miércoles, 7 de enero de 2015
La Pelada de la Cañada
La cañada era el reino de esta
inquietante aparición nocturna.
… Parece, “Pelada”, que solo
anduviste junto a la cañada, como un alma triste. ¡Calmando
oraciones! ¡Velas y novenas! Viejas devociones para “almas en
pena” ya casi olvidadas, que al fin conseguiste, y, entonces,
“Pelada”, por eso, te fuiste.
Azor Grimaunt (de “Ancua)
Las mujeres que iban a la misa del
alba, para no tropezarse con “la pelada, daban un largo rodeo y
asimismo iban, como quien dice, con el “Jesús en la boca”.
Los vigilantes, que solo se aventuraban
a rondar a caballo y yendo por lo menos de a pares, siempre tenían
alguna excusa para no pasar por la cañada, con lo que tácitamente
eludían el mal encuentro y atendían con mas regularidad el servicio
en otros parajes, ya que por los dominios de “la pelada” no había
bravo fresco o borracho que se aventurase.
Los sábados se completaban partidas de
10 o 20 muchachos de pelo en pecho para dar con “la pelada”.
Llegaban y se dispersaban y el programa se difería para mejor
ocasión.
Los pocos vecinos que tenían sus
ranchos en la costa de la cañada, se encerraban a “piedra y lodo”,
apenas las campanas de Santo Domingo tocaban como acostumbraban a
hacerlo a las 8 en invierno. En verano, o se olvidaban los vecinos de
la aparición de “la pelada” o esta se marchaba a veranear, pues
nadie volvió a acordarse de ella como no fuera en noche de tormenta
cuando la oscuridad hiciera posible la aparición de este engendro.
¿Cómo desapareció de la Cañada?
Nunca se ha sabido, pero lo cierto es que durante cinco o seis años
“la pelada” fue la zozobra de cuantas personas tenían que ir y
volver de noche por la cañada.
Así recordaba La Voz del Interior, el
1º de enero de 1926, el clima en los alrededores de la Cañada en
tiempos del aparecido mas mentado de todos los que tuvo Córdoba.
Según Azor Grimaut, en su libro
Duendes en Córdoba, “la palada” aparecía bajo dos imágenes
distintas. Si bien ambas frecuentaban el cauce antiguo de la Cañada,
desde el Pueblo Nuevo (hoy, parte de Güemes) hasta la calle 27 de
Abril, los relatos de la gente que se refería a “la pelada”
permitieron identificarlas. Una de ellas era conocida como un bulto
de baja estatura, vestida de luto, con un manto que cubría su cabeza
y ocultaba su rostro. Se aparecía por las noches en el calicanto:
menudita y con aspecto joven, surgía imprevistamente y acompañaba
al transeúnte en su trayecto.
El fantasma lloraba mientras seguía el
paso del caminante, y si este intentaba mirar su cara o acercarse
para conocerla, “la pelada” desaparecía sin dejar rastros.
Cuenta Grimaut que si estaban cerca de
algunos de los faroles que iluminaban el cruce de San Juan y
Belgrano, esta extraña aparición se quitaba el velo y ponía al
descubierto su rostro cadavérico y cabeza rasurada, característica
esta ultima que le dio nombre al fantasma. “La pelada” solo se
aparecía ante hombres solos, sobre todo trasnochadores, jugadores y
gente de mala vida. Cuando los veía llegar, cantaba un enigmático
estribillo:
Quico, llamalo a Perico
Caco, llamalo a Don Marcos
Esta versión dice que el fantasma era
triste, pues lloraba y se quejaba continuamente, tanto que muchas
mujeres le dieron la calificación de “alma en pena.
La otra versión indica que solía
alejarse de la Cañada y confundirse entre las ancianas que se
dirigían hacia la misa de la Compañía de Jesús, donde las
asustaba y luego les robaba los rosarios y libros de oraciones, y
ante el intento de acercársele, huía velozmente.
También hay quien ha señalado que no
era exactamente pelada, sino que llevaba el pelo muy corto, algo muy
extraño en las mujeres de la época.
Cierta vez, cuatro muchachos del barrio
El Abrojal la siguieron hasta atraparla y descubrieron que era un
peluquero del barrio, pero este dijo que no era la autentica
“pelada”, sino solo un bromista ocasional.
Dicen que la pelada desapareció a
principios del siglo 20 y, con respecto a tan repentina despedida, la
gente solía fantasear que se debía a la mejora del alumbrado o a
las oraciones que le dedicaban para que pudiera salir del purgatorio
y dejar de andar penando.
Susto Turco
Tal vez aprovechando la fama de “la
pelada de la cañada”, sin dudas habrían aparecido algunos
imitadores. Pero lo cierto, es que, entre los asaltados por este
fantasma, habría un comerciante turco que se decía se le había
parecido por la fabrica de porcelana. Lo interesante del caso, es que
del susto recibido, no podía bajarse del caballo que montaba y
pretendía hacer la denuncia desde su cabalgadura.
Cuentan que el comisario no encontraba
la manera de hacerlo descender del animal al denunciante y al
preguntarle el porque de su actitud, contestole el turco de marras:
-Pasar señur comesario, que la Belada
de la Cañada ha asustado al caballo mío y ahora no deja bajar al
bobre turco…
Preguntando en la oportunidad el
comisario:
-¿Usted no se asustó, amigo?
Respondiendo el turco:
-Yo simplemente ensuciar pantalones,
señur comesario.
Una travesura en el Calicanto
Desde las márgenes de la Cañada
contagiaban el aire los perfumes suavísimos de las damas de noche
mezclados con el olor fuerte de los sucios y paicos, y ese olor
peculiar de los abrojos en plena juventud. De los patios fronteros se
difundían en el ambiente las emanaciones de los claveles y el
delicioso aroma de las buenas noches.
Aleteó en el ramaje de una tusca un
afrecherito y luego anuncio la llegada de una lluvia próxima,
mientras que desde una de las torres del Niño Dios, una lechuza
chillo rispidamente.
Se escucho como brotada de las
centenarias piedras del calicanto una blasfemia para romper el
maleficio de aquel canto del ave nocturna que anuncia la muerte, y
enseguida nomás, en el cono de luz del viejo farol a querosén de la
avenida San Juan, se diseño la figura de un hombre que todavía
gesticulaba amenazante contra las torres de la pequeña iglesia
mascullando insultos contra la lechuza. Las sombras lo consumieron
muy pronto, pero sus pasos en las desiguales lajas de la vereda
fueron despertando a los perros de toda la cuadra, que sin saber los
cerdos de lilas y suspiros, querían comérselo vivo a ladridos.
Nuevamente como un bostezo triste, se escucho el rebuzno de un burro
a lo lejos, sobreponiéndose a las siliconías de sapos y chilicotes.
Luego, un grito destemplado y brutal de
un ebrio y el desconcierto de los perros irritados por el insomnio;
habían ya callado las mandolinas y las guitarras.
Luces de las casas donde había juegos
de prendas y rifas estaban extinguidas y solamente en el telón de
sombras agrietaban la noche las bocas rojas, casi de hornos
encendidos, para que amanecieran con el sol las empanadas, las tortas
amarillas, las semitas y los bizcochos delgados para el domingo
cordobés que no parecía tal si faltaban aquellos manjares y el buen
caldo de pata con mote, ají de mala palabra y sonco.
De pronto, hubo como un estremecimiento
de todas las voces de la noche. Hasta los sapos en la frialdad
impresionante de sus gargantas parecían tremolar más sus voces.
Aullaban los perros lo mismo que lo hacen cuando en las noches de
luna llena se reúnen para mirar al Mandinga y, en los tunales de
frente al Niño Dios, conversaron como alarmadas las lechuzas.
Trastabillando por el exceso y
parlamentando con las creaciones de su cabeza atolondrada por el
alcohol, bajando de lo alto del molle, llego a la esquina de San Juan
un hombre engualichado en un pañuelo de seda blanca y trayendo a las
rastras casi su rica chalina.
Se detuvo en las esquina mortesinamente
iluminada a conversar con los fantasmas de su borrachera. Dialogo
unos instantes y luego, como para saciar un deseo desesperado, exhalo
un alarido. Realmente estaba muy borracho. Quizá en la
experimentación de los fenómenos de su completa beodez gritaba
furibundo en el deseo de una liberación.
Justamente cuando los ecos de su grito
feroz habían apuñalado la noche, salto álgidamente desde el lomo
del viejo calicanto un bulto. Se desembarazo muy pronto de las
sombras para recostarse en la luz del farol en sus límites
reducidos. Era una mujer, mas bien parecía una chica. Vestida toda
de negro y tenia cubierto el busto con un manto también de luto. En
los labios húmedos del beodo murió casi al nacer un nuevo alarido.
Sus ojos se quedaron fijos en la aparición y, como por la acción de
un milagro, su cuerpo recobro la posición normal y su figura
adquirió aptitud de defensa,
La mujercita, sin decir una sola
palabra, se le fue aproximando hasta quedar justamente a su lado,
casi tocándole.
El hombre, preso del terror, no atino a
ensayar la más mínima acción. Toda su actividad se la había
concentrado en los ojos. Así estuvieron quizá un minuto. Ella, como
solicitando mucha protección, y el, a la espera del ataque,
imposibilitado hasta para modular una palabra.
La mujer, mas confiada, suavemente dejo
caer el manto que le cubría la cabeza y entonces la luz aminorienta
del farol descubrió su casco totalmente rasurado. La visión de la
calva colmo el terror de aquel hombre que, como curado repentinamente
de su borrachera, recupero todas las energías vitales de un ser en
estado normal para emprender veloz carrera en dirección a las cinco
esquinas, hundiéndose en la noche.
Ella pareció sonreír. Levanto la
chalina que el aterrorizado borracho dejara caer en su fuga y salto
ágilmente hasta el lomo del calicanto para confundirse también
entre las sombras.
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