miércoles, 5 de diciembre de 2012
La Leyenda Del Exorcismo Del Daymán
Culminamos nuestro ciclo de leyendas urbanas -quizá
definitiva, quizá temporalmente- con un último relato del interior del país. En
este caso el protagonista de una posesión diabólica no es Damian, como en el
cine, sino el río Daymán, testigo de un caso criollo. Traemos este relato
nuevamente gracias a la colaboración del escritor Diego Moraes, aprovechando la
reciente edición de su “Bestiario del Salto Oriental”, editado por la
Intendencia de Salto.
Días pasados, releyendo viejos documentos históricos a propósito
de supersticiones, mitos y creencias de los habitantes de la Banda Oriental,
di, casi al azar, con la crónica de un curioso exorcismo que entiendo no
carecería de cierto interés en cualquier antología de los horrores de Salto.
Las circunstancias exactas que rodearon estos acontecimientos son muy confusas;
sin embargo, según las versiones más autorizadas, el evento habría tenido lugar
hacia el año 1894 en un sitio sobre la costa del Río Daymán, no demasiado
lejano al lugar en que ahora se encuentran las famosas Termas que ostentan ese
mismo nombre.
La protagonista de la historia fue una muchacha mestiza, aún
no completamente desarrollada -digamos seis o siete años- que vivía en una
casita de la zona. Se llamaba L*** y había nacido en el Brasil, más precisamente
en Rio Grande do Sul, sitio desde el que poco tiempo atrás había emigrado junto
a su madre. Un buen día, y luego de haber convalecido de dolor toda una noche
sin causa aparente, L*** comenzó a ejecutar algunas acciones extrañas y a ser
víctima de accidentes ciertamente estrafalarios. Los parientes, amigos y
vecinos que fueron testigos de estos prodigios, alucinados y asombrados en su
imaginación, llegaron a la certidumbre irrefutable de que, verdaderamente, la
muchacha “tenía a Mandinga en el cuerpo”.
En ocasiones, L*** padecía de unos violentos ataques durante
los que se comportaba casi como un animal. Comenzaba a gritar, a semejanza de
un chancho que están carneando, y clamaba a viva voz que alguien había venido a
llevársela a un paraje terrorífico. Se retorcía como una histérica, gemía como
una desquiciada y lloraba escandalosamente. En estos accesos, la joven se
estiraba completamente en la cama, y tiesa como estaba, parecía que la
arrastraban de las piernas, escurriéndose del reposo. Uno y hasta dos hombres
de campo muy forzudos no eran lo suficientemente poderosos como para sujetarla;
por esta razón, y a pedido de la propia aterrada madre de la criatura, se
convino en amarrarle las muñecas a la cabecera de la cama con unas sábanas.
Otras veces, y aún cuando segundos antes se encontrara
apaciblemente tomando mate y conversando con su gente, la joven se transformaba
de súbito, y comenzaba a proferir insultos soeces a todos los que se atrevían a
dirigirle la palabra o a mirarla con atención. Se arañaba, afirmando que no era
ella, sino otro ser invisible quien le clavaba las uñas. Golpeaba con recias
patadas las puertas, las paredes, los muebles y las ventanas de la casa, y
hasta se orinaba o defecaba en los rincones. También articulaba unos silbidos
muy penetrantes, que parecían provenir de lo profundo del bosque circundante.
Otra costumbre extravagante de la poseída era la de salir intempestivamente a
los fondos de la casa y desde allí arrojar piedras al aire con tan milagrosa
habilidad que las piedras retornaban al mismo lugar del que habían partido.
Otro rasgo extraño de la historia es que esta endemoniada,
antes de haber entrado en este estado, no hablaba sino su lengua natal, el
portugués. No obstante, desde que iniciaron los ataques, la muchacha comenzó a
expresarse con tal corrección el castellano como si fuera una nativa, al punto
que ni siquiera por el acento pudiera distinguirse del habla de los hijos del
país, circunstancia que provocó la perplejidad de los vecinos.
La situación de L*** empeoraba cada vez, y entonces llegó un
momento en que la familia de la niña se vio obligada a tomar cartas en el
asunto. Se decidió, entonces, convocar a un exorcista. Sin embargo, y
diferencia de lo que nos tienen acostumbrados los argumentos de las series
televisivas, este ritual no fue llevado a cabo por un sacerdote de la Iglesia
Católica, sino por el contrario, por un curandero popular. Pocos datos hay
sobre este oscuro personaje, salvo que se trataba de un viejo con fama de brujo
y de hechicero, y que ya tenía alguna experiencia en los métodos del magnetismo
animal. Aunque también es cierto que, pese a su condición profana, las figuras
y los instrumentos de que se valía para sus conjuros eran los mismos que se
esgrimen en la liturgia cristiana: también el exorcista, además de brebajes y
conjuros, portaba un crucifijo, rociaba agua bendita e invocaba el glorioso
nombre de Dios.
Pese a tantas previsiones, el exorcismo culminó en un
rotundo fracaso. Ya desde el principio, la endemoniada manifestó toda serie de
irreverencias hacia los poderes de su sanador. Por ejemplo, el exorcista
recitaba oraciones y le decía cosas tales como: “Clama, hija mía: Dios conmigo
y el Diablo al Infierno”, y la joven, enfurecida, respondía insultante: “El
Diablo conmigo y Dios a la p “. En tales contratiempos, y como todo recurso, el
exorcista la rociaba con más agua bendita y rezaba cada vez en tono más
solemne. Por supuesto que, por momentos, el exorcismo parecía dar algún
resultado, pues la muchacha cesaba de maldecir y no realizaba tantas
extravagancias, pero el mal pronto volvía a exacerbarse. Y L***, conforme
pasaban los días, estaba cada vez peor. Hacia el final, al borde de la locura,
no hacía sino cubrirse el rostro con las manos o con las sábanas, y mientras
sujetaba fuertemente las manos de una vieja, como buscando terrenal consuelo,
manifestaba su malestar y su espanto con penetrantes gemidos. Un atardecer,
luego de una larga sesión de espiritismo que había abarcado toda la noche y el
día anterior, L*** finalmente murió.
Una vez fallecida la desventurada criatura, la casa en la
que fue llevado a cabo el ritual adquirió una fama siniestra. Se decía del
edificio -como del Teatro Larrañaga o del Museo de Bellas Artes- que fuerzas
oscuras y misteriosas habían asentado allí su dominio infernal. Según hemos
llegado a saber, este lugar fue, en repetidas ocasiones, escenario de
apariciones de fantasmas, voces pavorosas, ayes fatídicos, luces que vagan
solitarias, ruidos subterráneos y otras proposiciones infames por el estilo.
Los antiguos vecinos del Daymán solían referirse a este sitio con mucho
respeto, como si se tratara de un lugar de culto, aunque, temerosos, preferían
no frecuentarlo demasiado. Hoy en día, y para beneplácito de los espantadizos,
esta casa ya no existe; fue demolida, y en el lugar en que se encontraba fue
edificado un lujoso hotel que hace las delicias de los turistas más exigentes.
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