domingo, 5 de enero de 2020
La Mujer De Las Empanadas
Cuentan los
habitantes más viejos de la hermosa ciudad de Bogotá, que hace
varios años, en uno de los barrios más populares de la urbe, era
muy común ver a una señora de sonrisa amable y modos gentiles,
andando por las calles con su cesta de empanadas recién hechas. Sus
ropas humildes la delataban como una persona de bajos recursos, cuyo
único medio de subsistencia serían, seguramente, aquellas delicias
preparadas con sus propias manos. Mismas que por suerte, se habían
vuelto sumamente populares entre la gente del vecindario, nunca
faltaba quien le comprara una.
A juzgar por su
costumbre de sonreír y porque siempre estaba de buen humor,
cualquiera de las personas que vivían en los alrededores diría que
la pobreza no le afectaba en lo absoluto. Pero como suele pasar con
la mayoría de las personas, uno no puede imaginarse la clase de
situación por la que realmente pasan en la intimidad.
Esta mujer vivía en
una casita destartalada junto a su marido, un hombre vicioso que
contribuía muy poco con la economía de ambos. Día tras día, todo
eran discusiones entre ambos, a tal punto que la pobre esposa ya no
sabía que más hacer para estirar el dinero que ganaba con sus
empanadas, ni porque seguía soportando a aquel sujeto, que tan
pronto cobraba un sueldo miserable, no perdía el tiempo para botarlo
en el bar más cercano. Lentamente la desesperación hacía mella en
ella.
Fuera de casa no
paraba de sonreír, ni de ser tan amable con las personas que le
compraban. Todos la veían con lástima.
Un día, se supo que
su marido la abandonó y no lo volvieron a ver por el barrio. Ella
salió a vender sus empanadas como de costumbre, toda sonrisas y buen
humor. Estaban realmente deliciosas, con su cubierta crujiente y la
carne tan tierna que tenían por dentro.
—¡Qué buenas
están sus empanadas, señora! —le dijeron varias veces a lo largo
de aquel día, y de los siguientes, haciéndola reír como una niña.
—¿Qué fue lo que
les puso? Es la primera vez que le quedan tan sabrosas; no es que
antes no lo fueran, pero es que ahora están realmente exquisitas.
¿Nos daría la receta?
—Eso es un secreto
—decía ella, guiñando el ojo.
Tal vez la ausencia
del marido, lejos de entristecerla, suponía un gran alivio que le
permitía hacer maravillas en la cocina.
No obstante, tiempo
después los vecinos se sorprendieron al ver como la policía
irrumpía en su casa y la arrestaba. Esta vez, la mujer no sonreía.
Habían encontrado los restos de su esposo, (o más bien lo que
quedaba de ellos), guardados en el refrigerador.
Y es que semanas
atrás, después de discutir, la pobre había perdido el control y lo
había acuchillado de manera mortal. Sin que nadie se enterara, había
sido su carne lo que usara para rellenar sus macabras empanadas.
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