martes, 9 de abril de 2019
Luisito: El oficial de la Hamilton
El trabajo dignifica
y le puede dar valor a una vida. A veces, un trabajo puede dar mucho
más que eso aunque otras veces también puede quitar
Augusto pasaba las
noches sentado en su garita de seguridad, cada tanto daba una
recorrida, pero no mucho más. La universidad por la noche, con las
aulas vacías, sin sonidos y pocas luces, le recordaba lo que había
sido hacía tantos años y donde su padre habría trabajado la mitad
de su vida. Autos y obreros transitaban en antaño esos mismos
pabellones donde hoy él recorre, linterna en mano, buscando que no
haya nadie.
En su trabajo,
inverso a muchos, un buen día era cuando no pasa nada, cuando no
encontraba a nadie y cuando mejor se desempeña, evitando cualquier
situación sospechosa. No tenía nada más que hacer que vigilar, sin
embargo había un sector, uno de los pabellones de aquella inmensa
universidad que trataba de evitar. No era el pabellón menos
iluminado ni el más alejado, pero ahí no le gustaba andar.
Alguna que otra vez
se le apagó la linterna, otras veces le pareció ver lo que era un
overall sucio tirado entre los pupitres aunque nunca se animó a
acercarse lo suficiente como para corroborarlo, podría haber sido
cualquier cosa, pero lo que siempre lo ahuyentó de allí eran los
ruidos. A veces parecían como bolitas, aquellas de vidrio con las
que jugaba en la infancia, golpeando una tras otra contra el piso,
otras veces escuchaba lluvia o agua y el movimiento de caños,
golpes, ruidos. Dos o tres veces esos ruidos le parecieron voces.
Aquel pabellón era
el denominado “de derecho” por los alumnos de la universidad de
San Justo. Sin embargo para Augusto era el de Luisito. Cansado de las
burlas de sus compañeros decidió ponerle nombre a su miedo, o a
aquello que lo provocaba. Inspirado en un tema de Divididos, Augusto
rebautizó al pabellón para, al familiarizarlo, tratar de exorcizar
sus temores pero nunca logró callar los ruidos.
Una noche de enero,
cuando la universidad estaba muerta y el calor acompañaba de cerca a
Augusto, decidió juntar coraje y recorrer todo el pabellón. Aun con
el riesgo de tener problemas laborales por no haberlo recorrido,
nunca había transitado cada uno de sus pasillos, prefería rodearlo
y mirar desde afuera.
Esa noche, fue la
última en ese trabajo. Sus pasos eran eco en los pasillos vacíos,
las aulas oscuras escondían sus sillas con recelo bajó los tubos
fluorescentes mudos y apagados. Hasta que los ruidos se hicieron
presentes, eran metálicos, chirridos y golpes, con un brillo
especial. siguió caminando y los ruidos aumentaban, cada vez más
fuertes, insoportables. Hasta que en un último golpe se callaron.
Delante de él se
apareció. Así de la nada y sin avisarle ni preguntarle. “Luisito”
lo miró y se le sonrió como si lo hubiera estado esperando. El
silencio lo era todo, y Augusto lo empezó a escuchar.
Yo era oficial de la
Hamilton- empezó Luisito -yo me encargaba de ciertos moldes. Me
gustaba mi trabajo, manejaba una de las maquinas más importantes, la
doblachapa. De un solo empujón sacaba la sección de un
guardabarros, una puerta, la autoparte que se necesitara para
ensamblar. Pero un día yo estaba algo atareado, y distraido, y en
unos segundos mi brazo estaba debajo de la placa metálica que
doblaba la plancha que metiamos. Me lo destrozó, de un solo golpe,
fue terrible. En la segunda bajada de la placa, intenté zafarme,
pero me agarro algo más que el brazo. ¿Queres venir y te cuento
bien, tomamos unos mates, vení que dejé la pava al lado de la
Hamilton?
Esa fue la última
noche que trabajó Augusto. Nadie volvió a verlo, nunca fichó su
salida ni llegó a su casa. sin embargo en su expediente laboral
figura como "abandono de trabajo", porque nunca renunció
ni volvió a aparecer por la universidad. Los ruidos persisten, y
cuando hace calor se escuchan hasta carcajadas.
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