Para los huilliches no hay nada más perverso que el demonio Pillán. Odia a los seres humanos. Desde el Peri Pillán los espía incesantemente porque no puede soportar verlos felices, gozando de una vida que, como ente maligno, el jamás podría tener. Corroído por el odio, habita las tinieblas en la soledad más espantosa.Así las cosas, refiere la leyenda que en una apacible aldea huilliche vivía Licarayén, la hija del cacique. Y ella no era solo la más hermosa por fuera, sino también lo era por dentro; y todos la amaban por su gran bondad. La joven estaba lista para casaese con Quiltralpique, joven gallardo y noble que había ganado su corazón. Esperaban para ello que la luna les diera la señal propicia. El pueblo se aprestaba para la feliz boda. Según la machi, nacerían de ambos hijos buenos y hermosos que como ellos traerían bendiciones a todos.Sin embargo, el ojo del Pillán se posó en aquella región y al punto descargó sobre ella toda suerte de calamidades: el volcán comenzó a expulsar fuego y lava por todos lados, arrasando sembradíos, bestias, rucas y gentes: el mar se salió de madre, la tierra tembló con violencia. La peste se ensañó con los que habían logrado escapar con vida. Entre estos últimos el cacique, si hija y su prometido. En vano todos elevaban sus clamores en ritos y machitunes y parecía que la raza huilliche desaparecía de la faz de la tierra.
Entonces se presentó ante ellos un anciano quien les dijo que lo que había que hacer para derrotar al Pillán era sacrificar a la doncella mas hermosa, pura y buena de la región, arrancándole el corazón del pecho y depositándolo en la cima del cerro más elevado.
Pronto los huilliches descubrieron que ¡La única doncella que reunía todas estas cualidades era Licarayén!
De nuevo la princesita demostró su grandeza de espíritu: si la paz y el bienestar de su pueblo dependían de ella, ella ofrendaba su vida con alegría.
Y así, le fue preparado un lecho donde se tendió plácidamente y pidió que Quitralpique fuese quien le arrancara el corazón. Este traspasó con su lanza el pecho de su bien amada y después su propio pecho, para seguir así unidos en la muerte.
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