sábado, 6 de octubre de 2012
El Perro del Guardabosques
En los bosques del sudoeste de los Estados Unidos vivía un
guardabosque junto a su esposa. Durante siete años habían intentado en vano
tener un hijo y nunca lo habían logrado. Todo lo que tenían era a Sam, un
pastor alemán de gran inteligencia y fidelidad, un perro que en más de una
ocasión había salvado a las gallinas de ladrones o animales y que incluso una
vez salvó a la esposa del guardabosque de un trío de borrachos.
Sam no podía hablar y decir “papá” o “mamá” pero hasta
cierto punto había sido un hijo para la pareja. Traía el periódico y las
zapatillas, perseguía el frisbee y lo atrapaba en el aire, entendía cuando
necesitaban su compañía y también cuando debía irse o hacer silencio. Era un
perro de esos que aparecen en las películas de Hollywood pero al fin y al cabo
era un perro y nunca podría llenar aquellos espacios vacíos que motivaban en el
guardabosque y su esposa el deseo hasta entonces frustrado de tener un bebé.
Un día sin embargo, la mujer del guardabosque le dijo a su
esposo que por fin había quedado embarazada de un niño… No lo podían creer,
estaban tan emocionados que compraron biberones, ropas de bebé, pelotas,
carritos y una hermosa cuna, todo para recibir a la tan ansiada criatura.
Cuando el bebé nació ellos hicieron una fiesta y luego, a
medida que el bebé fue creciendo, los mimos y las atenciones hacia Sam fueron
disminuyendo y el perro, sintiéndose celoso del bebé, empezó a mostrarse menos
afectuoso y más distante aunque siguió siendo obediente, fiel y tranquilo como
siempre había sido. Nunca le vieron gruñendo al bebé o mirándole mal a pesar de
los celos. Pero todos percibían que en el fondo el perro odiaba a un bebé que
le había arrebatado el protagonismo y las atenciones de sus amos.
Pasados los meses llegó aquel día que el guardabosque nunca
olvidaría:
Era una tarde en que su esposa no estaba porque había ido a
reunirse con unas amigas en el pueblo, el guardabosque se había quedado sólo
con el perro y el bebé. Cuando recibió una llamada avisando que unos cazadores
furtivos estaban disparando sus armas a menos de un kilómetro de su cabaña. En
cumplimiento de su deber como guardabosques (no así el de padre), decidió dejar
al bebé, que ya tenía casi nueve meses, con el pastor alemán, su mujer le había
avisado por teléfono que estaba en camino así que como máximo el niño estaría
15 minutos solo. Él sabía que volvería rápido y que el bebé dormiría al menos
un par de horas más ya que se había acabado su biberón hacía escasos minutos.
Le indicó entonces a Sam que cuidase de su hijo, cogió su escopeta, cerró la
puerta de casa y se marchó.
Cuando regresó diez minutos después, ya que los furtivos
escaparon antes de que él llegara, y abrió la puerta de su casa no daba crédito
a lo que vio: Sam tumbado en la entrada del cuarto del bebé y con la boca llena
de sangre y espuma.
De un salto pasó por encima del perro y entró en la
habitación del niño. El espectáculo que se encontró le marcaría de por vida. La
cuna del niño estaba volcada en el suelo contra la pared, la mesita de noche
tirada en el suelo y la cuna, sábanas e incluso el suelo y la cortina manchadas
de sangre, sangre que el mismo perro se lamía de sus patas.
Por unos instantes permaneció pasmado y con la mandíbula
ligeramente desencajada, luego y con los
ojos llorosos de pura furia comprendió que el perro esperó su ausencia para
deshacerse de ese molesto niño que le había robado el protagonismo. Una mueca
de ira apareció en su rostro y, sin poder ni querer pensar en lo más mínimo,
cargó su escopeta y disparó al perro.
Los perdigones reventaron el cuerpo de Sam, la sangre brotó
a raudales de varios puntos de su piel y el pobre animal dio un gemido de dolor
para luego desplomarse en un gran charco de sangre.
Pero cual sería su sorpresa cuando la detonación provocó un
llanto que nunca más esperó volver a escuchar, el guardabosques corrió hacia la
cuna que estaba derribada en el suelo
para darse cuenta de que en realidad el bebé se había quedado dormido
detrás de ella y que las sabanas ensangrentadas que cubrían al bebé no le
habían permitido darse cuenta de que su hijo seguía con vida…
Sujetando al bebé en sus brazos y mientras le besaba
embargado por la alegría vio que estaba completamente sano y sin un solo
rasguño, con lágrimas resbalando por sus mejillas, incorporó la cuna y lo dejó
en ella para luego dirigirse hacia sus sábanas revueltas y ver que, sepultada
por la tela, estaba enrollada una gran serpiente cascabel de casi dos metros de
longitud, muerta por los mordiscos del fiel perro que había arriesgado su vida
por salvar al bebé de la letal serpiente.
No podía creer lo que había hecho, y llorando como un niño
abrazaba el cadáver de su amigo inseparable, al revisar con más detenimiento su
cuerpo se fijó en un par de puntos rojos en su pata, era una picadura de la
cascabel, probablemente su veneno era el causante de la espuma en su boca y sin
duda parte de la sangre que había en el cuarto y la que el perro lamía de sus
patas eran de él mismo.
Cuando su esposa llegó el guardabosque le contó lo sucedido.
Dicen que fue tal el remordimiento que tuvo que gastó casi todos sus ahorros
para enterrar al perro como habría enterrado al hijo que, gracias al fiel
pastor alemán, no murió aquel día…
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