgía de la tierra como la sangre de una herida
profunda.
Avanzaron en
silencio a la manera de los elfos del bosque, sus pasos no emitían
sonido y solo podía oirse el roce de la tela de sus vestiduras.
Antes de descender por la rampa empinada que bajaba hasta un camino
de roca que servía de acceso a la ciudad, habían planeado que un
pequeño grupo de ellos se internase en territorio enemigo para
estudiarlos, mientras el resto permanecería oculto a la espera de
entrar en acción.
Inmoriel tenía en
mente devolverles todo el dolor causado, si es que unos seres tan
viles eran capaces de sentir algo. El elfo iba acompañado por dos
camaradas, moviéndose entre las sombras, las cascadas de lava
fundida que caían de las paredes más alejadas así como los
riachuelos que se filtraban por el suelo de roca eran la única
iluminación natural ya que el sol quedaba a cientos de metros sobre
la bóveda de piedra. Sudaban copiosamente y les resultaba difícil
respirar, debían parar en ocasiones para evitar el sofoco. Una de
esas paradas evitó que fueran dscubiertos cuando de una esquina
aparecieron dos de aquellas criaturas. Los ojos de Inmoriel se
abrieron como platos y por un momento, el rencor fue sustituido por
el asombro. Lo que los supervivientes le contaron sobre esos seres no
había sido fruto del pánico, sus cuerpos eran humanóides pero
tanto su piel como su cabeza eran repulsivamente reptilianas. Vestían
una especie de faldón que cubría sus piernas hasta los tobillos,
sus pies descalzos acabados en garras negras como las de los dedos de
las manos, la piel era escamosa y de un tono gris lechoso, aunque lo
más terrorífico era su rostro cuyo rasgo más llamativo eran una
gran boca repleta de afilados colmillos y unos malvados ojos de
retícula rasgada. Cuando volvieron en si, los dos hijos de dragón
les daban la espalda. Los elfos se miraron y asintieron con la
cabeza, sacaron sus puñales y no les dieron oportunidad. La piel
escamosa era tan dura que de no haber sido de manufactura élfica, la
hoja de los puñales no habrían conseguido dañarles los órganos
internos. Antes de desplomarse, sus gargantas gortadas emitieron un
bufido siseante. arrastraron sus cuerpos detrás del edificio dejando
un corto reguero de sangre, ésta era de un color rojo tan oscuro que
parecía negro.
Siguieron
adentrándose en territorio enemigo asesinando siempre que tenían
oportunidad. Cada vez se alejaban más de su compañeros que los
esperaban para comenzar la incursión. Sabían que su misión estaba
abocada casi con total seguridad a ser una actuación suicida pero
darían gustosos sus vidas si con ello conseguían amedrentar al
enemigo lo suficiente para que se pensara dos veces volver a atacar a
su pueblo. Si lograban llegar hasta alguna personalidad importante en
su sociedad sería un duro golpe a su moral. Por eso el comando de
Inmoriel se dirigía hacia el edificio más alto y fastuoso, el cual
se elevaba como una torre en el centro de la ciudad. Su entrada
estaba guardada por más hombres-serpiente y lograr pasar a la fuerza
siendo solo tres sería imposible. Habían trazado una ruta más o
menos segura y decidieron volver con el resto.
El camino de vuelta
les confirmó que el grupo podría acceder hasta el centro de la
ciudad con una menor posibilidad de ser descubiertos. Pero antes de
llegar al punto de encuentro ocurrió algo que hizo que el corazón
les diera un vuelco. Unas pisadas gigantestas hiceron vibrar el
suelo, se escondieron en un lugar que les permitía espiar la calle
principal y así fue que vieron un monstruo tan grande como las
construcciones más altas de los alrededores. Era un dragón, o eso
entendieron ellos, caminaba sobre dos poderosas patas traseras, su
horrible cabeza era desporporcionadamente grande con respecto al
torso del que surgían unos brazos minúsculos, la gran cola se
balanceaba de izquierda a derecha al compás de su caminar. Sobre el
cuello del monstruo había instalada una silla en la que un
hombre-serpiente guiaba al monstruo con una larga lanza. Al dragón
lo seguía una comitiva de más hombres-serpiente armados, parecía
una partida que estaba de vuelta y lo que horrorizó a Inmoriel fue
que entre ellos estaban sus compañeros los cuales habían sido
encadendos los unos a los otros y eran obligados a caminar con
bruscos empujones. Pasaron lentamente pero sin detenerse e Inmoriel
pudo contar su número confirmando que habían peleado fieramente
pues faltaban caras conocidas. A pesar de que el corazón los
empujaba a salir y liberarlos, no hizo falta tener que refrenar a sus
compañeros, sabían que sería imposible y perderían la única
oportunidad de salvarlos.
Necesitaron un
tiempo para calmarse y organizar su mente. Habían visto cuán
complicado era colarse en la torre, una muralla la rodeaba y su
entrada estaba protegida por una pequeña guardia. Siguiendo a
escondidas a los prisioneros, volvieron al lugar desde el que podían
ver claramente el acceso a la torre. La comitiva traspasó la muralla
y los perdieron de vista. Pasaron los minutos y estos se convirtieron
en horas, en aquel mundo subterráneo carente de sol era imposible
orientarse. No encontraban la manera de poder colarse en el palacio
hasta que se les presentó una oportunidad. Otro dragón se dirigía
hacia la misma puerta por la que habían pasado los elfos cautivos,
éste tiraba de un gran carro cargado de unas extrañas rocas
luminiscentes. Se posicionaron de tal forma que cuando el carro pasó
frente a ellos, treparon ágilmente sin ser descubiertos. Solo el
jinete podría verlos desde su posición aunque para ello debería
mirar por encima del alto respaldo de la silla. La guardia no lo
detuvo para inspeccionar la carga a pesar de haber capturado
recientemente a los intrusos, los lagartos estaban confiados en que
esos débiles mamíferos no suponían un peligro real para ellos. Así
lograron pasa las murallas de la torre y cuando vieron que no habían
ojos vigilando, bajaron del carro y pegaron la espalda a los bloques
de roca negra que eran la base de la torre. Una hoquedad a ras de
suelo que despedía un fétido olor les sirvió para introducirse en
el interior de la torre.
Las cloacas les
llevaron hasta una cámara de la que colgaban cadenas y ganchos. Era
difícil discernir si se trataba de una mazmorra, una sala de tortura
o un almacén. Siguieron hacia delante sin saber a ciencia cierta que
encontrarían, ni si serían capaces de encontrar a sus amigos. Todos
permanecían en completo silencio, tan solo se oía el roce de sus
ropas y los ecos lejanos de la vida en la torre. Imoriel creyó oir
una voz que le llamaba, era dulce y femenina, apenas la oyó y dudó
pensando que su mente estaba jugando con él pero volvió a
escucharla una segunda vez. Sus compañeros no parecían darse cuenta
pero Imoriel los guió hacia ella. De aquella mística manera
llegaron a una habitación que no se distinguía de la anterior salvo
por una tosca reja colocada en el suelo. Allí, encerrados tras la
reja estaban sus compañeros y alguien más. ¡También encontraron a
la gente raptada de la aldea! El gozo fue breve pues un resistente
cerrojo impedía poder liberarlos del foso.
-¡Imoriel! Alabada
sea la diosa.
-Amigos pronto os
sacaremos de ahí y volveremos a casa.
-Antes tendrás que
arrebatarle las llaves al carcelero. Escuché a ese cerdo hace un
momento, en la habitación contigua.
Raudo, Loreth fue
hacia la puerta y espió por la rendija. Allí estaba, una de esas
criaturas reptilianas cuya oronda barriga casi no le dejaba realizar
la tarea de cortar un gran pedazo de carne. Miró en derredor y
comprobó que se trataba de las cocinas. Imoriel se acercó y
haciendo gala de su famoso sigilo consiguió robar al carcelero el
manojo de llaves que colgaba de su cinto sin que éste se diera
cuenta. Acto seguido abrió el candado y usando una escalera que
habían dejado intencionadamente cerca, sacó a los cautivos.
Sabían que la treta
no tardaría en ser descubierta por lo que se apresuraron a salir por
el mismo camino que habían usado para entrar. Algunos estaban
heridos y había que ayudarles a caminar, eso les hizo retrasarse.
Cuando salieron de la torre por la cloaca se encontraron con el
problema de cómo burlar a la guardia de la puerta. La fortuna estaba
de su lado y el mismo carro que los había colado permanecía parado
en el mismo lugar. Ahora estaba vacío de su carga de rocas y ellos
eran más de una veintena de personas, serían descubiertos
fácilmente por el carretero o por una simple inspección de la
guardia. Habían llegado demasiado lejos y ese parecía el fin del
camino, por tanto no había nada más que perder y así fue como
redujeron al carretero, se hicieron con el vehículo y sin saber muy
bien cómo, un aterrado Loreth consiguió guiar al dragón arrollando
a la guardia que les cortaba el paso.
Casi la totalidad de
las fuerzas de la ciudad les pisaba los talones. Desarmados y en
minoría no tendrían ninguna oportunidad contra el enemigo. El
tiempo que les proporcionó el desconcierto fue la ventaja que les
permitió llegar a la linde de la ciudad. Abandonaron el gran
carromato cuando ya veían acercarse a la vanguardia de los
hombre-serpiente. Tenían que cruzar un puente natural sobre una
profunda grieta, en el fondo podía verse el intenso color de un río
de lava fundida. Después del puente les esperaba la rampa que les
llevaría hasta la cornisa desde la que habían visto toda la ciudad
y luego tendrían un largo camino a través de la gruta de entrada.
No lo conseguirían.
Imoriel quedó en
retaguardia junto con Loreth para asegurarse de que nadie quedaba
atrás. Junto con Kirin eran los únicos que portaban armas. La
certeza de un final haciago era clara en la mente de Imoriel y
también en los demás pero se negaban a aceptar una muerte horrenda
como desenlace. Colmado de valor, Imoriel se detuvo en medio del
puente, no antes de que lo hubiera hecho el resto. Y con una voz tan
digna como la de los antiguos reyes élficos dijo sus últimas
palabras.
-Loreth escúchame y
haz lo que te digo. Guía a nuestro pueblo y llévalo a casa a salvo.
Daos toda la prisa que os permitan vuestro pies cansados y no miréis
atrás.
-¡No! Me quedaré
contigo y les haremos frente. Juntos los retras...
Imoriel negó con la
cabeza sin decir nada. Loreth sabía que lo que deseaba no serviría
de nada así que aceptó el sacrificio de su amigo y rezó para que
sirviera de algo.
Cuando Loreth,
Imoriel se fue se giró hacia el otro extremo del puente y encaró al
enemigo que ya había llegado. Una lluvia de flechas dieron muerte a
toda serpiente que quiso atravesar el puente, ninguno logró si
quiera acercarse a la mitad. Pero entonces llegó el grueso del
enemigo. No quedaban flechas en su carcaj para tantos y dudaba de que
sirvieran lo que él creía que eran dragones jóvenes y aun así
enormes. Sin embargo cesó el acoso del enemigo y las filas se
abrieron dejando paso a una criatura diferente a las demás. Era
significativamente más alta y solo su torso tenía apariencia
humanóide, se desplazaba sobre una gruesa cola serpentina y su
cabeza era como la de una víbora. Aquel monstruo de casi tres metros
de alto vestía ropajes ricamente adornados con metales preciosos y
brillantes joyas. Se puso al frente de sus huestes flanqueado de una
guardia real. Extendió uno de sus brazos y le trajeron a un elfo
demacrado y de ojos hundidos. Era Zarías pero a Imoriel le costó
reconocerlo estando en un estado tan deplorable. El jefe de los
hombres-serpiente lanzó un pedazo de carne que estaba devorando
ávidamente y con horror el elfo pudo ver que de los huesos roídos
colgaba intacta una mano de mujer. Llevaron a Zarías junto al
cacique y este agarró su cabeza con una mano. El prisionero comenzó
a mover la boca emitiendo una voz fantasmagórica y carente de
voluntad, tan solo reproducía el pensamiento del monstruo cuyo
vocabulario, inteligible para Imoriel, eran solo siseos.
-Pequeña alimaña
de superficie. Habéis osado rebelaros contra el pueblo de las
profundidades. Nosotros que una vez gobernamos la superficie y caímos
en el olvido a causa de una maldición. Pero hemos vuelto después de
siglos sin ver la luz del sol y extenderemos nuestro imperio como
antaño. Vosotros habéis sido honrados siendo nuestros primeros
siervos de esta era. ¿Así nos agradeces que no os hayamos
exterminado sin más? Pero tiene solución, si no nos servís como
esclavos, seréis útiles como alimento. En nuestro encierro nos
teníamos que conformar con las correosas alimañas de las
profundidades pero vuetra carne es tierna y dulce. Especialmente la
de vuestras crías.
La repulsión y la
ira se apoderaron de Imoriel, quería matar a todas esas viles
criaturas, que no quedase ni una que pudiera causar más daño. Como
en trance su mano fue hacía el carcaj y la yema de sus dedos sintió
la pluma de una flecha. Al tocar la madera una voz le habló desde
dentro de su cabeza, era como el pensamiento de otra persona, esa voz
era la misma que lo había guiado en la torre.
-Llegó el momento
que presagié querido Imoriel. - Ahora podía oírla con total
nitidez. Era la voz de la díadra del bosque. -Tú decides si tu
última acción será de vida o de muerte. Como precio, elijas lo que
elijas, tu pueblo sufrirá. Pero elige bien pues sus vidas están en
tus manos. - Imoriel giró la vista hacia los suyos que ya casi
habían alcanzado la cornisa. -No temas pues no harás este viaje
solo, como te prometí estoy aquí, a tu lado, te cedo mi poder en
forma de la flecha que tallaste de mi rama. - El elfo sintió una
mano incorpórea acariciar su rostro con ternura. El gesto arrancó
toda congoja de su corazón y le insufló el valor que necesitaba
para sellar su destino.
Con un gesto el
general de las serpientes ordenó cargar contra el elfo. Imoriel
colocó la flecha de castaño en la cuerda de su arco y la tensó.
Conforme preparaba el disparo la punta de la flecha con forma de
cabeza de dragón comenzó a brillar, primero débilmente, luego más
intensamente hasta que los hombres-serpiente tuvieron que detenerse
cegados por tal fulgor. Imoriel apuntó hacia el pecho del rey y
concentró todo su odio en ello, con un solo gesto lograría su
venganza. Uno de los soldados señaló con el dedo hacia una figura
etérea que se había materializado justo detrás de Imoriel, una
joven de gran belleza, completamente desnuda, de largos cabellos con
hojas enredadas en ellos. La dríada sostenía el brazo con el que él
agarraba el arco, otorgándole su poder y evitando que el elfo
flaquease. En el último momento el valiente Imoriel bajó el arma,
apuntó a la base del puente y liberó la flecha.
Una explosión de
luz iluminó la gigantesca bóveda subterránea que tembló cual
terremoto. Los elfos se giraron asombrados pero tuvieron que retirar
la vista hasta que la luz fue bajando en intensidad. Cuando
recuperaron la vista el puente de roca había desaparecido y con él
también Imoriel, así como los soldados y dragones que habían ido a
por él. Al pie del puente desaparecido los observaba la gran
serpiente, con rencor en sus viles ojos de pupilas rasgadas. Tuvieron
que retirarse pues el nivel de la lava había crecido con la caída
de las rocas imposibilitando de cualquier manera el paso hacia el
otro lado.
Los días siguientes
al suceso, los elfos lloraron la pérdida de sus seres querido y
especialmente de su miembro más virtuoso el cual había dado su vida
heróicamente por los demás. Así se cumplió la segunda profecía
de la díadra y la pena se instaló en sus corazones durante el luto.
Pero luego vino la alegría de la vida y la libertad. Los elfos no
descansaron hasta cegar la gruta por la que habían salido los
hombres-serpiente, condenándolos a otra era de oscuridad.
Por su parte, la
dríada pese a haber consumido la mayor parte de su magia para salvar
al pueblo élfico, sobrevivió para mantener con vida el bosque y
protegerlo de futuras amenazas como la de los hombres-serpiente.
Dicen que muchos años después, una niña que se perdió en el
bosque durante tres días. En lo más profundo del bosque se encontró
con una anciana que vivía dentro de un castaño muy grande el cual
tenía la mitad de su copa muerta. Esta anciana la trató con mucha
amabilidad, la alimentó con frutos del bosque y la ayudó a
encontrar el camino de vuelta a casa.
Esta tragedia se
convirtió en leyenda y llegó a nuestros días tal como ha sido
relatada, para que nunca se olvide el peligro que nos acecha desde
las profundidades de la tierra. Los hijos del dragón.
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