martes, 9 de abril de 2019
La Pensión del Miedo
“Esto pasó en
Ciudad hace cosa de 20 años cuando recién me casé, ocurrió en una
añosa pensión que está en calle Avellaneda, a pocas cuadras de los
portones del parque”
Allí llegamos con
mi esposa embarazada a vivir de allegados con mi hermana que
alquilaba una pieza por módicos 600 pesos que incluían habitación
con dos camas, derecho a baño comunitario, cocina comunitaria y los
domingos comedor comunitario.
El caso es que yo
había hablado con el encargado de la pensión, un chileno a quien
llamaré Adriano y quien, para los efectos de la historia merece una
reseña.
El tipo era un
vividor, un tahúr entregado a los goces de la vida a pesar de cargar
sobre sus hombros con 40 y tantos y una renguera producto de una
accidente en moto, lo que no le impedía bailar al ritmo de los
éxitos de Sandro, a quien se parecía físicamente y deleitarnos los
domingos durante el asado de patio con los temas del gitano cantados
histriónicamente con un vaso de lata a modo de micrófono.
Adriano era además
plomero gasista por oficio y ahí enganché con él para que me
enseñara a trabajar y me diera laburo dado que salido recién del
cole y con una mina y un gurí en camino no podía pretender ser
gerente de nada como hoy en día.
Adriano era un tipo
oscuro, igual que el Turco dueño de la pensión que venía solo una
vez al mes y solo entraba a la habitación del encargado a cobrar lo
recogido por éste de los otros inquilino, sin que el resto le
pudiera hacer ver sus molestias por lo desvencijado del edificio.
Y como estas
antigüedades abundan en Mendoza, tenía guardada una historia que
hasta el día de hoy me pone los pelos de punta cuando recuerdo.
Toda la gente que
allí vivía lo hacía normalmente… pero de noche y sobre todo
cuando había luna, se escondían temprano y cerraban los postigos de
las puertas que tenían vidrios (o falta de ellos) que permitían la
vista hacia el exterior (e interior respectivamente), ponían la
televisión fuerte o la música para no oír los sonidos del
exterior.
Siendo joven era un
tipo poco dado a la cobardía, pero aquella ceremonia de encerrarse
me empezó a inquietar y más aún cuando cambié de laburo y empecé
a trabajar de noche…
Entré a trabajar al
carrito que está en el cerro La Gloria como sanguchero y de noche,
para ganar más, de mozo, por ende llegaba a casa a eso de las 4 o 5
de la mañana, debiendo recorrer hasta mi residencia una distancia de
treinta metros desde el tétrico portón de calle, pasando por las
habitaciones de dos pisos del frente lo que le daba a la pensión un
aspecto fantasmagórico, una vez ingresado al patio principal, se
accedía mediante una galería a las piezas.
Fue en el patio
donde por primera vez me sentí vigilado, observado desde arriba, era
difícil de explicar, pero se sentía como un frío que bajaba cual
un manto de hielo, a pesar de estar en pleno verano, que me obligaba
a apurar el paso para meterme a la pieza… debo hoy reconocer que me
recagaba de miedo y no me atrevía a mirar al techo. Entonces empecé
a indagar y a medida que lo hacía los eventos se desencadenaron
vertiginosamente.
Pregunté a los
vecinos y la mayoría rehuía a las respuestas como si estuviesen
siendo vigilados, amordazados por una mano invisible, fue Mirta, una
vecina ya entrada en años y con un pasado opulento (psicóloga
retirada y enloquecida por el abandono marital) quien me llamó un
día a su cuarto, al lado del nuestro y me contó…
- Vos, pajarito (así
le gustaba llamarnos a mi mujer y a mí) no te imaginas lo que acá
ha pasado, el tipo ese, Adriano, vos lo conocés, tiene mucho que ver
en esto por eso nos callamos, lo que acá pasa va más allá del
entendimiento humano… por lo que más quieras ¡¡no preguntes
más!!
En este punto sus
cenicientos ojos revelaban un dejo de horror, un horror latente y
presente, como si hablara conmigo y con alguien más dentro de
aquella habitación… me supo transmitir su miedo y mi inicial
coraza de hombría e ignorancia se tornó de inmediato en pavor.
Estábamos solos en la habitación, sobre la mesa estaba una
lamparita de mesa con un foquito de 60 watts que iluminaba
mortecinamente la estancia y si inicialmente nuestras sombras eran
dos sobre la pared, al culminar las palabras de Mirta… ¡sobre mi
sombra aparecía otra en forma horizontal!, me quedé helado mirando,
sintiendo sobre mí el frío que he descrito con anterioridad,
entonces haciendo acopio de valor, me desembaracé de aquel hipnótico
trance y volví mi vista hacia mi vecina. Esto me desmoronó, sus
ojos miraban la pared sobre mí y con horror asentía, mientras
lágrimas corrían por sus descarnadas mejillas. Hui de allí sin dar
crédito a lo que había visto. ¿Cómo podía ella haber visto esa
sombra sobre mi si hacía tiempo un severo glaucoma la había
enceguecido totalmente?
En los días
siguientes los sucesos se desencadenaron vertiginosamente, como si mi
intrusión hubiese despertado o molestado a aquella cosa, por las
noches se oía en las chapas del techo un constante ir y venir de
pasos fuertes y gruñidos… bajos y estertóreos, siempre
deteniéndose sobre nuestro cuarto, gruñendo, rascando las latas y
tratando de bajar. Debo contar que estas casas, para quienes no hayan
visto alguna, poseían en vez de cielo raso una lona gruesa colgando
sobre la mampostería y que con el viento (el zonda por ejemplo) se
movía como la vela de un barco.
Entonces cuando la
cosa caminaba o corría por el techo lona se cimbraba y arrojaba
sobre nosotros polvo y restos de insectos secos.
Hasta que una noche,
que recuerdo hasta hoy, volviendo del trabajo y cuando los sucesos
habían amainado un poco, la ví…
Sobre el techo, en
el ángulo que quebraba la pensión en dos, de pie estaba una figura
femenina, una mujer de pelo suelto y ropa clara, con las manos
crispadas a los lados del cuerpo, mirando el techo bajo sus pies. Mi
horror me paralizó y me obligó a presenciar aquello que no era de
este mundo. Sus pies desnudos, su ropa de niña mecida por la brisa
cálida del verano, sus manos convertidas en dos arañas gigantescas
cuyas falanges se agitaban como látigos sobre sus muslos,
aprestándose a saltar… aprestándose a bajar… pero ¿adonde?…
¡¡la habitación de Adriano!!, esta tenía un tragaluz y el chileno
tenía su cama justo debajo para poder tomar a la luz de la luna y
las estrellas, y ahora una aparición lo estaba acechando por esa
misma claraboya.
La mujer empezó a
moverse en círculos alrededor del agujero en el techo y cuando me
daba la espalda, mi respiración se soltaba, fueron dos vueltas, me
acuerdo muy claro y a la tercera… me vio, o eso creo porque detuvo
su cancina y macabra ronda dirigiendo su faz hacia el patio donde yo
estaba petrificado, echó hacia arriba los hombros y comenzó a
gruñir, tal como había oído en las carreras por el techo, un
gruñido seco, sin vida, de odio, de perdición.
No lo soporté más,
corrí venciendo el miedo, pero en cámara lenta, no podía correr,
mis piernas daban largas zancadas pero no podía salir del patio,
siempre bajo la vigilancia de la cosa, rodeé una hilera de malvones
que crecían en una cantera de piedra y me acuclillé, como un feto
intentando gritar. Pedí ayuda sin emitir más que un ronco estertor,
como cuando una sueña cosas horribles y trata de gritar sin
conseguirlo.
Levanté la vista,
con ardientes lágrimas brotando descontroladas, con una mezcla de
horror y creciente adormecimiento y grite en voz baja:
- Mamita lo tuyo no
es conmigo, soltame…
Y desperté con la
luna sobre mí, temblando y con mis manos crispadas y vacilantes, con
la cabeza agachada, me arrastré por el lado del alero del patio
hasta alcanzar la trancada puerta de mi cuarto… golpeé con sigilo,
pero con urgencia, y entré como un galgo a la apenas iluminada
habitación donde mi mujer y mi hijo recién nacido dormían sin
haber oído nada.
Nada le conté, pero
hice todos los esfuerzos por emigrar, cuanto antes de allí,
consiguiéndolo casi un mes más tarde.
Supe luego que
Adriano había estado de novio con una chica de 20 años y que habían
vivido hacia años en la pieza del cuidador. Luego de una aventura de
él con otra mujer, la chica se colgó del techo en donde las alas de
la pensión se juntaban y se veían las vigas de la añosa
construcción.
Hace poco supe que
Adriano se mudó a una casa de calle Belgrano y que los vecinos ya
hablaban de los raros hábitos del hombre y la fijación de los gatos
del sector que han agarrado de correr y gruñir por los techos de su
casa por las noches.
Hace poco también
pasé por la oscura pensión de calle Avellaneda… la herrumbrosa
puerta de hierro sigue allí a media cuadra de la Boulogne… como un
viejo que se niega a mudarse para que pasé por su casa una
autopista…
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